miércoles. 24.04.2024
feminismo
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El sentido del feminismo es combatir el sometimiento de las mujeres, superar su situación impuesta de desigualdad y opresión para que puedan ser personas libres. La situación y la identidad de género mujer conlleva una posición de subordinación derivada de la desigual división sexual del trabajo productivo y reproductivo, público y privado, que el feminismo pretende superar mediante un proceso igualitario-emancipatorio que configura la identidad feminista de las mujeres. Se replantean las feminidades y las masculinidades y su interacción.

Por tanto, la clave del feminismo es conseguir la igualdad de género o entre los géneros, superar las desventajas relativas y la discriminación de las mujeres. Dicho de otro modo, el objetivo es que la diferenciación de géneros y su construcción sociohistórica no supongan desigualdad real y de derechos y, por tanto, no tengan un peso sustantivo en la distribución y el reconocimiento de estatus y poder.

En ese sentido, se rompen los géneros como funciones sociales desiguales impuestas por el orden establecido, patriarcal-capitalista, que se ve favorecido por esa segregación por sexo. Supone un largo y persistente proceso individual y colectivo para superar las profundas causas estructurales y de dominación en que se basan esa segmentación. Igualdad y emancipación están entrelazadas frente a una realidad de género ambivalente.

A partir de esa posición compartida mayoritariamente en los feminismos, en el contexto de la polémica suscitada estas semanas en torno al proyecto de ley gubernamental sobre la libertad sexual y los derechos de las personas transexuales, desde la sociología crítica expongo algunas reflexiones sobre las insuficiencias teóricas esencialistas y posestructuralistas y su influencia en la concepción de la identidad y la formación del sujeto feminista. Además, en continuidad con un ensayo reciente (Sujeto y cambio feminista), destacaré el carácter social, no solo cultural, del movimiento feminista y el sentido del debate actual.

Ni determinismo esencialista, ni posestructuralismo

En el movimiento feminista, al igual que en la sociedad, confluyen diversas corrientes de pensamiento, desde las estructuralistas, más o menos anticapitalistas, hasta las posestructuralistas, más o menos voluntaristas, pasando por ideas socioliberales y deterministas o esencialistas (biológicas, económicas, étnicas, institucionalistas, culturalistas), así como por posiciones más realistas, relacionales y sociohistóricas. Todo ello con mezclas distintas y con pragmatismos eclécticos. Dejo al margen la inadecuación de las doctrinas funcionalistas, liberales y conservadoras.

Desde mi punto de vista, la diferenciación principal en el seno del feminismo hay que plantearla en función de su actividad y capacidad transformadora de las relaciones de desigualdad y subordinación de las mujeres. Así, respecto del avance real en la igualdad y la emancipación, existen dos grandes corrientes: el feminismo crítico, popular y transformador, y el feminismo socioliberal, retórico y formalista. No obstante, el debate de ideas es importante y se entrecruza con las alternativas y las prácticas sociopolíticas y culturales del movimiento feminista.

En primer lugar, intento clarificar el conflicto entre determinismo esencialista y posestructuralismo que está detrás de las polémicas actuales. En particular, desde una crítica global a esas posiciones esencialistas y deterministas, me detendré, dada su mayor complejidad y matización, en el enfoque postmoderno o constructivista radical, con sobrevaloración del discurso, asociado a una posición postestructuralista.

De entrada, avanzo mi posición: el estructuralismo, determinista o esencialista, y el posestructuralismo, voluntarista o subjetivista, dominantes y en conflicto en los grupos progresistas en estas décadas, no son una buena forma de enfocar los procesos de emancipación e igualdad de las mujeres y, en general, de las capas subalternas. Ambas corrientes tienen componentes idealistas y se alejan del imprescindible realismo analítico; sobre todo, las versiones más deterministas, biológicas o económicas, en el primer caso, y las tendencias más culturalistas, al mismo tiempo que deterministas político-institucionales, en el segundo (como Foucault y Laclau). Por supuesto, los dos tipos de pensamiento han aportado aspectos concretos de interés, particularmente, las posiciones intermedias vinculadas a Gramsci, así como intelectuales con posiciones realistas y comprensivas más o menos eclécticas.

Dos mujeres feministas prestigiosas están próximas a esas tendencias contrapuestas: Nancy Fraser, a la estructuralista en la versión anticapitalista, y Judith Butler, a la posestructuralista en su versión culturalista. Ambas, desde una actitud renovadora, aportan muchas y sugerentes cuestiones a la teoría feminista, entre ellas, la conveniencia de una alianza interseccional y global del movimiento feminista. Pero expresan límites y unilateralidades condicionados por esos esquemas teóricos. Es necesario un enfoque más complejo, relacional, social, interactivo, multidimensional y sociohistórico, en particular para interpretar las identidades y los sujetos individuales y colectivos con una perspectiva crítica, igualitaria y transformadora. Todo ello lo he analizado en un libro reciente: Identidades feministas y teoría crítica.

Parto, por tanto, desde la tradición de la teoría crítica, superadora a mi modo de ver del bloqueo producido por la prevalencia y la polarización entre dichas corrientes. Solo cito dos autores, especialistas en movimientos sociales en el marco más general del cambio social: E. P. Thompson y Ch. Tilly. En el libro “Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos” (2015) tengo una explicación teórica más amplia.

El error determinista o esencialista es el mecanicismo que supone creer la realidad de opresión genera automáticamente la conciencia y la acción alternativa; y el error voluntarista o culturalista es el que comente quien piensa que con una buena doctrina, programa o discurso se construye el movimiento popular. A veces, las dos deficiencias coexisten. En el primer caso, se defiende un gran sujeto ahistórico, con una base biológica, estructural o étnico-cultural, con una identidad inmutable y rígida; habría una determinación de esa base material, supuestamente unificada y estable, que se opone a la diversidad existente. En el segundo caso, se señala la fragmentación de múltiples y pequeños sujetos, e incluso se anuncia su desaparición y la inconveniencia de una identificación colectiva: quedaría el individuo, también frágil. Cualquier vínculo social, pertenencia colectiva y proyecto común sería contraproducente para la libertad individual. Son los fundamentos del individualismo radical liberal y postmoderno.

La interacción entre ambos planos, el de la realidad material y estructural y el de las ideas y la subjetividad, se debe establecer a través de la experiencia relacional, las costumbres comunes y el comportamiento colectivo. Valorar esas mediaciones y la integración y equilibrio entre los tres componentes es fundamental para un enfoque crítico, social, multidimensional e interactivo, necesario para impulsar el feminismo y, en general, la acción colectiva igualitaria-emancipadora. Por tanto, no comparto las dos versiones extremas: el gran sujeto estructural o esencialista; y el no-sujeto postmoderno, escondido tras el individualismo radical.

El sujeto en la teoría queer

Existe el movimiento feminista y el movimiento LGTBI (a su vez, un conglomerado diverso), aliados y con posiciones comunes, por ejemplo, respecto de la libertad sexual. Pero se gana poco instituyendo un super movimiento que sume los dos, trans-feminista y trans-LGTBI, con una nueva denominación o una simple asimilación nominal del uno en el otro. Además, en algunas posiciones se da otro paso: englobar desde el movimiento feminista y los colectivos LGTBI al resto de los movimientos y grupos sociales, incluidos los mixtos con varones. Por tanto, en esa amalgama se integrarían los movimientos de clase, nacionales-étnicos, ecologistas…, aunque sea bajo el paraguas del anticapitalismo patriarcal o el anti-neoliberalismo, conceptos que facilitarían la identificación del conjunto popular en función del adversario común, pero con difuminación de las partes y sus identidades parciales.

Para la teoría queer, el sujeto feminista no serían solo las mujeres sino también las mujeres trans y los hombres trans, así como las personas homosexuales, intersexuales, bisexuales y transgénero. El núcleo inicial lo constituyen las personas no heteronormativas y transgénero. Pero, desde una perspectiva inclusiva, según la versión postfeminista, podría alcanzar al conjunto de mujeres y hombres, incluidos los heterosexuales.

Interpreto esta teoría como el cuestionamiento del binarismo del sexo y el género y la defensa de la construcción social de la propia identidad y preferencia sexual. No entro en ello, ya he hecho algunas alusiones. Me detengo en su conexión problemática con las posiciones posestructuralistas, en particular las más idealistas.

La lógica de la teoría queer, en su versión más posmoderna, hace hincapié en la deseabilidad de unos géneros fluidos e inconsistentes. Su construcción dependería de la voluntad de cada cual, y serían variables y líquidos. La identidad de género, como reconocimiento propio y ajeno de un estatus, con una mentalidad y una relación social duradera, no tendría sentido. En estos fundamentos entronca con el pensamiento posmoderno más radical. Ofrece un atajo, la voluntad y la determinación de cada cual, para superar la desigualdad de género y garantizar la emancipación de las mujeres y todos los seres humanos. Su carácter voluntarista la hace atractiva para generar expectativas sobre su operatividad inmediata, pero se infravaloran las realidades y dinámicas estructurales e identitarias, así como una acción colectiva transformadora, más allá de la actividad discursiva considerada la función central.

Así, hay un salto desde cierto determinismo biologicista inicial, con la idea de la pertenencia al sujeto por el sexo, el género y la opción sexual, hasta un constructivismo derivado de la reunión de sujetos diversos en torno a una acción política, pensada como acción discursiva. No se pone el acento en lo relacional y la experiencia práctica y cultural, tal como defiendo. La interacción sociopolítica igualitaria y solidaria genera identidades y sujetos específicos con dinámicas transformadoras concretas y con dinámicas mestizas, comunes y unitarias. Por tanto, hay que superar la tendencia a una identidad excluyente y fija, separada de otros procesos identificadores o de pertenencia más global a la ciudadanía y la humanidad.

Pero también es idealista la idea de una ausencia total de identificaciones parciales (de género, clase, étnico-nacionales…), con la participación indiferenciada a un conglomerado difuso. Conlleva la visión de una sociedad amorfa, sin interacciones ni identificaciones; sólo se conformaría el sujeto (pueblo) por los deseos y el discurso (de una élite). Es una posición idealista y voluntarista, que no valora suficientemente la experiencia relacional, percibida e interpretada, con sus contextos sociohistóricos, institucionales y culturales.

De ahí que, con esa perspectiva posestructuralista, se llega al transfeminismo como un sujeto superador y más allá del feminismo, que incorporaría luchas combativas antirracistas, de clase y transfeministas. Pero, entonces, ese sujeto sería similar a los convencionales pueblo, unidad popular o bloque social histórico; sería un gran sujeto (interseccional) donde se integran o subsumen los sujetos particulares y cuya argamasa la constituyen los deseos y aspiraciones… de cualquier persona. Pero un sujeto donde está todo el mundo, de forma indiferenciada, puede terminar en el no-sujeto postmoderno, es la humanidad compuesta de individuos. Sobre todo, si se mantiene la ambigüedad de qué realidad o conflicto se pretende superar y qué proyecto de sociedad y de relaciones sociales se quiere establecer.

Un sujeto relacional y sociohistórico

Por tanto, hay que considerar qué interacciones de las distintas situaciones y dinámicas sociopolíticas se producen, qué jerarquía de prioridades existen en cada momento y circunstancias, así como qué estrategias a medio y largo plazo se adoptan para impulsar la igualdad y la emancipación de los grupos sociales subalternos. No obstante, el pensamiento posmoderno es ‘situacionista’ o episódico, infravalora las realidades estructurales o las tendencias sociales de fondo, los procesos sociohistóricos y la constitución de fuerzas sociales duraderas y sus equilibrios y alianzas.

Así, caben tres grandes realidades, conflictos y movimientos-sujetos (clase, etnia-nación y sexo/género), junto con otros más pequeños, con intersecciones e interacciones. La difícil cuestión es la articulación de ese movimiento de movimientos, ese sujeto global trans-feminista, trans-nacional y trans-clase. Y, en particular, cómo se mantienen o articulan esas identidades parciales en una identidad múltiple. O bien, cómo se diluyen y se queda en una identificación genérica (ciudadana, ser humano) o más acotada políticamente (progresista, de izquierdas), todas ellas en disputa por su sentido y su representación.

Es decir, la versión posmoderna supondría que las características del nuevo sujeto a construir serían abstractas o no sustantivas, es decir, sin unos rasgos identitarios comunes y sin constituir sujetos colectivos enraizados. Acaba en el no-sujeto y en la no-identidad feministas.

En definitiva, la articulación de ese sujeto emancipador es compleja, al menos en los dos últimos siglos. Solo se puede abordar a partir de la experiencia de los procesos sociopolíticos, sus dinámicas asociativas, de representación y liderazgo y sus teorías críticas, sin esencialismos ni determinismos, y menos desde élites autonombradas que dicen representar a un determinado sujeto o sector social.

Lo específico de ese enfoque postmoderno sería que no hay referencia a una realidad estructural y sociohistórica concreta, a una conexión de las distintas opresiones o desigualdades, o bien a un proceso social y relacional prolongado de compartir experiencias desde una realidad similar y una solidaridad para avanzar en la igualdad y la emancipación. Por tanto, hay una sobrevaloración del discurso, las ideas o las emociones en la formación del sujeto, y una infravaloración de las prácticas sociales compartidas tras el objetivo de la igualdad/libertad. El posestructuralismo no es una buena superación del estructuralismo. Ambos, con combinaciones distintas y mezclas eclécticas, son dominantes entre muchas élites de movimientos sociales. Para superar ambos es necesario un enfoque crítico, interactivo, relacional y sociohistórico.

El movimiento feminista y sus procesos identificadores tienen motivos estructurales y sociohistóricos para afirmarse. En la configuración de un movimiento popular o un amplio sujeto transformador, la articulación de los diversos movimientos, corrientes, proyectos y temas es compleja. Está unida a una identificación múltiple con una dinámica mestiza e intercultural y un proyecto de conjunto o universal. Está acompañada por la experiencia histórica de no estar sometido a los intereses y demandas grupales e identitarios más relevantes (étnico-nacionales, de clase, de género, ecologistas…) junto con elementos más universales (derechos humanos, ciudadanía…) o representaciones unitarias (a veces oligárquicas).

En resumen, algunas interpretaciones de lo queer abarcan varios ámbitos y niveles, cuya interacción hay que clarificar: movimiento LGTBI (incluido transgénero y transexual), movimiento feminista (incluidas mujeres heterosexuales), conjunto de sectores subalternos (incluidos varones inmigrantes, racializados y de clase trabajadora). Pero, la construcción de ese gran sujeto ‘transfeminista’, siguiendo criterios postmodernos o postestructuralistas, vendría realizada por el papel del discurso (indiferenciado o con un significante vacío, según Laclau) de una élite, cuya función de liderazgo sería central. El sujeto se construiría según la actitud ante las demandas de derechos. 

No obstante, de acuerdo con esa ambigüedad posestructuralista o populista no se definen qué demandas o qué derechos, ni qué relación tienen, por una parte, con una realidad de subordinación y, por otra parte, con unos objetivos y valores (republicanos) más generales. O sea, el riesgo de subsumir el feminismo en un conglomerado sin definir es evidente. La pugna por la prevalencia de cada élite, con su hegemonía o ventajismo, sería permanente. Y más descarnada al realizarse por la competencia por un liderazgo hiper-político que no cree en una base social estable, una estrategia definida o un pensamiento crítico coherente. Ahora el eje articulador sería la instrumentalización del discurso trans y feminista al igual que en otras tradiciones han sido el de las clases trabajadoras (la histórica lucha de clases por el socialismo) o el de la lucha nacional-popular y antiimperialista. El riesgo de la subordinación de los demás se reproduce; el reto de una articulación democrática, interactiva, multidimensional y realista permanece.

En definitiva, el feminismo, como comportamiento y cultura igualitario-emancipadores contra la opresión femenina, tiene unas bases estructurales y sociohistóricas duraderas y específicas; y más allá de la convergencia en procesos democrático-populares, sujetos globales e identidades múltiples va a tener una fuerte autonomía e identificación propia. No se puede diluir en un proyecto difuso de exigencia de derechos y menos con una élite autonombrada, cuya legitimidad, en ausencia de un auténtico arraigo social, se persigue en forma de pelea discursiva. El no-sujeto posmoderno, el individualismo radical e irrealista, no tiene futuro. El gran sujeto esencialista, tampoco. El feminismo, en el marco de una amplia corriente social de progreso, tiene unas bases sólidas.


Antonio Antón | Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid | Autor del libro Identidades feministas y teoría crítica | @antonioantonUAM

¿Del sujeto feminista al no-sujeto posmoderno?