jueves. 25.04.2024
fuego
Foto: @112cmadrid

En tiempos remotos el hombre huía del fuego y lo buscaba. El fuego defendía del frío extremo, el fuego dejaba las tierras yermas, sin vida, sin posibilidades de subsistencia. Era un amigo y un enemigo al mismo tiempo del que había que huir con celeridad cuando desataba toda su furia. Domesticar el fuego, conservarlo desde el arbusto que ardió tras la tormenta, fue una de las más grandes conquistas del hombre, la que permitió asentamientos más duraderos, la que limitó el nomadismo, la que auspició el desarrollo y el crecimiento de la tribu. Después vendría la agricultura y la ganadería. Sin embargo, pese a ese paso de gigante que posibilitó la persistencia y el manejo del fuego, cuando se escapaba o surgía del fondo del bosque oscuro sólo quedaba una posibilidad, largarse a toda prisa y esperar a que los vientos volviesen sobre lo quemado, casi exactamente igual que hoy.

Confieso que he sido y soy un amante del fuego, incluso ahora que ardemos por los cuatro costados con y sin su ayuda, cuando los inviernos sólo son una postal o un recuerdo remoto, cuando nos quejamos de frío si vemos que el termómetro marca diez grados, una lumbre en una casa vieja, con una botella de vino y una novela, un disco, una conversación mientras arden los diamantes del rescoldo, es lo más parecido a la felicidad que conozco. 

De crío recuerdo el frío, frío negro le decían, y yo lo veía blanco. Cuánto frío pasamos en casa con una estufa de leña en el comedor y el resto a pelo, pero que gustazo meterte en la cama helada y taparte la cabeza para calentar la cama con el vaho. Mi abuela nos llamaba alertada por la helada, pasábamos a su casa y al fondo estaba el fuego, esperándonos, cariñoso, tranquilo, generoso. Pasó. Destruimos al invierno, sólo quedan unos días descontrolados de aquella estación detestada por mucho pero que yo adoraba bastante más que los moderados veranos de entonces. 

Nadie es ajeno, todos hemos ido viendo año tras año desde hace muchos como los días de calor iban a más y los de frío a menos, como dejaban de existir las cabañuelas, las retornas, como se espaciaban las tormentas y se volvían más secas y ventosas, como el termómetro subía durante semanas enteras a temperaturas más propias de los pucheros que de la vida. Hemos mirado para otro lado, comprando coches cada vez más potentes, participando con entusiasmo en la cultura del plástico y del usar y tirar. Nos hemos cagado en los ríos, a los mares hemos enviado millones de toneladas de productos químicos peligrosísimos, hemos cortado árboles con tanta sinrazón que hemos logrado convertir nuestras ciudades en hornos, pero además en hornos feos, muy feos, llenos de rotondas con chatarra y tres arbustos.

Cuanto burro, cuanto cateto, cuanto arribista, cuanto odio y desprecio a la tierra en la que se nace

El mal gusto, el odio a la belleza, al verde llega a tal extremo que en muchas de nuestras ciudades, con el beneplácito o el silencio más absoluto de la población, han plantado césped de plástico, que da el pego y no necesita agua ni cuidados. Cuanto burro, cuanto cateto, cuanto arribista, cuanto odio y desprecio a la tierra en la que se nace. No es lógico ni lícito. A menudo pienso que nadie debería acceder a cargo público alguno sin un examen previo de estética. No, para gustos los colores, no. Sobre gustos está todo escrito, llevamos miles de años pensando, discutiendo, escribiendo sobre lo bello y lo que no lo es para consentir que un Alcalde cualquiera elimine una alameda centenaria de su pueblo y la sustituya por aligustres, geranios y aparcamientos. Eso es feo, muy feo, horrible, tanto como el cemento y el asfalto con el que está cubierta la inmensa mayoría del suelo de nuestras ciudades, incluso de los parques. Colocan tres árboles juntos allí, en aquel rincón, luego unos cuantos arbustos a unos metros, cemento en los paseos, amplios espacios soleados como si estuviésemos en Estocolmo donde apenas ven el sol unas horas al día. 

Y no, España no necesita espacios abiertos, no precisa de más sol, necesita sombra en los aparcamientos, en los supermercados, en las pistas de deporte, en las carreteras, en los montes, en los valles, sombra verde y trabajadores, miles de trabajadores que cuiden de él, que avisen de sus enfermedades y sus peligros antes de que sea demasiado tarde, porque el fuego, el fuego asesino del cambio climático no se apaga ya con helicópteros e hidroaviones, sólo se apaga, como antes, cuando el aire cambia y hace que las llamas vuelvan sobre lo ya quemado.

Uno de los días más tristes y angustiosos de mi vida tuvo lugar en julio de 1994, cuando vi como se quemaba parte de la sierra de Moratalla. Ardieron más de treinta mil hectáreas de un paraje espectacular del Sureste, uno de los más bellos. Aquellas noches la temperatura no bajo de los 35 grados. No he visto nada más parecido al infierno con el que los curas intentaban atemorizarnos y someter nuestro pensamiento. Se actuó tarde, decían, y es posible, luego vimos llegar decenas y decenas de camiones cisterna, generadores eléctricos, ambulancias, una verdadera locura. Los bomberos y el personal forestal se jugaron la vida, pero el fuego se apagó cuando quiso

Después, devastación, negro, ceniza, desierto, ruina, algo similar a una fotografía de la cara oculta de la luna. Ahora al ver los informativos veo como lo mismo que sucedió entonces en mi tierra murciana, arrasa las tierras de Zamora, Orense, Cáceres, Salamanca, León, Huelva, Málaga, Canarias, Burgos, Granada, Lleida, Girona, Navarra. Arde España por los cuatro costados, lo mismo que arde California, Grecia, Turquía. La Tierra nos ha sacado tarjeta roja y ha empezado por el ecosistema más frágil, el mediterráneo, pero no se va a detener ahí, la línea del fuego cada vez sube más y cuando haya conseguido desertificar una latitud, subirá a otra superior conforme la lluvia y el frío vayan menguando.

Estamos en guerra, sí, en guerra contra nosotros mismos, contra el despilfarro, contra la falta de respecto a la Naturaleza, contra la depredación y la mierda, contra los avariciosos

Tenemos muchas urgencias, casi todo son urgencias porque todo está cambiando a velocidad vertiginosa, porque en países como España los malos siguen teniendo más poder que nadie, pero si no somos capaces de conservar el verde, de llenarlo todo de verde, nuestros días en el planeta están contados. Cada verano es más largo y duro que el anterior, la superficie destruida por el fuego aumenta y las condiciones de vida para personas y animales son más difíciles. Estamos en guerra, sí, en guerra contra nosotros mismos, contra el despilfarro, contra la falta de respecto a la Naturaleza, contra la depredación y la mierda, contra los avariciosos. Y cuando se está en guerra hay que armar ejércitos para defenderse, en este caso ejércitos de científicos, de pastores extensivos, de cuidadores del medio que nos permite todavía vivir. 

No hay más tiempo, el reloj ha comenzado la última vuelta. Las praderas secas de Hyde Park, los castaños arrasados de Zamora, los alcornoques asesinados de Málaga así lo indican. Pese a los hombres de ciencia que aseguran que no hay vuelta atrás, yo pienso que sí la hay, siempre que pongamos todos los saberes y recursos humanos para revertir el calentamiento que de no obrar ya, terminará con la vida humana en el planeta Tierra.

El fuego nos busca