viernes. 29.03.2024
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En medio de ese vendaval de sinsabores, el Talgo continúa siendo el tren que conecta a Murcia con las otras grandes capitales del país. Un vestigio (modernizado) de los años ochenta y noventa

@JohariGautierHay una región de España que sigue a la espera del AVE. Una capital de autonomía que desconoce los cambios que suponen estas siglas, y por lo tanto que sigue ajena al mayor cambio de infraestructura y de movilidad que ha conocido el territorio nacional en las últimas décadas. Esa ciudad es Murcia. 

La necesidad y la angustia no surgen de la nada. Es el resultado del peor de los males: la corrupción. Ella, con su entramado de medias verdades, se ha llevado una buena parte de los fondos destinados a esta gran ilusión de progreso. Desfalco tras desfalco la ciudad se ha quedado sin nada y así es como, muchos años después de un progreso anunciado, Murcia sigue a la espera del tren del futuro, o del presente, aquel que une a las ciudades en el tiempo que requiere la modernidad. 

En medio de ese vendaval de sinsabores, el Talgo continúa siendo el tren que conecta a Murcia con las otras grandes capitales del país. Un vestigio (modernizado) de los años ochenta y noventa. Un monumento de la bella época en que el tren reinaba por encima de todo y pese a todo. Es un fiel testigo de una época en que las inversiones llegaron a sobreponerse a la codicia humana. Es también el espejismo de un trabajador incansable que recorre las vías del sur del país con un perfil bajo, sin mucho alarde pero con la experiencia y la eficacia que le otorgan la veteranía. De vez en cuando, tose, se enferma, pero enseguida se repone. La robustez y la paciencia del Talgo son legendarias. La de sus viajeros también.

La corrupción es el mal que lo devora todo. Hasta el mismo sistema que la ha permitido.

Recorrer los 587 kilómetros del trayecto entre Barcelona y Murcia supone siete horas de viaje, mientras que los 624 kilómetros que separan Barcelona de Madrid sólo requieren 2 horas y media en AVE. Con este prisma desconcertante, el tiempo vuelve a tener una textura palpable. El viajero no tiene más remedio que apreciar el valor de cada minuto y observar cómo un día se alarga. Son horas extensas en que el paisaje desfila invariablemente por las ventanas de unos vagones impasibles. La falta deWifi convierte el tren en una isla flotante. Una isla que se mueve sobre raíles, siguiendo el trazado de la costa mediterránea. Los viajeros, silenciosos (o quizás resignados), forman en ese territorio móvil una comunidad unida por un viejo sueño: el de desplazarse de un punto a otro con la comodidad y la velocidad que ofrece el tren.  

- Buenos días, su billete por favor -pregunta el revisor tras abrirse la puerta del coche con ese sonido de vapor inconfundible-. 

La sensación de viajar en otros tiempos se recrudece. No por el hecho de que alguien revise el billete, sino porque quien revisa el billete sigue pareciéndose al revisor de toda la vida: aquel que acoge y saluda, controla y se pasea de un lado a otro del tren con una carpeta en la mano, como si el tren fuera suyo. Es cierto que el Talgo del nuevo milenio se distancia mucho del primer Talgo que diseñó Alejandro Goicoechea en los años 40 del siglo XX, y también del famoso Talgo III que recorrió las vías de España durante cuatro décadas entre 1968 y 2010 (porque ya no queda nada de esos famosos vagones-literas, o de esos asientos rígidos y angostos), pero, ante la aparición del AVE y de todo lo que conlleva en materia de comunicación o movilidad, el Talgo se ha convertido en una reliquia. Una estampa de lo que era el tren en su época más popular.

Viajar en Talgo es aceptar otro ritmo. Es entrar en modo lento. Algo así como ir a un restaurante Slow Food. La comparación no es exagerada: el Talgo es un Slow train en el que la vida se engalana de recuerdos y reflexiones, donde las discusiones se tiñen de nostalgias o frustraciones modernas. Por falta de Wifi, y cansado por las persecuciones de una película americana que exhiben las pantallas del vagón, el viajero decide adentrarse en ese libro que lleva consigo en la mochila. El tren es el reino de la lectura. El espacio anhelado para la novela o el periódico, incluso ese periódico de ayer que padece el desprecio de aquellos que van con prisas y sólo viven el instante. 

La incomunicación tiene sus límites y ese viajero que durante un momento celebró el estar recluido en una isla rodante ahora se pregunta: ¿Por qué no invierto nunca en un plan de datos? Sí, el plan de datos es el modo de viajar actual. Es el complemento tecnológico de todo viaje anacrónico. Así pues, impelido por la necesidad de saber lo que ocurre a su alrededor, el viajero desenfunda su teléfono móvil, recorre su agenda y se detiene ante el nombre de un contacto de confianza, un amigo susceptible de ayudarle.

- La cosa pinta mal -le explica una voz agitada en el teléfono-. Puigdemont acaba de irse a Bruselas. ¡Va a solicitar asilo! 

La noticia zarandea al viajero. No entiende cómo una locura que inició a principios de septiembre con el anuncio de un referéndum votado de manera ilegal puede llegar a estos límites. Cataluña está ad portas de la secesión. Es una consecución de despropósitos que avanza demasiado rápido para un tren de otro siglo. ¿Y cómo entender que esto ocurra en la Europa de la estabilidad, del progreso, y del bienestar económico?    

La conversación telefónica se ve continuamente interrumpida por los túneles. Ésta es otra realidad del Talgo: las llamadas se ven afectadas por la velocidad del tren, la infraestructura y la geografía. No hay llamada que resista el paseo. Cansado de intentar comentar la noticia con el mismo contacto, el viajero se impone como tarea entender lo que no tiene explicación. ¿Cómo un hombre político destituido a consecuencia de un artículo de la constitución puede lanzarse en una aventura europea con tintes de viaje a la luna o de huida escabrosa al oeste? El esperpento está servido.

En la cafetería la calma vuelve a imponerse. En este lugar ubicado en la delantera del tren se encuentra la gente, el ruido y la palabra. Aquí se deslían las lenguas. Éste es el lugar para hablar, para conectarse a una red social natural (de aquellas que siempre existieron). Nada de Wifi.

- Buenos días, señor. ¿Desea pedir algo? -pregunta una señora detrás del bar con un dulce acento andaluz-.

El bocadillo de tortilla de patata es una delicia que une a toda España. El bar del Talgo lo reivindica desde hace décadas y esa verdad se mantiene incólume como el primer día. Sin embargo, el viajero tiembla por esa España que se estremece, que convulsiona, que ha perdido los estribos y que ya no sabe cómo escucharse. Entonces, se esfuerza en contactar a otro amigo para profundizar en la noticia. La llamada se inicia, pero vuelve a cortarse. El hombre abandona. Es imposible dialogar en estas condiciones y lo mismo parece suceder en la península ibérica donde cada uno se deja guiar por su agenda, sus arrebatos, sus túneles y laberintos. 

Subirse a un Talgo ayuda a asimilar la realidad española, pero no permite alcanzarla. El tiempo juega en contra. Es como estar en un barco en pleno océano, en medio de la nada, y recibir las noticias con un tiempo de atraso, y tener que aceptarlas con resignación. El Talgo parece tan lejos de todo. De Barcelona, de Madrid y de Murcia.

De repente entran en ese bar dos individuos. Son dos periodistas que vienen de cubrir el “Desafío catalán” (como lo titula El País en su portada digital) y la reciente aplicación en Cataluña del artículo 155 de la constitución. Están de regreso a su casa, pero, por muy informados que parezcan, ellos no acaban de entender lo que ocurre. Comentan las novedades con el vivo interés de dar sentido a lo más absurdo.  

- Cualquier novela que hubiese tratado este tema hace unos meses habría sido tildada de Ciencia ficción -explica el primero-.  

En la conversación se destaca un raciocinio literario. Son ajenos a la realidad del Talgo, o quizás sean dos personajes profundamente arraigados a él. En ese intercambio de impresiones se impone la idea de que los políticos se han mostrado increíblemente indecentes, peligrosamente recursivos y creativos para lograr sus fines. Han llevado la tensión más allá de las esferas a las que debían limitarse, portándose como personas suicidas que desconocen cualquier norma. Y por otro lado está la narrativa que se ha quedado como el Talgo: atrás, quieta, pálida y pasmada. Sin adjetivos.

- El reto ahora es enorme -trata de concluir el segundo mientras abre una lata de cerveza-. Toca primero recobrar la sensatez, y luego, reconstruir este mundo al revés desde la palabra. ¡Y sin acciones temerarias!

Ante esas bellas palabras, el otro responde con aplomo:

- Simplemente, ¡hay que ponerle fin a tanta corrupción!   

La corrupción es el mal que lo devora todo. Hasta el mismo sistema que la ha permitido. En el bar todo parece irreal. El viajero lo percibe todo en blanco y negro, como si estuviese ante una vieja película que se repite una y otra vez. El paisaje desfila de manera invariable por las ventanas del vagón sobrevolando el ruido de los raíles. El Talgo es una burbuja. El Talgo se cree un AVE.

Viajar en Talgo mientras España se estremece