viernes. 19.04.2024
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Uno de los conceptos más recurrentes en los debates de la izquierda en los últimos años (o décadas) ha sido el papel de la cultura en los procesos de transformación social. Probablemente, el referente más importante en dichos debates se encuentre en la figura de Antonio Gramsci, en particular en su interpretación de la hegemonía cultural de la clase dominante como impedimento para la eclosión de revoluciones socialistas en la Europa del siglo pasado. Me propongo escapar de ese marco para resituar esta cuestión en un espacio más amplio y, quizá, más abstracto.

Vamos a hablar de dos conceptos muy cercanos aunque no equivalentes: cultura e ideología. Para dejar este asunto resuelto desde el principio, advierto de que utilizaremos ambos conceptos indistintamente, considerando que la ideología es, en algún sentido, una forma de cultura enmarcada en el contexto de lo político, es decir, con referencia al orden social y al ejercicio del poder o dominación.

CONCEPTO DE CULTURA

En este sentido, lo primero que me viene a la cabeza es esa famosa cita de Clifford Geertz que dice “El concepto de cultura que propugno (…) es esencialmente un concepto semiótico. Creyendo con Max Weber que el hombre es un animal inserto en tramas de significación que él mismo ha tejido, considero que la cultura es esa urdimbre y que el análisis de la cultura ha de ser por lo tanto, no una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en busca de significaciones”.

Una las virtudes de esta cita es que sitúa la ideología como parte consustancial de la naturaleza humana. Y esto no es poca cosa. En la tradición marxista, la ideología ha sido interpretada básicamente como deformación de la realidad y, en otro sentido, como un mecanismo de legitimación del sistema de dominación de una clase sobre otra. Esta concepción de la cultura o ideología dominante sitúa a esta de forma externa a la condición humana, como algo impuesto o ajeno a su naturaleza. En cambio, la concepción antropológica de Clifford Geertz es diferente, porque considera la ideología, más allá de su naturaleza deformadora o de su función legitimante, como un sistema que genera identidad común y, en consecuencia, este autor resalta su función integradora. Esta es justamente la interpretación que hace Paul Ricœur en Ideología y utopía sobre la noción de ideología formulada por Geertz. Y esta es también la concepción de cultura o ideología que nos interesa, sin excluir en modo alguno las otras dos funciones citadas.

LA RENUNCIA A LA CULTURA DE CLASE

¿Qué es lo que explica la adhesión incondicional y acrítica de amplios sectores de las clases medias depauperadas y precarizadas a los postulados de los grupos sociales favorecidos por el modelo neoliberal?

Con toda seguridad, la tan manoseada noción de hegemonía cultural, claro; pero también (y esto es anterior a esta noción) la ausencia de una cultura de clase propia. No me refiero únicamente a la inexistencia de conciencia de clase, sino, en un sentido más amplio, a la falta de un acervo cultural que dote de identidad y cohesión interna a estos grupos bien definidos e identificables, tanto desde el punto de vista social como por su ubicación física en barrios periféricos de grandes áreas urbanas. Si consideramos la cultura en su función integradora, lo que está fallando es precisamente la no existencia de esa argamasa cultural capaz de dotar de sociabilidad a grupos sociales atomizados, fragmentados y orientados a la consecución de logros individuales e inmediatos.

Es precisamente esa inexistencia de referentes culturales propios lo que impulsa en gran medida a buena parte de los jóvenes (y no tan jóvenes) de clase obrera a tratar de escapar de ella de forma individual. Como muy acertadamente señala Owen Jones en Chaws, la demonización de la clase obrera, los discursos de los partidos, de sus líderes, prometen ampliar la clase media en lugar de resolver los problemas de desempleo o de pobreza. Durante mucho tiempo, estas situaciones han sido consideradas como una consecuencia del comportamiento personal de cada uno; y sin embargo, es posible que vuelvan a ser vistas como problemas sociales que requieren soluciones políticas.

En este contexto, lo que acaba ocupando el espacio de la cultura de clase es lo que Raymond Williams llama la cultura comercial de masas, situando a la clase obrera en el papel de clase consumidora. A ello cabe añadir la influencia de la religión o la idealización de la nación como elementos constitutivos de sistemas de valores que operan como construcciones simbólicas capaces de proporcionar cohesión y sociabilidad.

EL RETORNO DE LA CULTURA DE CLASE Y LA (PROBABLE) RECUPERACIÓN DE LA UTOPÍA

Hace apenas 15 años publicaba Alain Touraine un ensayo titulado Un nuevo paradigma para comprender el mundo de hoy. En él afirmaba que la modernidad ha sido impulsada durante mucho tiempo por la idea de sociedad; hoy solo puede desarrollarse desembarazándose de ella, combatiéndola incluso, y apoderándose del sujeto, que es cada vez más directamente opuesto a la idea de sociedad. Toda una declaración de acatamiento del orden cultural de la posmodernidad, dicho sea de paso.

Hoy vemos las cosas de otra manera. Lo que me interesa resaltar es la cuestión de si existe o puede existir un conjunto suficientemente consistente de valores y de interpretaciones compartidos en el seno de las comunidades formadas por personas que comparten una condición de clase, es decir, de clase obrera. Dicho de un modo más concreto, si es posible y si tiene algún sentido la construcción simbólica de un modelo social que oriente la acción de los grupos más activos de personas comprometidas con los valores del progreso.

Expresado en términos más explícitos, la pregunta es si estamos en condiciones de recuperar un tiempo en el que pueda tener cabida la construcción de utopías posibles, lo que no significa necesariamente que sean realizables, sino que sean capaces de poner en cuestión el orden establecido. Me refiero a proyectos capaces de reconciliar las esferas del poder y de la política, de restaurar la unidad de una identidad social fragmentada en nichos que han renunciado al proyecto común a través de movimientos locales altamente sectorializados. En definitiva, que sean capaces de mirar al futuro sin pensar en reconstruir el pasado, en un ejercicio que Zygmunt Bauman llamó, en su última obra antes de fallecer, retrotopías.

Es probable que esta pregunta, formulada en los meses previos a la crisis de 2008, hubiese tenido una respuesta claramente negativa. Pero estamos en la segunda vuelta de esa misma crisis, en una suerte de prolongación de la misma que probablemente dejará en unas condiciones materiales muy precarias a una gran parte de la clase trabajadora. Y es posible que estas circunstancias contribuyan a crear la necesidad de orientar la acción hacia futuros posibles más esperanzadores. Y esta no es precisamente una pregunta retórica.


Bibliografía de referencia:

  • Gramsci, A. (2013), Antología. Selección, traducción y notas de Manuel Sacristán, Madrid, en Ed. Akal
  • Geertz, C. (2003), La interpretación de las culturas, Barcelona, en Ed. Gedisa.
  • Ricœur, P. (2001), Ideología y utopía, en Ed. Gedisa.
  • Jones, O. (2012), Chavs, la demonización de la clase obrera, Madrid, en Ed. Capitán Swing.
  • Williams, R. (2017), Relecturas. La cultura de la clase obrera, en Rey Desnudo, revista de libros.
  • Alain Touraine (2005), Un nuevo paradigma para comprender el mundo de hoy, Barcelona, en Ed. Paidós.
  • Bauman, Z. (2017), Retrotopía, Barcelona, en Ed. Paidós.

Javier Pontes Real | Sociólogo

A vueltas con la cultura (de clase)