viernes. 19.04.2024
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Bernard Mandeville

Ya Mandeville subrayaba en su fábula de las abejas los extraños flirteos que existen ente los vicios privados y los beneficios públicos. Hoy aquellas certezas, publicadas allá por los primeros destellos del Siglo de las Luces, alcanzan constatación estadística para mayor regocijo de Angela Merkel, Christine Lagarde o Mónica de Oriol, trío de abejas reinas en el selecto panal de los elegidos. Y es que tras años de acomplejados números rojos y recuperaciones fantasma, por fin, los sumos sacerdotes del neoliberalismo pueden enorgullecerse al anunciar que el PIB europeo ha subido un 3,7% gracias al influjo benéfico del tráfico de drogas, las armas y la prostitución.

Al final, ya se sabe, se impone el pragmatismo. Como siempre. Gato blanco, gato negro, lo importante es que cace ratones, como dijo Deng Xiaoping el día que decidió desechar el gato rojo y apostar por una China motor del capitalismo bajo la hoz y el martillo. Años más tarde Felipe González se mostraría como su aventajado alumno, para acabar como gato viejo en los mejores consejos de administración donde cazar los ratones más gordos. Pragmatismo político y económico, en suma, que actualiza y moderniza el refranero para recordarnos una vez más que no hay mal que por bien no venga.

Lo extraño es que no se apliquen más este tipo de argumentos mandevilleanos que, retrospectivamente, siempre resultan irrefutables pues, al fin y al cabo, ¿no vivimos hoy mejor que en Atapuerca? Por eso sorprende que en lugar de sonrojarse tímidamente y silbar mirando a otro lado, nuestros grandes estadistas y tertulianos no saquen pecho y reivindiquen abiertamente el moderna modelo de la cloaca. Porque, antes de rasgarnos las vestiduras morales, veamos: ¿alguien se ha parado un momento a calcular qué impacto ha tenido en el PIB cada vez que entraba en acción una de las famosas tarjetas negras de Caja Madrid? ¿Cuántas décimas de actividad económica se esconden tras las veladas en animados establecimientos donde discutir el destino de una comisión? ¿Madrid, Barcelona? ¿Bárcenas, Pujol? ¿Las condiciones de un simpático ERE andaluz?

En última instancia, en lugar de quejarnos tanto, los españoles deberíamos de estar agradecidos por este expolio desinteresado, sin más afán que el de revitalizar la letárgica sociedad a golpe de vicios privados de poca monta, pecados veniales con lógica económica. Frente a la caridad mal entendida del ponga un pobre a la mesa, el estado de bienestar o -dios no lo quiera- la revolución, al final resulta más efectivo para la buena marcha social esa pequeña perversión intima, eos gramitos de polvo blanco que no van a ninguna parte, ese intercambio de fluidos con latex y Visa Oro. ¿Cuántos brotes verdes no habrán nacido todos estos años al calor de esos privados momentos?

Sí, sin duda, el tiempo ha dado la razón a Mandeville. Del mismo modo que se la ha arrebatado al ingenuo Rousseau y sus esperanzas en el buen salvaje. Nada se puede esperar del buen salvaje, indolente, vago, primitivo, adicto a unas bajas pasiones que, a diferencia de las surgidas entre la buena sociedad, se mantienen siempre alejadas de los mercados financieros por falta de liquidez. Por eso nunca serán suficientemente valorados los esfuerzos de nuestros gobernantes por impedir su llegada, por mantenerlos a raya, por cerrarles el paso. Hay que impedir como sea que entren. A golpes, incluso. Hasta que caigan al suelo, hasta que pierdan el sentido para poder atarlos y expulsarlos de España. Sin miramientos. Y sin dejarse intimidar tampoco por la mirada inocente que se horroriza por la escena. Mojigatos que se escandalizan por cualquier cosa, sin pararse a pensar en todo lo que perderíamos si entraran libremente: las décimas de PIB que se evaporarían si acabáramos así con el tráfico de esclavos.

Los vicios de Mandeville y los esclavos sin tarjetas negras