miércoles. 24.04.2024

Desde la fumata que precedió a la elección de Jorge Bergoglio como el nuevo Papa, me siento poco menos que el mismísimo anticristo; aunque suburbano, de la periferia, de esos que visten jeans de feria americana, fuman sin esperar resultado alguno (o tal vez sí) y maldicen entre dientes como cualquier hijo de vecino. Me señalan con el dedo: “Ahí va…”, comentan las vecinas al verme pasar; “…es ese que no se alegra por la elección de Francisco I”.

La fiebre papal que desde hace unos días entibia las frentes de millones de argentinos, no ha podido contra mi sistema inmunológico. El triunfo de mis defensas era ya un hecho desde antes de conocerse el resultado, desde mucho antes de saberse que el nuevo Sumo Pontífice era tan criollo como una empanada. Y aunque la algarabía popular invadió la cotidianidad de todo cuanto me rodea, no hubo de mi parte la menor insinuación festiva de ninguna clase. Sin embargo seguí muy atentamente el clamor de los cristianos en riguroso directo, escuché con particular interés las manifestaciones de quienes aseguraban conocer a Bergoglio en persona, oí el repertorio de voces que hicieron hincapié en su particular modo de vida: “¡Viaja en subte!. ¡Viaja en subte!”, repetía una señora para las cámaras de Telefé, puntualizando en este detalle que -según parece- es uno de los hábitos que hacen al monje. Observé el despliegue informativo “sin precedentes” que distribuyó a periodistas y clérigos por distintos puntos de la ciudad de Buenos Aires con el fin de reconstruir la vida de Bergoglio. Presentadores de programas de toda calaña buscaban explicación para las casualidades acaecidas durante la fumata: “Una gaviota larus argentatus se posó en la chimenea minutos antes de la elección del nuevo Papa”, “El número de socio de San Lorenzo de Bergoglio salió en la lotería”, “En la quiniela nacional.....” comentaba arrebatado por el entusiasmo un comunicador de TN, “....el número ganador fue el 40, que es El Cura. Y en la provincial el 88, que es El Papa". “¡Viaja en subte!. Viaja en subte!”, insistía la señora ante las cámaras de Telefé. Sin embargo, y aún con todo este singular esfuerzo mediático para que nadie quedase fuera del alcance de esta fiebre papal, las motivaciones de mi dicha continuaron ajenas a la elección de Bergoglio y encontraron fundamento en cuestiones más terrenales tales como el nuevo gol de Messi, el cumpleaños de un tío o la promo dos por uno de Peluquería Roberto.

Fue esta apatía la que terminó por convencer a ciertos familiares, vecinos e incluso amigos, de la extraña naturaleza que gobernaba mi ser. “No se alegra”, decían con expresión de horror en sus rostros. “Dice que le da igual que el Papa sea o no sea argentino”; y al decir esto bajaban la voz como para remarcar la gravedad que según sus criterios el asunto revestía. “¿Cómo puede ser que no te alegres?”, me preguntaba y se preguntaba mi abuela sin esperar respuestas, mientras las lágrimas le empañaban la mirada. “Que Dios lo perdone”, agregaba mientras tanto mi abuelo sin quitar los ojos de la pantalla de Telefé, a través de la cual la señora insistía: “¡Viaja en subte!. ¡Viaja en subte!”.

Catorce años de educación cristiana me convirtieron en este fiel ateo al que difícilmente dios alguno pueda reconvertir a religión alguna. Sin embargo respeto la fe de mis iguales, los mortales; comprendo sus necesidades de dioses y, en cierta manera, los envidio sana y silenciosamente. Porque, según aseguran, en la palabra divina hallan consuelo. Lo curioso es la negación de la que algún que otro creyente hace alarde en cuanto tienen frente a sí a uno de mi especie. No pueden aceptar que no todos los hombres seamos tan ejemplares como para creer en Dios. Y es allí en donde surge el desencuentro.

No celebro la elección de Francisco I por el hecho de ser argentino, como tampoco lo haría si fuera éste boliviano o de Burquina Faso. Doble falta de mi parte, según el criterio de algún cristiano patriota; y falta simple según un simple cristiano. Aplaudo, sin embargo, esa humildad del nuevo Pontífice de la que tanto hablan los medios de comunicación. “Usa los mismos zapatos que cuando era cardenal”, “Rechazó la cruz de oro”, etc, etc; características de una sencillez que -de no ser porque se contrapone con la esencia misma de dicha institución- no deberían ser meritorias de ningún aplauso.

No celebro la elección de Francisco I, “el Papa de los Pobres”, porque el número de pobres se ha incrementado en las últimas décadas sin que su iglesia haya hecho nada al respecto; de modo que, en todo caso -y según los resultados de su gestión- quizás lo aplauda más adelante. Como tal vez también lo aplauda si es que consigue hacer que su santa institución abandone ya la idea de que los homosexuales -tal como aseguró el obispo de Madrid, Juan Antonio Reig Pla, “encuentran el infierno”; porque de existir Dios, poco o nada le agradará saber que unos simples servidores de sotana le endilguen la costumbre de no dejar entrar a su paraíso a las criaturas de su creación que, libremente y sin perjudicar a nadie, han optado por la sexualidad que les salió de los cojones. Celebraré quizás el día que los miembros de la Iglesia dejen de hablar de sexo o que, en su defecto, lo practiquen; porque lo verdaderamente patológico es el celibato y no la homosexualidad, como ellos pretenden que creamos. Celebraré quizás la decisión de la Iglesia Católica de llevar a la cárcel a los cientos de sacerdotes que han abusado de menores en las últimas décadas. Celebraré el día que la Iglesia Católica vuelva a disculparse por la Inquisición, por su silencio durante el Holocausto y, ya que ahora habemus argentinus, por la complicidad que dicha institución tuvo con los genocidas que gobernaron el país desde 1976 a 1983.

Mientras tanto seguirán señalándome con el dedo. “Ahí va..”, comentarán las vecinas al verme pasar, “…es ese que no se alegra por la elección de Francisco I”.

Yo, el anticristo