viernes. 29.03.2024

Las últimas medidas anunciadas por Mariano Rajoy muestran bien a las claras como el presidente de este nuevo protectorado llamado España, ha optado definitivamente por conducir a sus conciudadanos hacia las costas de Sivriada. En aquella mísera isla del mar de Mármara, uno de los gobernadores de Estambul quiso encontrar allá por 1910 la solución definitiva a una de las plagas que, a su juicio, asolaban la ciudad: los perros callejeros. Se estima que más de 50.000 perros fueron capturados y abandonados en aquella isla árida y desierta donde los animales no tuvieron más destino que morir devorándose los unos a los otros.

Unos cinco años después del estallido de la actual crisis del capitalismo de casino, los españoles parece que no tienen otra alternativa que no sea la de desaparecer voluntariamente. Es, sin duda, una opción drástica, pero más directa y eficiente que rodeos económicos como la creación de un banco malo donde desterrar todos los activos financieros tóxicos. No en vano, los activos tóxicos, como las bacterias o las cucarachas, han demostrado su gran capacidad genética de adaptación con la que contrarrestar las, por otro lado, mojigatas y olvidadas medidas de control anunciadas en los primeros años de esta Gran Depresión. De este modo, si el capital se resiste a ceder, parece decirnos Rajoy, la única opción realista es hacer desaparecer a las personas, recluirlas en una nueva Sivriada de ajustes perpetuos donde sin cobertura social, sanitaria, ni colectiva podrá asumir su hobbesiana y neoliberal destino de  destrozarse mutuamente como lobos.

Acabar con los perros y lobos para que sobre los despojos reine el invencible ejército de los chacales y las hienas. Es la clase victoriosa de los carroñeros que nos recordaba recientemente el economista Geoffrey Geuens: esos 13,7 millones de personas –apenas un 0,2% de la población mundial– que controlan el 50% de las acciones bursátiles del mundo, esas 63.000 personas con una fortuna global equiparable al Producto Interior Bruto de todo el planeta durante un año. Una jauría insaciable que reúne ejemplares salvajes como JPMorgan, Golmand Sachs o Barclays. Alimañas astutas capaces de incluir en sus consejos de administración afamadas pieles de cordero como Felipe González, José María Aznar o Kofi Annan. Todos debemos resignarnos a nuestra reclusión definitiva en Sivriada para que ellos puedan seguir aullando.

La manada marca su territorio de orines y Rajoy, sumiso, se convierte en el buen vasallo de las bestias, obediente sin necesidad de zarpazos. Los últimos consejos de ministro han sido pródigos en los mejores cuidados para la camada. Bocado certero a los derechos de los trabajadores y empleados públicos. Dentellada implacable a la protección de la costa, mordisco famélico a los salarios, desgarros con el colmillo de autoridad a las marchas mineras por las calles de Madrid. Y mientras tanto Alfredo Rubalcaba calla, con la prudente responsabilidad de quien espera que algún día, tal vez, pueda recibir la prometedora llamada de algún coyote.

El gobierno de Mariano Rajoy ya lo ha decidido. Eso sí, en contra de su voluntad. A la fuerza, sin libertad, pero con realismo. No hay más remedio. Es preciso asumir nuestra culpa para después sacrificarse y subir, cabizbajos, a bordo de las barcazas que nos conducirán hasta Sivriada. Hacerlo relajados, sin mostrar temor ante el posible oleaje, para una vez en la arisca tierra entregarse con el entusiasmo de los mártires a la patriótica misión de despedazarnos.

Puede que, pese a todo, algunos insistan en cuestionar el cruel infortunio de los perros. No importa, para ellos Andrea Fabra, la sabia y prudente adiestradora de buitres, tendrá palabras de consuelo: ¿Los perros?... Los perros que se jodan.

Rumbo a la isla de los perros