jueves. 25.04.2024
Terry
Terry

“Solo es digna de ser vivida la vida que se vive para los otros”.
(Albert Einstein)


No me considero una persona encerrada en “su torre de marfil”, desvinculado de los problemas reales del mundo, dedicado a divagar en un lenguaje abstracto o metafísico sobre cuestiones que no preocupan a nadie. Al contrario; tal vez de forma discutible, pero sincera, suelo abordar temas sobre los que considero necesario e inevitable pensar. Cuando abrimos el periódico, los interrogantes morales saltan de sus titulares y se nos cuelgan del alma. Y, por incómodo que resulte, no nos queda más remedio que asirlos y reflexionar sobre ellos. Hoy mi artículo tiene un objetivo mucho más personal, más íntimo: la pérdida de mi perra Terry. En el largo recorrido de mi vida, camino de 83 años, con no pocas y muy diferentes experiencias, cargado de muchas dudas y pocas certezas, alejado de cualquier fe religiosa y desde mi racional opinión, desconfío de ingenuas esperanzas; no creo ya ni en biblias ni en libros sagrados cuyo origen dudo de que posean inspiraciones divinas; aunque sus creyentes los consideren enseñanzas directas de sus dioses, con el respeto que merecen, ningún libro tiene el monopolio de la verdad; en cualquier caso, siendo asiduo lector, pues leer es viajar por mundos diversos que enriquecen la mente abriendo ventanas con distintos paisajes, ningún libro puede conseguir nada si, al leerlo, no entusiasma, si no toca la fibra sensible en sus lectores. Entre otros muchos libros, ese entusiasmo, esa fibra sensible sí la he conseguido leyendo a Carl Safina.

Neoyorkino y reconocido conservacionista marino, Safina desarrolla su investigación en el ámbito del comportamiento, el pensamiento y las emociones de los animales no humanos. Entre sus publicaciones, su última obra, titulada “Mentes maravillosas. Lo que piensan y sienten los animales”, entrelaza décadas de observaciones con nuevos y sorprendentes descubrimientos sobre el cerebro; en ella ofrece una visión íntima de la conducta de los animales suprimiendo las clásicas fronteras que, hasta ahora, desde Aristóteles, separaban los seres humanos del resto de animales. Quienes lean su libro, pueden viajar desde el Parque Nacional de Amboseli en Kenia, donde las manadas de elefantes luchan para sobrevivir a la caza furtiva y la sequía, pasando por el Parque Nacional Yellowstone para observar cómo gestionan los lobos la tragedia personal de una manada, hasta sumergirnos finalmente en la asombrosa y pacífica sociedad de las orcas que viven en las cristalinas aguas del Pacífico Noroeste. 

Safina en esta maravillosa obra nos ofrece una visión iluminadora de las personalidades únicas de los animales a través de historias extraordinarias sobre sus alegrías y penas, sus tristezas y celos, su ira y su amor. Y subrayo “su amor” porque considero que hay muchas formas de entender e interpretar esta manida palabra, y desde la perspectiva de la entrega incondicional y generosa, el amor de un perro por quien le ha acogido y con él convive, como ha sido mi experiencia, primero con Jara, “la Tiki-Tiki” y ahora con Terry, es total. Con cierta ironía, no carente de verdad en la metáfora, tu perro o perra “nunca te mira ni te valora por tu cartera”. No pretendo ni polemizar ni dividir la opinión de nadie, no es mi intención. Mi único deseo es aportar en estas palabras unos sentimientos que me trascienden y contribuir a una reflexión superior. Sé que comparto el sentimiento de miles de ciudadanos anónimos que, como yo, en el dolor de una ausencia inevitable, en mi caso, la de Terry, han dicho adiós a sus mascotas; ciudadanos que, sin lenguaje filosófico ni razonamientos antropomórficos o zoomórficos, han amado a su mascota como a uno más de la familia; a veces más. Tampoco pretendo polemizar con quienes creen que sólo el hombre es semejante a Dios y que los animales solo son seres desprovistos, por tanto, de razón y sentimientos. Me identifico con lo que escribe Safina en su libro; considero un error histórico que todos los animales que existen en nuestro universo, desde luego los perros, por ejemplo, han nacido para el servicio y capricho del mundo de los seres humanos; millones de ciudadanos reconocemos que nuestro planeta es de todos, también de los animales, y que la tierra, nuestro planeta, no es una hacienda que puede ser depredada y saqueada a capricho del hombre, “él no es el dueño y señor de la creación”, como muchos, desde su visión antropocéntrica o religiosa creen. Millones de ciudadanos queremos promover una ética universal que nos alerte e impulse a sentir que dañar a otros seres, de cualquier especie, es un delito y que, como nosotros, desean evitar el dolor y obtener algún placer por el simple hecho de existir y vivir.

Sé que comparto el sentimiento de miles de ciudadanos anónimos que, como yo, en el dolor de una ausencia inevitable, en mi caso, la de Terry, han dicho adiós a sus mascotas

Quien lo lea, sin los prejuicios de reconocerse una especie superior, encontrará la gran similitud entre las conciencias humana y no humana, el conocimiento de uno mismo y descubrirá cómo la empatía hacia ellos nos lleva a reevaluar el modo sobre cómo interactuamos con ellos y cómo llegamos a quererlos. Con razones convincentes Safina argumenta que, así como nosotros pensamos, sentimos, usamos herramientas y expresamos emociones, otras criaturas y otras mentes, a las que, en un colectivo indiferenciado llamamos animales, con los que compartimos el planeta, también lo hacen. Pero, desde la evidencia y la experiencia, en mi duelo actual por la irreparable e inesperada pérdida de  Terry, esa entrañable compañera, maltratada por su antiguo dueño y recogida de El Refugio (El Espinar, Segovia), con casi 9 años, con la que he compartido la vida durante más de cuatro años, los más felices para ella y muy felices para mí, con mis sentidas reflexiones en un necesario duelo, quiero destacar la fiel cercanía de los perros, esas “mascotas” a las que llegamos a amar y que tan felices nos hacen; ellos han desarrollado una inteligencia social extraordinariamente rica a medida que se han adaptado a vivir y a convivir con nosotros. Todas las cosas que amamos de nuestros perros, la alegría que parecen tener en nuestra presencia, las muchas formas en que se integran en nuestras vidas, surgen de esas habilidades sociales que poseen y les caracterizan. Cada vez son más numerosos los estudios que desentrañan los misterios de las capacidades y emociones de estos entrañables compañeros. ¡Que duro resulta a veces aceptar lo inevitable…! De ahí que dedique estas personales e íntimas reflexiones a quienes sus mascotas iniciaron ya ese viaje de ida que no admite regreso, a cuantos han cambiado su forma de pensar con el fin de apostar por los derechos y contra el maltrato y abandono de los animales, a todos los que intentan hacer posible que la fuerza de la razón ética puede vencer el orgulloso egoísmo de la especie humana.

Los seres humanos y los perros llevamos miles de años compartiendo nuestras vidas; el resultado es que hemos acabado por establecer una relación interespecífica muy especial que, sin duda, nos ha beneficiado a ambos. Nadie duda que entre ambos hay muchas diferencias, pero también compartimos muchas cosas en común: somos especies sociables que vivimos en comunidad y necesitamos relacionarnos con otros individuos y comunicarnos con ellos. Si los humanos nos comunicamos a través del lenguaje hablado, los perros, si han tenido una socialización adecuada, lo hacen a través de una serie de señales universales que todo perro es capaz de entender; es la conclusión a la que, tras años de observación y documentación sobre las señales corporales que utilizan los perros cuando interactuaban entre ellos, ha llegado la especialista noruega en comportamiento canino Turid Rugaas en su libro “El lenguaje de los perros: las señales de calma”, mundialmente conocido. El problema es que nosotros, muchas veces, no llegamos a percibir las señales que emiten y, por lo tanto, no comprendemos lo que nos quieren decir. Ellos nos observan constantemente y, aunque no entiendan todas las palabras que decimos, sí que aprenden bien a interpretar nuestro lenguaje no verbal, el tono de nuestra voz, nuestros gestos, nuestros estados de ánimo… La conclusión es que ellos nos conocen mejor que nosotros a ellos.

Si los humanos nos comunicamos a través del lenguaje hablado, los perros, si han tenido una socialización adecuada, lo hacen a través de una serie de señales universales

Cada vez son más los hallazgos científicos que demuestran que los animales tienen lenguajes ricos y complejos con reglas estructurales que les permiten diseñar estrategias, dar consejos, mostrarse amor. Los seres humanos y los perros llevamos miles de años compartiendo nuestra vida hasta establecer una relación interespecífica muy especial que, sin duda, ha beneficiado a ambos; poseemos demasiadas cosas en común; somos especies sociables que vivimos en comunidad y necesitamos relacionarnos con otros individuos y comunicarnos con ellos. Si los humanos nos comunicamos, mayormente, a través del lenguaje hablado los perros lo hacen a través de una serie de señales universales que todo perro que haya tenido una socialización adecuada es capaz de entender. Es lo que sostiene la filósofa holandesa Eva Meijer en una fascinante exploración titulada Animales habladores. Sostiene que los animales hablan, el problema es que nosotros no los escuchamos. Para Meijer los animales se comunican entre sí y con nosotros; en su estudio analiza y revela su vida social secreta y sorprendente, hasta cuestionar la jerarquía entre los humanos y el resto de criaturas y propone una nueva forma de entender su lenguaje. Su trabajo y el de tantos otros investigadores están llegando a convencer y satisfacer la curiosidad de los millones de personas que amamos a nuestros perros. Alexandra Horowitz, científica cognitiva en su obra “Inside of a Dog”, explica cómo los perros perciben su mundo diario, entre ellos y ese otro animal peculiar, que llamamos “el ser humano”. Curiosa por convencernos de la extraordinaria cantidad de información que perdemos, nos propone la experiencia de descubrir aquello que está ante nosotros y que apenas llegamos a reparar en la cantidad de detalles que estando ante nuestros ojos simplemente pasan desapercibidos. Ella nos presenta las habilidades perceptivas y cognitivas de los perros.  En “Inside of a Dog” lo explica de una manera sorprendente. Con el peso y la fuerza de la ciencia, Alexandra Horowitz examina al animal que comparte nuestra vida, que creemos conocerlo, pero que en realidad los comprendemos poco. Como ella dice: “se piensa con mucha frecuencia en los animales, pero apenas con los animales”. Pensar con ellos podría parecer algo utópico, espiritual o vagamente antropomórfico, pero no tiene por qué serlo; es bien sabido que el lenguaje nos brinda acceso a lo que otros piensan y, a su vez, es un modo de mostrarles lo que nosotros pensamos. El hecho de pensar y hablar con los animales, en especial con lo perros, engloba dos dimensiones: enseña a los humanos a entenderlos mejor y ofrece una base para entablar nuevas relaciones para convivir con ellos. Para averiguar lo que ellos quieren no basta con estudiarlos, debemos hablar con ellos. ¿Cómo? cuestionando la distante jerarquía entre los humanos y los demás animales, cuando los humanos comencemos a ver a los animales de otro modo. Los que convivimos o hemos convivido con ellos, desde mi experiencia con perros, hablar con ellos requiere asimismo una nueva forma de pensar en el lenguaje; su lenguaje y la comprensión del nuestro es más amplio y más rico de lo que pensamos, pues, además de nuestras palabras humanas, existen otras muchas maneras de expresarnos significativamente.

Peter Singer ha sido uno de los primeros filósofos contemporáneos en argumentar de forma sistemática que aquellos que se oponen al sufrimiento humano deberían oponerse igualmente a que se les inflija sufrimiento a los animales. Su obra, “Liberación animal”, constituye, en el fondo, un intento de poner en marcha una cruzada contra la crueldad y el dolor injustificados; una cruzada al final de la cual debería haber cambiado nuestro modo de contemplar a los animales y, con ello, el modo de contemplarnos a nosotros mismos. Sus reflexiones son un intento de que es posible creer que la fuerza del razonamiento ético y los valores pueden vencer al egoísmo de nuestra especie, una especie, la humana, que atenta contra la propia dignidad humana cuando es capaz de favorecer la discriminación entre los seres humanos por motivos de raza, color u origen étnico. Con la verdad objetiva de la ciencia bien dijo Darwin, en contra de Aristóteles, que la diferencia entre el hombre y los animales es en grado evolutivo y no en especie. En La edad de la empatía, una esclarecedora y fascinante exploración de la naturaleza humana, explicada por un primatólogo de fama internacional, Frans de Waal, analiza la larga historia evolutiva que este sentimiento, la empatía, tiene a sus espaldas y aclara, con numerosos ejemplos tomados del mundo animal, que la sintonía con los demás, la coordinación de actividades, el cuidado de los necesitados y la compasión que nos mueve a preocuparnos por los demás no son, en absoluto, una exclusiva de la especie humana.

Para averiguar lo que ellos quieren no basta con estudiarlos, debemos hablar con ellos. ¿Cómo? cuestionando la distante jerarquía entre los humanos y los demás animales

Pero ni Carl Safina, ni Eva Meijer, ni Alexandra Horowitz, ni Turid Rugaas, ni Peter Singer, ni Frans de Waal, en sus atinadas obras y certeras reflexiones, son capaces de llegar a describir los sentimientos personales, la pena de ausencia de que quien ha tenido que decir “adiós” a su mascota, con la que ha compartido gran parte de su vida. Así lo expresa y nos lo regala en su libro “La mirada de Humilda” el escritor colombiano Alonso Sánchez Baute, al que una pequeña perra le transformó la vida. En su libro retrata la fuerza de la amistad: cómo estos animales que para muchos pasan desapercibidos en el trasiego de la historia de la humanidad, para otros, en su encuentro y convivencia, nos cambian para siempre y que, como ocurre en la vida de todos los seres vivos, en el marco de la inevitable realidad, debemos irremediablemente despedirnos. Lo cierto es que es un asunto muy personal y emocional con el que tarde o temprano deberemos enfrentarnos. 

Enfrentarnos a él supone reconocer y asumir que se pasará por estados internos dispares y confusos, afectos legítimos que forman parte del bagaje con el que contamos para superar esta inevitable adversidad. Es este el momento que requiere invertir el mayor esfuerzo emocional, en el que surgen niveles de tristeza y ansiedad personalmente relevantes. Y ahí comienza el necesario duelo. ¿Cómo?, ¿huyendo, aislándonos, acariciando el dolor en la soledad? No se puede huir de todo embarcados en la tristeza de los recuerdos. Olvidar a quien ha compartido tan felices momentos con nosotros, sería una traición. Por eso escribo estas reflexiones para que no desaparezca de mi memoria la vida tan feliz compartida con ella, con Terry, esa entrañable compañera, recogida de El Refugio. El duelo, como la muerte misma, le da sentido a la vida y en la hondura serena del recuerdo, al final, se va alcanzando la tranquilidad. La mirada sosegada de Terry, su dulce y serena cercanía, al despedirse demasiado pronto, cuando aún nos quedaba tanto tiempo por compartir, me mantiene en un duelo necesario. Decía Alexander Hubbleton que “el hombre es un animal racional, pero no un animal razonable”; y no le faltaba razón al ver cómo tantos humanos son tan poco razonables que se niegan a admitir que los animales sean dignos de ser amados, de poseer derechos, propiciando que el hombre, algunos hombres, demasiados, cometan crímenes contra ellos y, por ende, contra la naturaleza que con ellos compartimos; unos actos censurables que se deben imponer, férrea y disciplinariamente, como pide la Declaración Universal de los Derechos de los Animales, aunque sólo sea, con el noble objetivo de que las generaciones venideras tengan claro quiénes son los seres que, creyéndose racionales, se comportan  de  forma irracional.

Puesto que tanto se acude a leyes y a declaraciones universales cuando a ciertos poderes e instituciones interesa conducir a los ciudadanos, antes de desarrollar brevemente las razones de mi duelo, considero necesario recordar algunas leyes y declaraciones o que no conocemos, o que hemos olvidado, pero que no practicamos:

Tras la 3.ª reunión sobre los derechos de los animales, celebrada en Londres entre el 21 y 23 de septiembre de 1977, fue aprobado el texto definitivo de la Declaración Universal de los Derechos del Animal por la Liga Internacional de los Derechos del Animal y las Ligas Nacionales afiliadas. Asimismo, fue proclamada y aprobada el 15 de octubre de 1978, la Declaración Universal de los Derechos de los Animales por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación la Ciencia y la Cultura (UNESCO), y posteriormente por la Organización de las Naciones Unidas (ONU), con un preámbulo que bien lo explicita: 

  • Considerando que todo animal posee derechos,
  • Considerando que el desconocimiento de dichos derechos ha conducido y sigue conduciendo al hombre a cometer crímenes contra la naturaleza y contra los animales,
  • Considerando que el reconocimiento por parte de la especie humana de los derechos a la existencia de las otras especies animales, constituye el fundamento de la coexistencia de las especies en el mundo,
  • Considerando que el respeto hacia los animales por el hombre está ligado al respeto de los hombres entre ellos mismos,
  • Considerando que la educación debe enseñar, desde la infancia, a observar, comprender, respetar y amar a los animales,

SE PROCLAMA LO SIGUIENTE: 

Artículo 1º: Todos los animales nacen iguales ante la vida y tienen los mismos derechos a la existencia.

Artículo 2º: a) Todo animal tiene derecho al respeto. b) El hombre, en tanto que especie animal, no puede atribuirse el derecho de exterminar a otros animales o de explotarlos violando ese derecho. c) Todos los animales tienen derecho a la atención, a los cuidados y a la protección del hombre.

Artículo 3º: a) Ningún animal será sometido a malos tratos ni a actos crueles. b) Si es necesaria la muerte de un animal, ésta debe ser instantánea, indolora y no generadora de angustia.

Artículo 5º: a) Todo animal perteneciente a una especie que viva tradicionalmente en el entorno del hombre, tiene derecho a vivir y crecer al ritmo y en las condiciones de vida y de libertad que sean propias de su especie. Artículo 6º: a) Todo animal que el hombre ha escogido como compañero, tiene derecho a que la duración de su vida sea conforme a su longevidad natural. b) El abandono de un animal es un acto cruel y degradante.

Artículo 10º: a) Ningún animal debe ser explotado para esparcimiento del hombre. b) Las exhibiciones de animales y los espectáculos que se sirvan de animales son incompatibles con la dignidad del animal.

Artículo 11º: Todo acto que implique la muerte de un animal sin necesidad es un biocidio, es decir, un crimen contra la vida.

Artículo 14º: b) Los derechos del animal deben ser defendidos por la Ley, como lo son los derechos del hombre. 

Somos muchos los ciudadanos que queremos promover una ética universal que nos alerte e impulse a sentir que dañar a otros seres, de cualquier especie, es un delito y que ellos, como nosotros, desean evitar el dolor y obtener algún placer por el simple hecho de existir y vivir. Para los amantes de los animales que tenemos ya experiencia, la pérdida de una mascota supone un pesar profundo semejante a la pérdida de un ser querido. La gestión del dolor por la pérdida de un ser querido no es un proceso ni rápido ni sencillo. La experiencia enseña que, pese a haber transcurrido semanas o meses, los sentimientos respecto a su ausencia generen un dolor difícil de sobrellevar. El duelo por la pérdida de un ser querido exige un proceso de reconstrucción, un complicado camino que nos vaya permitiendo gestionar, sin olvidar, la adaptación a la pérdida. Es una situación compleja, irreductible a términos objetivos, pes cada uno debe saber gestionar su necesario duelo.

Somos muchos los ciudadanos que queremos promover una ética universal que nos alerte e impulse a sentir que dañar a otros seres, de cualquier especie, es un delito

Es imposible no sentir dolor cuando muere un ser, como Terry, que te ha dado tantas alegrías, al descubrir en ella valores que no conocías en seres humanos. Estos cuatro años que hemos compartido son una de las historias personales más intensa y enriquecedora que he vivido. En días de necesario duelo no hay un solo recuerdo en el que ella no se haga presente; su ausencia me hace más presente el recuerdo de tantos lugares y caminos que hemos recorrido juntos. Era un reloj; me recordaba las horas exactas en las que teníamos que salir a pasear, en especial, las largas caminatas matutinas en la tranquilidad mañanera por el Templo de Debod, el Parque del Oeste o las nuevas posibilidades de la Plaza de España hasta la Almudena, incluidos los Jardines de Sabatini… Recuerdo los días primeros de la pandemia en los que apenas ella y yo subíamos solos desde la Plaza de España por la solitaria Gran Vía, caminatas sólo permitidas a dueños de mascotas. Si esas caminatas no eran amor de compañía, se me desdibuja el significado del mismo. Donde yo iba, ella me seguía… Me gustaba acariciarle la nuca recorriendo el denso pelaje de sus orejas, negro cuando la recogí, ya canoso con los años. Hay seres cuya alma es como una ventana llena de sol a la que uno se quiere asomar de continuo; esa ventana era Terry. Me repito de continuo que tenía que haber vivido más tiempo, se lo merecía: era feliz y hacía felices a cuantos a ella se acercaban… Y ahora, ¡qué gran vacío! Se ha ido sin un gemido, sin un reproche, dulce y amorosa como siempre fue. ¡Cómo no la voy a recordar! Para consolar mi pena quienes han conocido a Terry me repiten con cercana empatía: ¡Jesús, tienes que estar agradecido; Terry ha compartido contigo los mejores cuatro años de su vida y de tu vida! Y qué razón tienen. 

Hace algunos meses José María Manzano Callejo, en Nueva Tribuna, escribía un magnífico artículo sobre el duelo cuando nos dejen nuestras mascotas. En él hacía referencia al tratamiento aportado en este campo por el doctor en Psicología William Worden sobre cómo debemos afrontar el proceso de la pérdida de alguien a quien queremos. Decía Manzano que “no hay amor sin duelo”, ya que el duelo es un proceso de reconstrucción, un necesario camino que nos permite recorrer la adaptación a una pérdida que, inevitablemente, hasta que no se pasa por ella, no se puede llegar a entender “su finalidad curativa”. El duelo como experiencia de dolor, lástima o tristeza, se manifiesta de diferentes maneras con ocasión de una pérdida de algo o alguien con gran valor significativo. La muerte de un animal de compañía, de una mascota, a quienes hemos tenido esa dolorosa experiencia, nos afecta de forma intensa; los sentimientos que cada uno experimenta a raíz de esa pérdida son muy personales, pues la gestión de los mismos y el duelo consiguiente cada uno la vive de forma diferente dependiendo del vínculo afectivo y las experiencias compartidas con nuestra mascota, en mi caso, con la adorable “negrita” Terry. 

La muerte de un animal de compañía, de una mascota, a quienes hemos tenido esa dolorosa experiencia, nos afecta de forma intensa

William Worden, al tratar sobre el duelo necesario cuando nos ha dejado alguien que ha compartido parte de nuestra vida desde el amor, nos aporta una serie de reflexiones que ayudan a entender este inevitable proceso: ser capaces de trascender la dureza de la muerte, pero manteniendo en lo posible la capacidad de continuar siendo felices. Es una experiencia compleja, irreductible a términos objetivos que sean aplicables a todos. El autor propone un modelo de cuatro fases en las que se da cabida a una extensa individualidad y en las cuales la persona deberá llevar a cabo una serie de funciones dirigidas a avanzar en su camino por integrar a nivel emocional el recuerdo y la ausencia del ser querido.

Después de la pérdida de Terry, si quiero evitar una negativa tristeza, debo realizar un proceso de duelo en cuatro fases o tareas que hay que atravesar: 

a) Aceptar su pérdida no negando lo que irremediablemente ya ha ocurrido. 

b) Asumir el duelo tomando conciencia de su ausencia y compartiendo el dolor con los que, conociendo a Terry y conociéndome a mí, sabrán comprender ese dolor. 

c) Adaptarme a una nueva vida en la que Terry ya no está y empezar a integrar lo que significa recordar lo feliz que he sido con ella. 

d) Reubicar emocionalmente e integrar su recuerdo en mi propio día a día, redefiniendo nuevas formas de vivir con su ausencia. 

De lo que sí estoy seguro, aunque no lo recomiende William Worden, es que adoptaré una nueva mascota que, como Terry, rescatada de un abandono y maltrato, comparta conmigo esa necesaria vida feliz a la que los animales como los seres humanos tenemos derecho, cumpliendo en ella lo que expresa esta frase atribuida a Séneca: “Ad augusta per angusta”, que, en libre traducción, significa, “llegarás a tener una vida feliz, aunque la hayas iniciad en la dificultad”.

Me repugnan y producen indignación moral los que maltratan a los animales, los matones sin escrúpulos, los cazadores por placer. Considero que quienes así actúan, y encima disfrutan, representan un caso paradigmático de sórdida inmoralidad. Gran parte de mi vida la he dedicado en la conquista de las libertades democráticas y en defensa de los derechos humanos; hoy, defender los derechos de los animales no es nada más que una prolongación lógica y obligada de aquellas antiguas inquietudes. Hay estímulos que disparan la simpatía y la compasión, y uno de ellos era la alegría que Terry manifestaba al verme llegar a casa moviendo feliz su cola mientras la acariciaba. Y eso en ella era continuo. Su sonora y comunicativa alegría llenaba toda la casa… Y ahora, ¡qué enorme vacío! Se ha ido sin un gemido, sin un reproche, dulce y amorosa como siempre fue. ¡Cómo no la voy a recordar! Por eso, querida Terry, nunca te diré ¡adiós! 

Un duelo necesario