viernes. 19.04.2024
quer

Existe una pluralidad analítica y teórica sobre lo queer. En el plano descriptivo, la propia palabra ha ido adquiriendo distintos significados. En su sentido literal inicial significa lo raro, extraño o no habitual. Hasta mitad del siglo XX se utilizaba para designar a las personas homosexuales de forma despectiva (maricón, bollera). Pero a partir de las décadas de los sesenta y setenta, con los procesos de liberación sexual y orgullo gay, fue tomando un significado positivo y de afirmación de los grupos homosexuales de gais y lesbianas. En una acepción amplia se refiere a las personas distintas respecto de las normativas e identificaciones mayoritarias heterosexuales y cisgénero, es decir, a los colectivos LGTBI. Queer adquiere un sentido de disidencia o transgresión frente a la normatividad de sexo/género dominante.

No obstante, en la medida que se va produciendo cierta normalización (en EE. UU. y Europa) de la vida y los derechos de las personas homosexuales, particularmente la regulación del matrimonio igualitario, lo queer va adquiriendo un sentido más restrictivo. Así, se referiría a lo diferente no solo a la heteronormatividad sino también a la homonormatividad, es decir, quedaría solo lo bisexual e intersexual o, bien, lo transexual y transgénero. De esa forma, la Q de queer puede representar al conjunto de LGTBI (a veces con más letras) o solo a personas distintas a esos colectivos o con otras características específicas que hace que se añada la Q.

Desde el punto de vista realista o pragmático, y dadas las grandes dificultades vitales de esos colectivos, la dinámica más transformadora e integradora es poner en primer plano la solidaridad y la defensa de sus derechos inmediatos desde su realidad concreta. Es el sentido del reciente manifiesto de ‘feministas por los derechos de las personas trans’ o la nueva ley para la defensa de sus derechos que está elaborando el Ministerio de Igualdad.

En el plano teórico hay distintos enfoques sobre lo queer; o sea, hay pluralidad de interpretaciones. La más elaborada es la postmoderna, sobre todo, a partir del pensamiento de J. Butler (ver Judith Butler y la pertenencia al feminismo). Existen posiciones intermedias entre posestructuralismo y estructuralismo marxista. Intentan conciliar, de alguna manera, el feminismo y la teoría queer con posiciones anticapitalistas, materialistas o de clase social, desde enfoques marxistas no economicistas o más heterodoxos. Al mismo tiempo, se dan posiciones más realistas y multidimensionales y distanciadas del pensamiento idealista posmoderno y del determinismo esencialista.

Hay un intento de superación, por una parte, de ideas posmodernas y, por otra parte, del estructuralismo mecanicista y excluyente, a través de un feminismo social y relacional, ni determinista ni solo cultural

Una perspectiva anticapitalista interesante, con sesgos troskizantes, es la de Nancy Fraser (Capitalismo. Una conversación desde la Teoría Crítica y Los talleres ocultos del capital. Un mapa para la izquierda) a la que le dedico un capítulo de mi libro “Identidades feministas y teoría crítica” para destacar sus aportaciones y sus límites.  Cabe citar también a Lynne Segal (¿Por qué el feminismo? Género, Psicología y Política) al integrar la mirada feminista y de clase social en el marco capitalista o la de Raewyn Connell (Género desde una perspectiva global, junto con Rebecca Pearse). Me voy a detener en el enfoque marxista queer de Holly Lewis (La política de todes. Feminismo, teoría queer y marxismo en la intersección), con la influencia de ideas gramscianas y luxemburguistas, al mismo tiempo que feministas y queer. Me centro en varios aspectos teórico-políticos relacionados con un marco global y los límites del enfoque no binario y el concepto de normatividad. 

El marxismo queer de Lewis

Lewis hace una descripción histórica muy amplia e ilustrativa de los procesos feministas y queer y su conexión con otros movimientos sociales, en particular, con el marxismo y la lucha anticapitalista.  Cabe resaltar tres conclusiones (de las diez que explica) del marxismo queer, como lo denomina ella, para explicar sus aportaciones e insuficiencias.

La primera dice: ‘El modelo interseccional de la opresión debe ser reemplazado por un modelo unitario y relacional. Acepta que el feminismo interseccional es un avance respecto del modelo dual de capitalismo/patriarcado (movimiento de clase y de género) pero según ella es insuficiente. Afirma que el racismo y el sexismo son procesos sociales dentro de una matriz material que sería la explotación capitalista. Pero la clase social la asienta en las relaciones económicas de la extracción de valor, según la versión marxista convencional. Así, aunque defiende que su centralidad sería táctica no moral, le sigue dando una prioridad en la articulación de los procesos emancipadores. Pero es la gente trabajadora la que está cruzada por los diferentes tipos de opresiones e identidades, sean de clase, de género o étnico-nacionales… en realidades, interacciones y procesos identitarios complejos y múltiples.

Por tanto, tal como explica E. P. Thompson, la clase social (trabajadora) debería abordarse como una relación sociohistórica y multidimensional de subordinación y desposesión, conformada procesualmente a través de la experiencia de la pugna de las capas subalternas frente a los poderosos, el capitalismo patriarcal o el ‘orden social institucionalizado’ (Fraser). En ese sentido, existen convergencias o intersecciones entre los movimientos económicos-sindicales (mejor que obreros) con otros procesos de lucha (feminista y antirracista) e identificaciones colectivas en la formación de un sujeto, como dice, unitario y relacional.

La segunda conclusión para comentar es la siguiente: ‘ser queer/trans no es reaccionario ni revolucionario. Aquí lo expone con su autoridad desde su afirmación queer o de queerizar el marxismo y la cultura en general. Se desliga positivamente del determinismo sexual o de género criticando la idea (también generalizada en el marxismo determinista respecto al carácter revolucionario del proletariado) de que por la realidad de subordinación las personas y grupos sociales generan una conciencia y una actitud determinada, en este caso transgresora respecto a normativas y posiciones sociales dominantes.

Desde el determinismo no se valoran el conjunto de dinámicas estructurales, mediaciones institucionales y de poder y su interacción con las experiencias sociopolíticas y culturales de la gente que condicionan la relación entre realidad objetiva, conciencia y acción, entre estructura y agencia. Con ello la autora diferencia el sexo y el género de una práctica igualitaria-emancipadora que es la que definiría su actitud transformadora y su identidad sociocultural, feminista o queer, como persona o grupo social solidario y progresista.

Por ejemplo, desde la teoría crítica y relacional podemos distinguir cuatro planos: el feminismo como sujeto sociopolítico y cultural, junto con la conciencia e identificación feminista como sentido de pertenencia colectiva; la realidad del género, en ese caso femenino, con su papel social subordinado y la variedad de feminidades (y masculinidades); sus características biológicas de sexo (cis o trans), y las opciones sexuales heterosexual-homosexual (ocho según la escala de Kinsey, incluyendo formas mixtas y lo asexual).

También desde el movimiento de liberación homosexual se pueden diferenciar los cuatro planos con distintas expresiones: el de la opción sexual, como experiencia vital; el grado de conciencia o identificación expresado a través del ‘orgullo’ gay (o lesbiano); su papel social o estereotipo de género, y los propios colectivos LGTBI como movimiento o actor social específico con una dinámica y un proyecto liberadores y en alianza con el feminismo.

En lo queer, a falta de cuatro denominaciones distintas los cuatro significados se suelen integrar en el mismo significante, dándole un carácter más polisémico: realidad, conciencia o enfoque y sujeto… queer, en este caso no binario, indeterminado o distinto a las opciones mayoritarias de sexo, género y actor social.  Sin embargo, no profundiza en esa senda de distinguir los distintos planos y analizar su interacción, y todavía le pesa cierta inercia estructuralista.

Igualmente de interés es su idea de rebajar la capacidad transformadora o anticapitalista de la acción contra la normatividad de sexo o de género: ‘El argumento de que el capitalismo prospera gracias a la normatividad ignora el hecho de que también prospera con la diversidad, el pluralismo, la moda y los nichos de mercado’, concluyendo que ‘es algo romántico pensar que puedes cambiar el mundo por medio de la diversidad sexual, la autoexpresión creativa y los vínculos comunales. Pero no puedes’. En ese sentido remarca que las personas trans e intersexuales también están marcadas por el género y que ‘no debieran ser utilizadas como una bandera de posibilidad radical para un futuro nuevo, posgénero’.

Está bien ese escepticismo sobre las posibles potencialidades transformadora de una opción sexual o de género si no van acompañados de un proceso colectivo (e individual) de cambio relacional, institucional y de poder, que es lo fundamental en los procesos igualitarios y emancipadores, en la conformación de sujetos sociopolíticos. En ese sentido, insiste en que ‘la cultura queer no es anticapitalista’ (desde su idea de qué es serlo), y ‘tampoco lo es queerizar la cultura’. Por tanto, es positivo su rechazo al mecanicismo.

Sin embargo, es unilateral y excesiva su valoración de que ‘oponerse a la normatividad es un gesto político vacío’. Por un lado, es realista al relativizar la importancia de la normatividad como marco disciplinario del poder (según Foucault) que somete la individualidad y cuya oposición y la ausencia de normas sería central para emancipación individual y colectiva. Por otro lado, vence su inercia determinista de sobrevalorar los cambios estructurales y económicos, infravalorando la autonomía y la mutua interacción de las transformaciones socioculturales, normativas o de prácticas sociales de los propios actores respecto de los cambios político-institucionales; es su apuesta, todavía poco precisa, de ‘queerizar’ el marxismo.

Polarización dialéctica frente a fragmentación postmoderna

La tercera de las conclusiones de Lewis por resaltar es: ‘el binarismo no es el problema y el pensamiento no binario no es la solución’. Comparto la critica a esa idea, eje fundamental para la actual ola cultural posmoderna. Alude a que no solo hay realidades dicotómicas, con el conflicto entre dos polos (por ejemplo entre racismo y antirracismo, o entre el poder establecido y las mayorías populares) sino que el propio relativismo posestructuralista también conforma nuevas polarizaciones, por ejemplo cis / trans, binario / diverso o uniforme, normativo (hetero u homo) / queer. No entro en las diferentes fundamentaciones filosóficas entre el pensamiento dialéctico (polarización de contrarios, actualizado por Hegel, Marx y Laclau), la metafísica racionalista de la uniformidad (o linealidad) y la fragmentación liberal o postmoderna; ni tampoco en la crítica a la virtualidad del justo medio y el centrismo aristotélico (o confuciano) o de las terceras vías socioliberales.

Aquí lo que interesa destacar es que existen realidades con polos en conflicto (o antagónicos), con dinámicas de dominación y subordinación y, por tanto, de igualdad y emancipación, cuya respuesta supone una confrontación para superar la injusticia de la desigualdad y la discriminación y garantizar la igualdad y la libertad.

En particular, estamos hablando de la polarización binaria o dinámica dicotómica entre feminismo y machismo (como orden estructural de poder y privilegios), muy expresivo en consignas como ¡Feminismo pa’ adelante; machismo pa’ atrás! Ese binarismo antagónico sí refleja una realidad a superar y favorece una estrategia transformadora; el horizonte es que un polo debe vencer al otro y neutralizarlo como grupo de poder dominador, aunque con una alternativa universalista igualitaria emancipadora o de derechos humanos.

A diferencia de esa polarización podemos decir que en otras dicotomías no hay antagonismo, como entre masculinidades y feminidades, heterosexualidad y homosexualidad, normatividad y queer, incluso entre hombres y mujeres en el plano personal. Por mucho que haya privilegios en los primeros componentes, no son los enemigos irreconciliables de los segundos. Las desventajas hay que atajarlas con firmeza, pero son de diferente carácter cuando hablamos del machismo imbricado con el orden social establecido y la imposición de unas relaciones desiguales. Este sí es el enemigo y no caben opciones intermedias, solo contundencia transformadora y pedagogía activa; sin embargo, el pensamiento no binario no acierta en su análisis y la estrategia de superación. Es decir, de acuerdo con Lewis, el pensamiento no binario no es la solución; tampoco el binario como regla generalizada.

Por tanto, no toda la realidad es lineal, fluida y simplemente diversa y fragmentada, como defiende el pensamiento posestructuralista; ni tampoco uniforme, estática y rígida, como señala el esencialismo, o exclusivamente dicotómico como explica el pensamiento dialéctico rígido.

Los derechos humanos o los valores republicanos de igualdad, libertad y solidaridad aportan una orientación universalista para la acción colectiva y el comportamiento individual. Pero la elección de la confrontación o la cooperación, así como su combinación, dependen del sentido de la realidad y su contexto. No siempre lo mejor es la conciliación o, bien, la pugna. Dicho con las virtudes clásicas: unas veces hay que priorizar la fortaleza (firmeza) y la justicia y otras la prudencia (sabiduría) y la templanza (entereza), por mucho que las cuatro expresen una finalidad ética y hay que saber combinarlas.

El marco para la acción feminista es, por un lado, la polarización (binaria) con el adversario patriarcal-capitalista, siendo problemáticas las vías intermedias o conciliadoras, y, por otro lado, la cooperación (interseccional y unitaria) con los aliados de las capas subordinadas o, bien, con aspectos no antagónicos, como la distinta normatividad sexual o de género. En esos casos son negativas las tendencias sectarias y excluyentes.

No tiene sentido generalizar un método de pensamiento (no binario) y una estrategia (diversa e inclusiva), válidos parcialmente para algunos campos (como la normatividad sexual o de género) a otros ámbitos y aspectos en los que prima la polarización de posiciones y la pugna transformadora como en el movimiento feminista frente al orden social machista. Tampoco está justificado para demostrar la supuesta superioridad intelectual o identitaria, destacando lo aparentemente nuevo (post o trans) y desplazar la relevancia del enorme problema de la desigualdad de género y la importante tarea de fortalecer un feminismo igualitario y una dinámica liberadora de los colectivos LGTBI, críticos y transformadores. En ese sentido, junto con Lewis, hay que diferenciar lo LGTBI y lo queer, así como la defensa de sus derechos, de una interpretación no binaria y discursiva que es específica solo de una corriente ideológica: la postmoderna.

En definitiva, los procesos de identificación y activación feminista se conforman en base a la dinámica binaria de polarización por el cambio de las relaciones sociales desiguales y dominadoras, expresadas con especial agudeza en la violencia machista y los mecanismos segregadores. El enfoque no binario es incapaz de explicar la profundidad de la realidad desigual y apoyar una estrategia transformadora eficaz. Pero esa polarización binaria absoluta, aplicada a otros campos (de género, sexo u opción sexual, por no hablar de otros tipos de relaciones interpersonales) generan dinámicas sectarias y excluyentes. Más, cuando distintas identidades de género o normatividades sexuales pueden ser legítimas y complementarias y forjar trayectorias unitarias o cooperativas frente a adversarios comunes y aun con disensos y conflictos parciales. La solución es la combinación de esa firmeza transformadora igualitaria-emancipadora con el respeto y la tolerancia a la diversidad y el pluralismo de las opciones vitales de cada persona y grupo social.

En resumen, hay un intento de superación, por una parte, de ideas posmodernas y, por otra parte, del estructuralismo mecanicista y excluyente, a través de un feminismo (o una dinámica queer) social y relacional, ni determinista ni solo cultural (o idealista). A pesar de los límites de pensadoras interesantes como Holly Lewis, este esfuerzo por superar las deficiencias de esas posiciones extremas esencialistas y posestructuralistas, buscando enfoques más multidimensionales e interactivos constituye una vía fructífera para elaborar un feminismo (y una teoría queer) transformador, en el marco de una teoría social crítica y realista y una dinámica igualitaria y emancipadora.

¿Una teoría ‘queer’ anticapitalista?