sábado. 20.04.2024

Ha transcurrido ya más de un año de las primeras medidas de envergadura tomadas desde los gobiernos. Tras unas semanas de desconcierto institucional y social, visualizando extrañas puestas en escena de unos militares ante un problema sanitario, y socioeconómico también, ante una enfermedad y un agente trasmisor totalmente desconocidos, sin que entonces se conocieran medidas de prevención y tratamiento, desde todos los ámbitos fuimos aprendiendo en plena crisis sanitaria que había desbordado al sistema sanitario y al sociosanitario, focalizado este último en las residencias de mayores. Con grandes limitaciones por las carencias de medidas de protección y de recursos humanos y tecnológicos debidos a la no previsión y a la insuficiente inversión en la Sanidad pública, así como en la deficitaria política sociosanitaria. El análisis del fracaso del sistema sanitario, así como de las políticas de salud y de sus administradores, pone en riesgo la adecuada salida de esta pandemia.

La pandemia producida por el virus del SARS-CoV-2 ha sacado a la luz la precariedad y escasez de los sistemas de cuidados, de los servicios públicos, hemos comprobado que sólo es posible salir adelante atendiendo mejor los múltiples desafíos que se plantean: sanitarios y, también, sociales, económicos, medioambientales, cuando no adecuando los estilos de vida, las relaciones sociales o los modos de actuación en el marco familiar, en el laboral o en la ciudadanía en su conjunto, pues la crisis ha puesto al descubierto la realidad, algo muy diferente a los discursos o las pretensiones.

Esta crisis sanitaria, que algunos han llamado “crisis matrioshka”, ha permitido comprobar las carencias del sistema, por sus deficitarias políticas de salud y políticas sociosanitarias. Y ha destapado las demás crisis asociadas (sanitaria, social, económica, de sistemas de cuidados…), lo que podría suponer también una oportunidad de oro para afrontar las carencias estructurales graves de nuestros sistemas de protección, incluido el sistema de salud y, dentro de este, la atención a la salud mental.

Evolución de la pandemia

En el transcurso de la pandemia se hizo evidente que las desigualdades sociales son, una vez más, condicionantes de la salud de la población y nos recuerdan que ningún análisis puede hacerse prescindiendo de los determinantes sociales de la salud. En el tiempo que llevamos sufriendo los efectos de la pandemia, los grupos vulnerables no han sido solo las personas mayores, hemos observado la existencia de muchos más. Las personas con mala salud y comorbilidades -los crónicos- o las personas sin hogar o con infravivienda; también las personas en la pobreza con dificultades para hacer frente financiera, social, mental o físicamente a la crisis. Al tiempo hay sectores que empeoran. Hasta se ha criminalizado a la migración durante la pandemia, encerrado a personas sin techo en centros abarrotados, con confinamiento familiar en estructuras sociales desiguales, aumento de situaciones de violencia machista, el abandono de muchas personas mayores en las residencias y los domicilios… No debemos olvidarnos de otro grupo importante, el de la infancia, adolescencia y juventud, que ha sufrido las acciones de confinamiento sin que tuvieran medidas compensatorias ni adaptadas a sus necesidades ante el cambio radical en su aprendizaje, enseñanza y tiempo libre, sin refuerzo hacia las personas en riesgo de quedarse atrás. Todos han sido colectivos vulnerables y vulnerados en estos meses y no son pocos. Su salud física y mental se han visto afectadas. Curiosamente esa población menor de edad es quien mejor ha tomado y asumido las medidas higiénicas y de protección, con mayor naturalidad, en contraste con las resistencias de sectores jóvenes y de adultos.

Hay un informe de la AEN/Profesionales de Salud Mental sobre La pandemia por COVID-19 y la atención a los problemas de salud mental en la Comunidad de Madrid publicado en el pasado mes de febrero, muy clarificador y certero. Claro que Madrid en su gestión ha sido el modelo a no seguir, es el referente de las inadecuadas políticas de salud mental. Recordemos la inoperancia y mala práctica en lo relativo a las medidas de protección, la gestión de la atención primaria, rastreadores, residencias, confinamientos, vacunas, coordinación hospitalaria, etc. Dicho informe apunta algunos efectos de la pandemia y han denunciado un recrudecimiento de la situación debido a la pandemia de la COVID-19 bajo cuyo pretexto se ha observado, entre otras cuestiones, el desarrollo de prácticas asistenciales reduccionistas que medicalizan los problemas de la vida y la puesta en marcha de protocolos sanitarios deshumanizados.

El Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) en la Encuesta sobre la salud Mental de las/los españolas/es durante la pandemia de la Covid-19 cuyo avance de resultados se ofrecía en febrero de ese año 2021, apuntaban al mantenimiento de la preocupación por el contagio y la salud, cambios en su vida habitual, llanto ocasional, cambios en la manera de comportarse, en el humor, en los hábitos de vida, menor sociabilidad… Como consecuencia de estos malestares se ha producido en este año un mayor consumo de ansiolíticos y otros psicofármacos. Lo cierto es que seguimos oyendo que el impacto emocional de pacientes que abarrotaban hospitales y centros de atención primaria a causa de la covid-19 han pasado factura a los propios profesionales sanitarios de primera línea. Sobre todo, en su salud mental. Alegan que casi la mitad de los profesionales sanitarios presenta un riesgo alto de trastorno mental a causa de la pandemia y más del 10% sufre alguna patología mental discapacitante. Depresión, ansiedad, pánico, estrés postraumático y abuso de alcohol u otras drogas son trastornos comunes entre sanitarios a causa de la pandemia.

La Organización Mundial de la Salud alerta de la llamada fatiga pandémica, esa desmotivación para seguir las medidas de protección, el cansancio prolongado, La sobrecarga emocional y el estrés de la pandemia…más de un tercio presentaba insomnio, angustia psicológica y agotamiento. No sería raro que algunos brotes de violencia tan mediáticos estén vinculados a este proceso de más de un año que ha distorsionado los estilos de vida previos a la pandemia.

La demanda de atención en los centros se desplomó, sobre todo en las primeras semanas. Donde hubo más incidencia de enfermedad, los espacios hospitalarios de diferentes servicios fueron ocupados para la atención a pacientes con Covid, y las Unidades de Agudos se extendieron a otros lugares. La atención presencial y la domiciliaria quedaron casi anuladas y la urgente se mantuvo, con cambios en la organización. También se han puesto en marcha acciones de apoyo a los profesionales más directamente implicados, de cuidado al lado de los que cuidan, una fuerza de trabajo ya maltratada por los recortes. Después, ya en la actualidad, está costando retomar aspectos de las consultas presenciales sustituidas por breves consultas telefónicas cuando no otras intervenciones “postpuestas hasta nuevo aviso”. El confinamiento tuvo efectos indeseables y no previstos. Se nos ha hablado de los riesgos de aumento de suicidios y de estrés postraumático, de servicios sanitarios desbordados y de la necesidad de acudir a las consultas privadas, que serían algunas de las dramáticas secuelas de esta pandemia, aunque sin datos que lo fundamenten, más allá de algunas encuestas telefónicas en muestras reducidas a algunos grupos de población, algo que no es serio, pero sí muy mediático.

Con el paso de los meses hemos ido aprendiendo, en el ámbito sanitario en general -también en la salud mental- y en otros muchos sectores de nuestra sociedad. El estado de alarma movilizó medidas excepcionales de control de la población, aunque su aplicación fuera muy desigual en el segundo semestre del pasado año, para sí ser asumida en la actualidad.

¿Qué cuarta ola?

Suena demasiado que estamos en la cuarta ola, algo que ha tenido éxito mediático, tras una primera, generada por la infección con muchas personas enfermas y fallecidas; la segunda, derivada de la carencia y del recorte de recursos para la prevención y la atención a personas urgentes; la tercera, en verano, producida por el impacto de la desatención de las enfermedades crónicas al afrontar las urgencias de la Covid-19; y una cuarta ola, en invierno, con las consecuencias de los contactos sociales los meses previos y que, muchos medios, han relacionado con el efecto en la salud mental de la ciudadanía por las consecuencias personales, sociales y económicas de esta enfermedad. A un confinamiento domiciliario más limitado que en otros países desarrollados han continuado cíclicamente diferentes períodos vacacionales que siempre terminan significando la relajación de las medidas de protección y el incremento de contagios. Los datos epidemiológicos ya en el año 2021 tras las fiestas navideñas, algunas otras y las vacaciones de Semana Santa, nos han resituado con una elevada ocupación en los hospitales, los contagios en alza y dificultades para inmunizar a una elevada parte de la población, aunque se haya frenado la mortalidad. En esa situación a las cuestiones asociadas a la salud mental habrá que darle otro término. Hay quienes le llaman quinta ola, pero lo cierto es que la denominación no aporta nada en el ámbito sanitario, económico o social. Si cierta confusión desde ámbitos mediáticos.

Sabemos que hay un adecuado compromiso de los profesionales de la salud mental para contribuir a la identificación, estudio y tratamiento de las expresiones del malestar mental desencadenado por la pandemia en personas afectadas, profesionales sanitarios y población general. A sabiendas de que no es preciso priorizar la medicalización, por más que el modelo médico más biológico induzca a ello, y sabedores que ante las desgracias las personas reaccionan con angustia, decaimiento, desesperanza o se sientan con limitaciones físicas y mentales. Sentirnos a disgusto no es sinónimo de un llamado trastorno mental. Leemos estudios realizados con encuestas rápidas a sectores de población que hablan con ligereza de trastornos de ansiedad, depresiones, trastornos del sueño, estrés postraumático, trastornos de conducta, etc., e incluso de suicidio, cuando en realidad lo que recoge es miedo, intranquilidad, tristeza, dificultades para dormir, estrés, cansancio o mal humor debido a aprietos personales y familiares en el contexto de la pandemia. Han convertido la incertidumbre, y algunos síntomas leves mantenidos, en enfermedad mental con etiquetas diagnósticas varias. Eso no es serio, genera alarma social y no ayuda a la recuperación. La inmensa mayoría de la población tendremos algunas expresiones similares, en uno u otro momento, más asociadas al aislamiento, al distanciamiento interpersonal, la incertidumbre e inseguridades sobre el futuro cercano, en una sociedad donde los vínculos sociales y el consumismo son elementos muy extendidos, con sectores que manifiestan sus dificultades en el ocio y tiempo libre si no disponen del alcohol y la noche. Aliviar el impacto de la pandemia en la salud mental de la población no es tarea exclusiva de los servicios asistenciales especializados en trastornos mentales, que realmente son reducidos y han de mejorar, requiere de la participación de otros servicios comunitarios y de los apoyos en el entorno cercano. Es importante poner el foco en el cuidado de las personas y poner énfasis no sólo en la atención sino también, y de manera preferente, en la prevención.

¿Qué nos va a ocurrir tras esta epidemia?

Es la pregunta que ha revoloteado entre generadores de opinión, de alarma social en no pocas ocasiones, desde periodistas, tertulianos y algunos desde la política que, en la búsqueda de la noticia explosiva o sensacionalista, débilmente documentada, multiplican los datos de personas afectadas, botellones y demandas de la hostelería terminan no criticando sino dando pábulo a la no aplicación de iniciativas en torno a la pandemia. Mientras, nos van generando ideas sesgadas y de escaso rigor, tanto que en ocasiones cambian de una semana a otra. Con discursos unívocos muy mediáticos alejados de la realidad. Investigadores coinciden en que las fuentes de estrés vendrán de las pérdidas económicas y del estigma por haber estado en contacto con el virus. Habrá que añadir que también por el propio confinamiento pues, una situación de aislamiento social prolongada ocasionó no pocos síntomas: ansiedad, síntomas depresivos, sentimientos de irrealidad acompañantes, de detención del tiempo, trastornos del sueño, duelos que no pudieron iniciarse adecuadamente tras las pérdidas, trastornos de estrés postraumático en muchos profesionales que han estado de modo continuado ante vivencias de enorme dureza, aumento de somatizaciones con síntomas en ocasiones no identificables, o diversos malestares psicológicos derivados de las consecuencias laborales ante la crisis social y económica. Sin olvidarnos de las personas que ya antes padecían un trastorno mental y que, con el estrés vivido, pueden ver agravado el mismo, algo relevante en pacientes psiquiátricos graves. ¿Dónde están estos casos graves? La inmensa mayoría en los domicilios, solos o con las familias.

Hemos conocido el peor exceso de muertes desde 2015 superando las 92.000 personas, como recogen los registros civiles, colocando a España entre los países con más víctimas del mundo. Ahí se hallan muertes por Covid-19 y otras muchas situaciones. Con esto, al ver las cifras “oficiales” de fallecimientos por la pandemia, nos hace pensar que las cifras reales serán mayores, aunque alejadas de los confusos datos ofrecidos por la oposición al gobierno. De todos modos, unas u otras cifras son muy preocupantes y más cuando “esto” no ha terminado, sino que va a perdurar una larga temporada.

Cuando finalice esta pandemia habrá muchas secuelas, miles, cientos de miles de personas afectadas. Al menos, cuatro o cinco personas por cada persona fallecida, podrían sufrir las consecuencias directas de no haber podido iniciar adecuadamente el proceso del duelo, incluidos sus rituales y relaciones interpersonales, algo muy arraigado en nuestra cultura. Además de los fallecimientos no-Covid cuyos familiares y entorno cercano tampoco pudieron despedirse y celebrar rituales. A esos muchos miles de duelos inadecuados ¿cuántos trastornos de estrés postraumáticos, cuadros desadaptativos, adicciones y consumos excesivos, cuantos cuadros severos sumaremos? El riesgo de intensa hipocondría de la sociedad, cuando no psiquiatrización del estrés y de los problemas sociales. Muchas gentes viven la soledad, y quienes ya estaban solas ahora lo están más. A la “fatiga pandémica” se le unió el “síndrome de la cabaña” (difundido en las redes sociales) porque no tienes ganas de salir de casa, te quedas todavía en casa, aunque antes se te caía. Muchas personas comentan el miedo al contagio a pesar de las vacunas, la actitud irresponsable de “mucha” gente, junto a angustia, incertidumbre, etc. No existe ninguna patología con ese nombre, como antes ocurrió con el “síndrome postvacacional”, la “angustia social” y otros cuadros con alguna sintomatología convertidos en patología psiquiátrica. Por detrás es fácil observar la vía de negocio de la industria farmacéutica.

Surgen presuntos expertos y advierten que los suicidios podrían aumentar tras el confinamiento, no durante el mismo. También podrían disminuir. A recordar que, en el confinamiento, hubo mayor protección familiar a las personas más vulnerables y a las más necesitadas de afectos. Abogan por reactivar la economía cuanto antes e invertir en reforzar la atención en salud mental y prevenir el riesgo de casos que esperan tras la crisis con su confinamiento prolongado que… puede fomentar cuadros de ansiedad, estrés, depresión o de conductas de abandono y autolíticas, algunos de ellos con riesgo suicida. De hecho, la Organización Mundial de la Salud prevé que los problemas psicológicos se dupliquen a raíz de esta nueva crisis de la pandemia. Claro que es posible que, con el aumento de desempleo, con la crisis económica que se acerca, vaya a aumentar la patología psiquiátrica. Lo que nos obliga a tener disponibles desde estos momentos los recursos terapéuticos necesarios para prevenir, afrontar y tratar a las personas afectadas o en riesgo, asumiendo, de nuevo, que el apoyo social próximo, de las familias y la comunidad, y las iniciativas sociales son excelentes herramientas.

¿Aumento de demanda asistencial en salud mental?

Lo que nos va a venir en el aspecto psiquiátrico cuando esto acabe, ni lo sabemos. Y todo esto en un mundo de pesadilla desconocido, una sociedad que parecía estar en situación delirante. Personas que salieron a la calle tras dos o tres meses encerrados, viéndolas vacías, o en pocos días abarrotadas de personas, muchos establecimientos cerrados, la gente con mascarillas, muchos policías. Con discursos y normativas de “que no te toquen, ni se acerquen”, “no a esa hora, no a esa distancia”, “con mascarilla”, “no fumes”. No es paranoia, pero se parece a lo que mucha gente entiende como tal.

Es muy probable que nos enfrentemos a situaciones que ya nos resultan similares a otras situaciones de emergencias y desastres anteriores, con consecuencias a nivel orgánico y a nivel cognitivo, emocional y comportamental. No obstante, la inmensa mayoría superaremos estas vivencias sin problemas.

Tendremos que considerar que esta crisis, social y económica, comporta grandes riesgos para la pérdida de derechos. Derechos sociales, laborales, individuales... No me refiero solo a la limitación de movimientos, de espacios y tiempos, de imposibles encuentros colectivos, reuniones y manifestaciones… Nos encontraremos, como ahora en ocasiones, con peligros promocionados, en forma de bulos, mentiras, desinformación y alarmismo, que favorece la aparición de miedos y síntomas muy variados. En nuestro mañana cercano, las pandemias pueden ser un eje esencial de la biopolítica. Esta crisis puede ser una oportunidad para reaccionar como sociedad y generar un amplio debate en el que la biopolítica de la salud ha de ser relevante. En la sombra está el criterio de quién debe ser protegido del daño y quién debe estar expuesto, quién debe vivir y quién debe morir, eso es necropolítica y eso no queremos.

Aprender y apoyar

Es un fenómeno nuevo del que sabemos muy poco y las respuestas, individuales, colectivas e institucionales, surgen de manera desigual. Habrá muchas situaciones de inadaptación a cuestiones que no conocíamos y que desde las ciencias de la salud mental hay escasa formación. Profesionales de la salud mental, y la sociedad en su conjunto, tendremos que aprender de esta pandemia, sobre todo la necesidad de atender colectivamente, a sus gentes, a grupos de riesgo: personas mayores o menores, personas con enfermedades crónicas o en situaciones de exclusión. Junto con los equipos de Atención Primaria y colectivos sociales diversos para fortalecer la salud comunitaria. A considerar que habrá que sortear una tentación, existente en la actualidad, la de medicalizar y psiquiatrizar el malestar psicológico y otros tipos comportamentales, algo que sabemos no es la solución a estos problemas.

Hay otra propuesta y es la de garantizar el abordaje psicosocial comunitario superando el enfoque médico reduccionista de síntomas pasando del diagnóstico al fármaco. Planteamiento que no ignora las consecuencias sociales de la llegada del COVID-19 con sus particulares eventualidades en cada caso. Los profesionales, afectados también por el trauma colectivo, podemos tender a la repetición automática de intervenciones tradicionales ajustadas a modelos médicos sin caer en la cuenta de que pueden existir otras.

Muchas adversidades no se afrontan con psicoterapia o antidepresivos y ansiolíticos, se afrontan con el apoyo del entorno y las medidas que se puedan tomar para atenuar el impacto social y económico que los Gobiernos sean capaces de arbitrar. Lo que más ayuda es tener apoyo familiar o del entorno próximo. Ahora lo hemos comprobado, necesitamos a la familia, no podemos estar días, semanas o meses teniéndola cerca y no verla. Ayudar es una fuente de satisfacción y un método de supervivencia. Si caemos en medicalizar los malestares sociales, las consecuencias pueden ser más dañinas que la propia pandemia. Con el riesgo de que el malestar se cronifique, a veces ligado a lo existencial o a lo funcional de la vida cotidiana, no asociado a la enfermedad.

Se trata de aprender a construir en las nuevas situaciones. Ser capaces de lograr experiencias propias o ajenas que nos encaminen hacia cambios en la manera de vernos, a nosotros mismos y a nuestro entorno. Donde no todo pasa por la respuesta sanitaria, o social. Es el momento de exigir el fortalecimiento de los equipos sanitarios y sociales, especialmente la Atención Primaria y ese amplio campo de lo sociosanitario. Una Atención Primaria integral, no parcelada que podrá mejorar con aumento de su personal y a sabiendas de que, para afrontar los efectos de la pandemia sobre la salud mental, es precisa una mayor solidez de sistema sanitario, no siempre más recursos, pero sí mayor y mejor coordinación, organización y formación de los sectores profesionales. El uso de Internet, de recursos en las redes sociales, pueden ser una importante ayuda para algunos sectores sociales. Debemos mejorar la calidad de la atención a la salud. Sin olvidar potenciar las iniciativas sociales. Intervenciones psicológicas o médicas serán acompañadas de una red de salud pública y de más recursos sociales, con mayor presencia de profesionales de “lo social”, de la educación social y el trabajo social, en las instituciones, los centros sanitarios y socio-sanitarios así como en la comunidad.

Una salud mental comunitaria precisa dispositivos de atención psicoterapéutica, con inclusión de los usuarios, coordinación con las asociaciones de familiares y los grupos de ayuda mutua. Nuestras grandes herramientas son la escucha y el acompañamiento, sin despreciar las formas del saber propio de quienes conviven con la angustia y los conflictos psíquicos. Salud mental también es cercanía social. Esto implica apoyarnos en colectivos sociales, movimiento asociativo, grupos de autoapoyo… y también considerar más los cuerpos, los afectos, equidad y afectividad. No será posible si crece la distancia en nuestros entornos. Debemos defender la idea de una salud donde la población sea recurso de salud, no solo receptor de salud.

Mientras los médicos de familia, enfermería, psicólogas, educadores… han de aprender a hablar de las emociones con sus pacientes. Dedicar más en cada consulta. Hay que organizar una respuesta para hacer frente a una situación que se agravará cuando incrementen los miedos, los duelos, los despidos y la precariedad. Si no queremos dar una salida medicalizada a la crisis tenemos que organizar protocolos con las unidades de salud mental de las comunidades y de los barrios. Además, recuperar vínculos que no será sencillo. Vínculos inter e intrageneracionales. No por obligada responsabilidad con la infancia o por mala conciencia con mayores y gentes con enfermedades crónicas. Ni romper el vínculo con el pasado -las personas mayores- ni con el futuro, las jóvenes generaciones, de quienes decimos que “son el futuro” y al tiempo, deterioramos el medio ambiente en el que han de vivir.

Estamos en un escenario complejo, con nuevas cepas, que causan numerosos contagios y muertes en el mundo. Pero también surgen nuevas opciones esperanzadoras con las campañas de vacunación desde diciembre pasado y nuevos tratamientos para las complicaciones. Será importante dar sentido a lo que pueda venir como escenarios de oleadas, con sus particularidades.

En esas situaciones hay riesgos de psiquiatrización, riesgos de medicalización, y eso destruye la dimensión social, propone respuestas reduccionistas. De esta situación se podrá salir sobre todo de manera colectiva, aceptando la realidad social de que existe un sufrimiento compartido, que impacta de manera diferente según las condiciones sociales. Nunca como ahora, son tan evidentes los determinantes sociales de la salud y la enfermedad. De ahí la importancia de proponer la dimensión social de la psiquiatría, que realiza la salud social comunitaria. Ahí se ha de plantear que se hable no solo desde el sector salud sino también desde las administraciones públicas -el ámbito local favorece la accesibilidad- y desde los medios de comunicación. Por ejemplo, para mayor alcance en la ciudadanía de las medidas de prevención.

En Salud mental, comprobada la insuficiencia de los modelos de bienestar fundados en la “productividad”, tenemos que crear algo diferente para tener una Salud mental comunitaria de verdad. La pandemia, ha cambiado nuestras vidas, esperemos saber adecuar nuestra protección. En el ocio, en las formas de relacionarnos, dentro y fuera de la familia, como dentro y fuera de los medios laborales o círculos sociales. Hay mucho por aprender, a protegernos y a vivir.

La salud mental vive en la pandemia. Alejemos la enfermedad