martes. 19.03.2024
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Los temporales arrasan costas, generan grandes inundaciones y riadas, y movilizan grandes cantidades de contaminantes. De forma recurrente, numerosas zonas se ven afectadas por graves daños materiales, personales y ambientales. ¿Qué está sucediendo? ¿Por qué, de manera sistemática, tenemos que asumir elevados gastos de indemnización y reconstrucción, y publicar declaraciones de zonas catastróficas?

Debido a los eventos meteorológicos extremos y los recurrentes desastres de los últimos meses, se ha vuelto a cuestionar si merece la pena reconstruir y recuperar las zonas afectadas si no somos capaces de implementar medidas correctoras que eviten nuevas catástrofes.

Es evidente que algo estamos haciendo mal, o no estamos haciendo. Las propuestas basadas en soluciones aparentemente “sencillas”, que podríamos incluir dentro de la ingeniería clásica, implican la construcción o instalación de obras generalmente costosas cuyos efectos no parecen garantizar –o al menos no lo han demostrado hasta ahora– la protección total frente a los peligros naturales.

Por eso empiezan a ser numerosas las voces que insisten en adoptar medidas que realmente reduzcan de forma significativa el riesgo de que se generen grandes daños.

No se trata aquí de identificar si la intensidad y frecuencia de los eventos extremos están o no relacionadas con el cambio climático.

Lo que nos interesa, dado que lo que buscamos es implementar medidas correctoras eficaces, no es tanto explicar por qué se producen los fenómenos naturales, sino por qué se genera un riesgo tan elevado, es decir, por qué se producen daños tan graves. Para ello, consideremos algunos de los casos más frecuentes.

Riadas y desbordamientos de ríos

Las fuertes precipitaciones o los deshielos rápidos –o ambos factores a la vez– aumentan la intensidad, en términos de energía y volumen, del agua que discurre por la superficie del terreno. En esta situación, los cauces fluviales no son capaces de canalizar toda el agua y la corriente fluvial se desborda, anegando los terrenos circundantes más bajos.

Esto que pudiera parecer algo singular no lo es tanto cuando estudiamos la morfología fluvial. Podemos reconocer esos terrenos que periódicamente se inundan por la propia dinámica natural del río y que, por ello, los llamamos llanuras de inundación.

Cualquier construcción, infraestructura, o cultivo que se halle en esos terrenos inundables tiene una alta probabilidad de ser afectado por la crecida de las aguas. Y aquellos más próximos al cauce, por fenómenos de modificación de este –por ejemplo, excavación de las márgenes– como consecuencia de la energía de la corriente.

En muchos casos, las infraestructuras fluviales (presas, embalses, azudes, canalizaciones, etc.) no son capaces de evitar el desbordamiento, las inundaciones o riadas cuando ocurren fenómenos meteorológicos muy intensos, como precipitaciones muy abundantes en un corto periodo de tiempo.

Si los efectos naturales de las riadas e inundaciones –erosión de cauces, anegación por agua y sedimentos, sedimentación– los amplificamos con afecciones antrópicas en la cuenca hidrográfica –como deforestación, degradación de suelos, contaminación, cambios en el uso del territorio– o la gestión inadecuada de las infraestructuras hidráulicas, el riesgo de daños se eleva notablemente.

Movilización y acumulación de contaminantes

Estos fenómenos también están relacionados con eventos de precipitación intensa, aunque no son tan conspicuos –pero igual de importantes– como en el caso anterior.

Las precipitaciones abundantes dan lugar a una elevada escorrentía superficial que, por su energía, será capaz de erosionar y arrastrar una gran carga de partículas. Si ocurre en un suelo contaminado, este fenómeno genera la movilización del contaminante que, por la propia dinámica de la sedimentación, probablemente quedará acumulado en otras áreas.

Ni siquiera es necesario que se produzca el desbordamiento y la inundación para que las partículas contaminadas sean erosionadas, arrastradas y finalmente depositadas después de haber recorrido cierta distancia.

Quizás este proceso pueda parecer secundario, casi insignificante, frente a los grandes desbordamientos e inundaciones. No lo es tanto cuando se trata de grandes acumulaciones de residuos o extensiones importantes de suelos contaminados o con concentraciones elevadas de fertilizantes, pesticidas, metales pesados. Un problema añadido, además, es que el agua no solo moviliza partículas, sino que también lo moviliza material en disolución.

En casos de contaminación localizada –como suelos industriales, mineros, etc.–, se han implementado medidas de contención que han demostrado ser ineficaces. En los casos de contaminación difusa (no hay realmente una fuente localizada) como ocurre con fertilizantes y pesticidas en los suelos agrícolas, es aún más difícil implementar sistemas de contención.

Alteraciones en el litoral

Los temporales generan un fuerte oleaje como consecuencia de los fuertes vientos que inciden sobre la superficie del mar. El impacto de grandes olas da lugar a la rotura de construcciones e infraestructuras.

En muchos casos, se produce una modificación notable de la morfología litoral y la desaparición de playas. El agua marina puede llegar a penetrar –como recientemente ha ocurrido en el delta del Ebro–, varios kilómetros en las zonas más bajas del litoral, anegándolas. Cuando el temporal cesa y el agua se retira o evapora, queda sobre los suelos una capa de sedimentos y de sal.

Como hemos podido comprobar recientemente, las medidas de protección al oleaje –si existen– son escasas, inadecuadas o simplemente inviables de plantear por su coste económico o ambiental.

Como ocurre con los ríos y las llanuras de inundación, en el litoral existe una franja que puede verse periódicamente afectada por la acción del mar durante los eventos meteorológicos extremos. El riesgo de daños y pérdidas durante tales eventos, dependerá –además de la intensidad del evento– del uso que estemos dando a esa franja.

Medidas correctoras, respetuosas y sostenibles

Entonces, ¿qué medidas alternativas a las ya conocidas, podemos adoptar, que sean realmente eficaces frente al riesgo? La estrategia más directa es asumir que no podemos alterar la dinámica de los procesos naturales, y menos cuando se asocian a eventos extremos, de una gran energía. Esto implica no hacer ningún tipo de actuación y dejar que el entorno se autorrecupere por sí mismo –la resiliencia de la naturaleza como medida de recuperación–, asumiendo que hagamos lo que hagamos, lo realmente eficaz para reducir el riesgo es evitar la exposición al peligro.

¿Pero realmente no podemos hacer algo más, no podemos intervenir de forma activa? Afortunadamente, hoy en día disponemos de herramientas –sensores remotos, modelos hidrológicos– que nos pueden ayudar a evaluar la peligrosidad y efectos de los procesos naturales para reducir la exposición al riesgo.

Pero hay más: podemos llevar a cabo actuaciones respetuosas y sostenibles con los procesos naturales que sirvan por una parte para ayudar a la recuperación natural, y por otra, reducir la peligrosidad, y con ello, el riesgo.

Hay buenos ejemplos de este nuevo planteamiento que va siendo progresivamente más aceptado. Uno de ellos, aplicable a entornos muy afectados por la actividad del hombre, es la restauración geomorfológica.

La estrategia pretende devolver el entorno a las condiciones morfológicas naturales que existían antes de la afección. Estas representan las condiciones más estables –es decir, menos peligrosas– en el tiempo, incluso aunque ocurran eventos extremos. Esto podría aplicarse tanto a entornos fluviales como a litorales: la morfología natural es la más estable, y por ello, la que condicionará un menor riesgo.

Así, como premisa de partida, debemos empezar a pensar que no se trata de implementar medidas que vayan en contra o alteren la dinámica de los procesos naturales. Se trata más bien de adaptarnos a esa dinámica. Y esto únicamente es posible con un conocimiento profundo de tales procesos, de los factores que los controlan y de su interrelación. Si no se hace así, tendremos que seguir asumiendo grandes daños y pérdidas cuando ocurran eventos meteorológicos extremos.The Conversation

Javier Lillo Ramos, Profesor de Geodinámica e investigador en geología y cambio global, Universidad Rey Juan Carlos y Francisco Carreño Conde, Profesor de Hidrogeología y director del Máster en Hidrología y Gestión de los Recursos Hídricos, Universidad Rey Juan Carlos. Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.


 

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