martes. 23.04.2024

En el paraíso perdido había hipocampos que nadaban junto a pequeños fartet y zorritos, −los tatarabuelos de esos que hemos visto recientemente formando una masa cadavérica, amorfa y  flotante−. Cada individuo lucía una danza acuática propia, elegante y diferenciada. Yo los contemplaba sumergido, a través de mis ojos infantiles y del cristal de las gafas de buceo.

Corría el año 1962 cuando a mi tío, aficionado a los mapas y la geografía, le dio por ir a descubrir, desde Madrid, un paraje aún no alcanzado por el turismo que ya por entonces había amerizado en demasiados lugares del mediterráneo.

Tras dos días de viaje en un Renault 4/4, aparecimos por Cabo de Palos. Me figuro que algún hostal habría, pero los posibles familiares no daban la talla para ese dispendio. Tras descartar quedarnos en una caseta junto a la playa con suelo de arena que alquilaba un pescador, nos dirigimos a Los Belones, pueblecito que distaba poco más de dos kilómetros de la costa más cercana: Islas Menores. Nos habían indicado que allí había una pensión: “Las Rangas”, de precios muy asequibles precisamente por estar tierra adentro. La pensión carecía de rótulo, no lo necesitaba porque allí solo se alojaban trabajadores que tuvieran que faenar puntualmente por la zona. Turismo no había, ni lo hubo por un tiempo. Varios periodos vacacionales los pasamos en esa pensión de habitaciones interiores, wáter de cajón con agujero y por supuesto sin ducha, incomodidades de las que, al menos los niños, no éramos conscientes y además compensaba con mucho los juegos en la cristalina laguna hipersalina que higienizaba diariamente nuestros cuerpos. Después mis tíos compraron una casita de pueblo allí mismo, −El caserío tuvo la curiosidad de mantener por décadas un cartel en la entrada que ponía “Los Belones” y otro a la salida que rezaba “Los Velones”. Años después se unificaría al aclarar algún investigador que la toponimia provenía del apellido Bellón, una familia proveniente de Alicante que en 1776 compraron 206 fanegas y 6 celemines de sus campos−. Tíos, primos, padres, hermana y sobrinos, nos afincábamos durante parte el estío y desde 1962, unos u otros,  más o menos tiempo, pero no han dejado de ir una sola temporada.

Aquél primer año del 62 fuimos a La Manga, pero no por carretera, que no existía más que hasta las salinas de la entrada. Un trayecto en barca de ida y vuelta en la jornada ya que por descontado no había un solo alojamiento allí. Partimos desde Los Nietos y tomamos tierra en La Manga cerca de unas chozas temporales de pescadores. Por primera vez supe lo que era un “caldero”; los pescadores hacían un hoyo para filtrar el agua para que perdiera parte de la sal y con ella en un recipiente hervían el arroz junto con los pescados que desechaban por tamaño o calidad insuficiente para la venta.

La imagen que me quedó en la retina fueron las dunas que demediaban un mar con otro y que un par de años después −a lo largo de un lustro− quedaron encintadas longitudinalmente con asfalto haciendo de muro de contención en los arenales que se fueron compactando y modificando en otra cosa bien distinta.

La operación urbanística estuvo propiciada por Tomás Maestre, que tenía la mayor parte de los terrenos; los había adquirido a través de un tío suyo −con quien pleiteó por años− que a su vez las había heredado de su hermano, el yerno del propietario  inicial, el conocido empresario minero Miguel Zapata, Tío Lobo, que las había adquirido en una subasta en plena desamortización de Madoz, entre 1855 y 1856, por pocos reales: 31.000 concretamente −o sea, 47 euros que incluso en época tan remota era muy poco dinero para tamaña superficie−. ¿Quién iba a querer unos arenales de baldío? Y menos pujando contra el cacique de la zona. Sin duda su expectativa no era la explotación turística, quizá sí la exploración de otros hipotéticos valores ya que el Tío Lobo, sería el propietario de las minas de Portman, cuyos vertidos en la bahía causaron posteriormente uno de los desastres ecológicos mayores del Mediterráneo, al arrojar trescientos quince millones de toneladas de escombros minerales que acabaron con la vida marina y terrestre de la bahía y cuyos resultados aún permanecen allí hasta que sean retirados a las balsas que se están construyendo para limpiarla.

A través de los años los eslabones de la cadena de trasmisión de la propiedad de La Manga fueron sucediéndose de la mano del dinero y del poder de esta saga. Miguel Zapata, con fuertes vínculos societarios y políticos con el Conde de Romanones; después su yerno, José Maestre Pérez, Presidente del Banco de España y Alcalde de La Unión; tras su muerte el hermano; y finalmente el sobrino nieto, Tomás Maestre, que ya en 1962, aprovechando la Ley de Centros de Interés Turístico promovidos por Fraga, pega el pelotazo. En 1966 y 1968 el Consejo Provincial de Urbanismo de Murcia, declara la Ordenación de la “Hacienda de La Manga de Cartagena” y también la de San Javier.

Para más INRI de destrozo de la zona, concurrió la crisis económica de mediados de los 70, que descompuso las propiedades y el ya agresivo plan urbanístico para convertirse en el desmadre total, con edificios de alturas aberrantes, algunas de las cuales permanece y otras que dejaron por siempre su osamenta a medio construir como herencia visual.

A finales de 60 y principios de los 70, Maestre pretendía atraer un turismo de altos vuelos, como el que ya cuajaba en Marbella. Trasmutó “Puerto Banús” en el pretencioso “Puerto Tomás Maestre”, que nunca llegó a ser más que de tercera. Aspiraba a que las playas fueran privadas y exclusivas para los proyectados recintos urbanísticos de Los Cubanitos y Bungalows I y II. En el Hotel Entremares lo consiguió durante unos años. En la parte del Mar Menor −de la costa de La Manga− lo intentó. De vez en cuando un guarda privado, disfrazado de rural de esos con la banda cruzada y sombrero de ala ancha, a caballo, nos conminaba a abandonar la playa, en la que estábamos solos. Mi tío, haciendo alarde de conocimientos legales sobre costas −era jurídico militar− le despachaba con viento fresco.

Aquél desastre en el que brotaban ladrillos como champiñones amenazaban con extenderse por la zona, más allá de la propia Manga. Una empresa americana –que en la comarca creíamos inglesa−  comenzó a negociar, a varias bandas, en el litoral del “Mar Mayor”, el Mediterráneo, entre Cabo de Palos y Portman. La Peña del Águila −o de la Fuente como le llamábamos entonces− era objeto de sus deseos, pero la familia propietaria tenía aspiraciones mayores y los americanos acabaron comprando las colindantes hacia al sur, más próximas hacia el Monte de Las Cenizas y que actualmente se denomina “La Manga Club Resort”, con dos campos de golf, hoteles y apartamentos. Su afán tras cubrir la fase inicial, era hacerse con las del Águila y Calblanque, con un frente de vistas y marítimo mucho mejor. Pero en esto llegó la democracia y en Cartagena −de quién depende esta zona en régimen municipal de pedanías− gobernaba el PSOE con el apoyo del PCE y se declaró aquél entorno “Parque Natural Protegido de Calblanque Peña del Águila y Monte de la Cenizas”. Gracias a esto el ámbito se libró del ladrillazo y se puede seguir disfrutando de sus arenales, dunas fosilizadas y vegetación mediterránea, tanto los humanos como, en menor medida, parte de su fauna.

Los focos ahora se sitúan sobre el Mar Menor; y está bien porque es imprescindible acometer los planes que detengan los vertidos y revertir la situación. Pero en la penumbra, a unos pocos kilómetros hacia el “mar mayor”, asoma otro peligro que señala precisamente hacia el Parque y que apenas recibe escasa atención y cuya solución es más sencilla porque solo requiere impedir la materialización de los planes agresivos de la Comunidad de Murcia y el Municipio de Cartagena, aún no perpetrados por completo.

Ya en los años 2010 se anunciaba la revisión del PGMO para aprobar unas nuevas ordenanzas que en resumen significarían la recalificación de los espacios perimetrales al Parque lo que pondría en peligro al conjunto del ecosistema. Toda una estrategia de la que forma parte el convenio recién firmado, a la chita callando protegidos por el fogonazo sobre el Mar Menor, para acometer ya las obras para el hormigonado de los viales de tierra y aparcamientos y la colocación de lava-pies (y luego duchas) en las zonas de playa. Al tran-tran un plan urbanístico para que todo quede atado y bien atado. Si en las actuales circunstancias de tráfico rodado los biólogos han denunciado la masacre de camaleones y otros reptiles, no digamos en caso de aumentar  la velocidad y el propio tráfico.

Es evidente que nada permanece y que todo está sujeto a trasformación. Pero si detrás del caos están los intereses del cultivo intensivo propiciado por el trasvase de aguas, lo cierto es que eso se carga lo que ha sido el trabajo y mejora de las condiciones de la población: el turismo; y que es uno de los factores de futuro siempre que se racionalice para ser sostenible y respetuoso. Sin género de dudas ese sector de consumo huye de las zonas degradadas. Es una falacia hablar de progreso económico dónde lo que hay es una sobre explotación de las tierras, por parte de una minoría de propietarios, más allá de lo que dan de sí.       

Ni soy biólogo ni pretendo escribir sobre esta materia. Para eso ya está, por ejemplo, el excelente artículo publicado el 28 de agosto del 2021 en estas mismas páginas, firmado por el catedrático de ecología Ángel Pérez Ruzafa. Simplemente reivindico el derecho colectivo a preservar el entorno y a, con el permiso de ustedes, humanizar el relato porque a veces, tragedia tras tragedia, todo parece abstracto como esa masa amorfa de carne y espinas, ese maremágnum en vías de putrefacción, al que para mayor evidencia mece el oleaje restregándonoslo por los ojos y que es nada menos que la riqueza patrimonial y vital de la zona. Es el prolegómeno de otro “mar muerto”. Aunque la esperanza es lo último que se pierde y me resisto a renunciar a ese “Paraíso entre dos mares”, frase de promoción turística de la época, y a que un niño, aún no nacido, contemple a través del liquido salino el galope acuático del caballito de mar.     

Mar menor, mal mayor