viernes. 19.04.2024
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Juntar palabras para intentar contar algo siempre provoca desasosiego. Primero es la desazón frente al reto de hilvanar ideas, de articular las frases adecuadas. Luego la incertidumbre de saber quién podrá leer lo escrito, incluso la angustia al pensar que tal vez ese lector ni exista. Imagino que estas preocupaciones son compartidas también por aquellos que por sus ocupaciones se ven obligados a realizar intervenciones públicas. Y por eso mismo, estoy convencido de que al trascender la muerte de trece inmigrantes ahogados cuando intentaban entrar en Ceuta, el presidente autonómico de esta ciudad africana, Juan Vivas, meditó profundamente sus palabras antes de asegurar en una entrevista radiofónica que la guardia civil que recibió con material antidisturbios a los potenciales cadáveres “en ningún caso (lo hizo) con intención de hacer daño, ni a los inmigrantes”.

Quiero pensar que Vivas tiene razón. Que los guardias que competían con las fuerzas marroquíes en controlar la situación, en ningún momento pretendían herir a los jóvenes africanos. Al contrario, ellos y sus colegas de la respetable monarquía alauí solo buscaban protegerlos de los elementos disparando para alejar las olas que agotaban sus pocas fuerzas, arremetiendo contra los peñascos que magullaban sus miembros, dispersando las algas que buscaban ahogar su aliento, embistiendo con sus escudos contra los peces y cangrejos que pretendían morder sus delicadas carnes. E imagino la frustración de los miembros de la benemérita al comprobar que sus esfuerzos fueron en vano y no pudieron impedir la muerte de estos trece infelices, o los que aún puedan llegar a la costa acunados por el tétrico ir y venir de las mareas.

Puede que Vivas tenga razón y que detrás del drama no se esconda más que la letal conjunción de imprudencia e ignorancia, propia de gentes llegadas de tierras remotas y retrasadas. Imprudentes empeñados en desdeñar las preventivas concertinas que pretendían mantenerlos a salvo de las malas intenciones de las olas, los  peñascos traicioneros, las algas asesinas y los mordiscos inmisericordes de los cangrejos y los boquerones. Ignorancia de mentalidades atrasadas que responden con violencia primitiva ante la presencia de unos uniformados con órdenes de protegerlos y que en su cortedad de entendimiento llegan a percibir como seres malignos y quién sabe si hasta demoniacos.

Seguro que todos estos elementos fueron analizados sosegadamente por el presidente autónomo ceutí antes de realizar sus declaraciones. Porque de lo contrario solo quedaría otra posible explicación para sus palabras: que considerase que las mismas estaban a la altura del nivel intelectual de su receptor, esto es, del ciudadano medio que escucha la radio. Y en ese caso solo podríamos pensar que para Juan Vivas la capacidad de raciocinio de quienes le escuchan, potenciales votantes de su partido, es nula, que todos nosotros no somos más que una panda de imbéciles, retrasados, deficientes, lelos, estúpidos, anormales dignos de ser incluidos en algún tratado frenológico de Césare Lombroso.

Y puede que de nuevo tenga razón. Porque muy bajo debemos haber caído si nuestra mirada permanece impasible ante el naufragio de cuerpos hinchados que recibe la playa. Aunque eso sí, en esta ocasión resulta por completo inútil que busquemos palabras que permitan dar forma a nuestras sensaciones, a nuestro horror. No. Para afrontar la tragedia, o las palabras meditadas de tanto responsable político, resulta inútil recurrir al diccionario en busca del léxico preciso y la conjunción adecuada. Eso habrá que dejarlo para un segundo más tarde. Porque la primera reacción mínimamente humana tras lo sucedido solo puede ser una: vomitar. Y si es posible que nuestro vómito inunde sus despachos.

Vomito, luego existo