jueves. 28.03.2024

La confusión, a menudo interesada, entre el desprestigio de la clase política y la actividad política como tal entraña graves riesgos para el futuro democrático de las sociedades occidentales.

La idea de que cualquier iniciativa o propuesta que venga del mundo de la política para abordar los graves problemas que nos aquejan, es una iniciativa contaminada en origen y merecedora de la mayor de las desconfianzas, es una idea que está arraigando con fuerza en el conjunto de la sociedad.

Los comportamientos durante las tres últimas décadas de una parte nada desdeñable de la clase política, están en el origen de este estado de cosas. Comportamientos relacionados con una corrupción creciente y generalizada y, con el uso de las instituciones en beneficio propio en función de las cuotas de poder que se ostentan en cada momento.

En descargo de quienes albergamos una desconfianza cada día mayor hacia esos comportamientos, hay que decir que la usurpación que la clase política está haciendo de las instituciones está llegando a niveles insoportables y poniendo en riesgo la democracia misma.

El peligro radica en deducir que es tal el desprestigio de las instituciones del Estado que sería mejor su desaparición, en vez de proclamar que las instituciones son imprescindibles para la convivencia democrática, inseparables del progreso y la justicia social, y que lo que urge, es exigir la reparación del prestigio perdido.

La más rabiosa actualidad pone de manifiesto alguno de los peligros señalados, basta contemplar los cambios legales inminentes que prepara el gobierno para la renovación de los vocales del CGPJ.

El uso abusivo e irresponsable que los partidos políticos con representación parlamentaria vienen haciendo de su prerrogativa legal para la elección de una parte de los vocales del Consejo, así como de otras Instituciones, Tribunal Constitucional, Consejo General de RTVE, por poner algunos ejemplos, ha desprestigiado al Parlamento, porque ha convertido al órgano judicial y al resto de Instituciones, en una prolongación del status quo de la Cámara en función de las mayorías que la componen en cada momento.

Por no hablar de cuando esos mismos partidos utilizan de forma vergonzante sus mayorías parlamentarias para impedir que sea precisamente en el Parlamento, sede de la soberanía popular, donde se rindan cuentas a los ciudadanos de decisiones políticas trascendentales para el futuro del país. Recientemente se impidió la comparecencia del Presidente del Gobierno, para explicar a los españoles las razones por las que había que solicitar un rescate a Europa nada menos que de 100.000 millones de Euros, lo mismo que se impidió la comparecencia de los responsables del desastre de Bankia para explicar las causas que han motivado la intervención de la entidad con 23.000 millones de euros por parte del Estado, para salvar al país de una inminente quiebra de su sistema financiero.

Las mayores fechorías se perpetran al amparo de suponer que el tiempo político es un tiempo tan largo que los atropellos de ahora caen en el olvido mucho antes de volver a comparecer ante los ciudadanos.

Pero la desconfianza en el Parlamento, como consecuencia de la actuación de sus diputados, no puede servir de coartada para sustraerle su capacidad constitucional de intervenir en la elección de los órganos de control de los distintos poderes del Estado, de ser así la calidad democrática se resiente y se confunde peligrosamente las Instituciones con sus ocupantes circunstanciales.

Sin embargo, el mal está hecho y todo el mundo se apresta a recibir la noticia del cambio de criterio para la elección de los vocales del CGPJ que prepara el ministro de justicia, que los jueces se elijan así mismos, con entusiasmo generalizado. Sin advertir que lo que realmente está en juego es la pervivencia misma de la actividad política, una actividad que como declarara Aristóteles ha de estar “orientada por valores de orden y equilibrio social”.

Urge devolver la confianza en las Instituciones y eso requiere en primer lugar ponerlas a salvo, o lo que es lo mismo impedir por cauces democráticos que permanezcan tantísimo tiempo, cuatro años, en las mismas manos. Las mayores fechorías se perpetran al amparo de suponer que el tiempo político es un tiempo tan largo que los atropellos de ahora caen en el olvido mucho antes de volver a comparecer ante los ciudadanos. Esta máxima, una semana en política es una eternidad, ha llevado al ejercicio de acción política a sus mayores cotas de desprestigio.

La velocidad a la que se producen los acontecimientos económicos, políticos y sociales, exige que los dirigentes políticos se sometan al juicio de los ciudadanos con mucha más frecuencia, para que podamos reprobar comportamientos que se alejen del interés general y solo responden a intereses partidistas.

La vida hoy, desgraciadamente, niega que cualquier actividad humana tenga la oportunidad de ser vivida como un proceso, si se les niega a millones la posibilidad de tener una profesión y ejercerla algo más que unas horas al día, o unos días al mes, o unos pocos años a lo largo de su trayectoria laboral. Si esto es así, ¿por qué la clase política ha de tener el privilegio de gozar del valor del tiempo?

Tiempo y política, una relación perversa