jueves. 28.03.2024
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Las Universidades españolas en los últimos años se están sometiendo a un ojo escrutador público muy intenso, en algunas ocasiones con una presunción de que se está deteriorando notablemente la calidad de la formación que proporcionan, no respondiendo debidamente al perfil de los profesionales que demanda el mercado, al tiempo que las Universidades pierden protagonismo en su participación en el desarrollo de la investigación potente orientada a la innovación y el desarrollo que necesita el país. En muchas ocasiones tales consideraciones críticas resultan sobradamente fundadas, si bien al propio tiempo estamos escasos de evaluaciones objetivas de resultados que detecten donde se encuentran los fallos; unas evaluaciones que acierten especialmente en las medidas más apropiadas para reorientar el rumbo de una institución que debe ser central en tantas vertientes de la sociedad compleja que vivimos. Eso sí, a veces se olvida que la Universidad también ha sufrido un notable deterioro derivado de la reducción del gasto público, con notable presión sobre quienes la gestionan y prestan el correspondiente servicio público.

Este contexto con toda seguridad no es el más adecuado para efectuar parcheos, medidas que retocan aspectos aislados del sistema, sin considerar el impacto que tienen sobre el resto del modelo y, desde luego, que se presentan en el peor momento. Poco recomendable resulta empezar exclusivamente a actuar sobre la duración del actual sistema de grados universitarios, como si se pudiera tocar sólo ese elemento sin reconsiderar el resto del modelo. Por ejemplo, no se toma en consideración qué impacto puede tener todo ello sobre las asignaturas básicas del primer año, la subsistencia de los erasmus, la pervivencia de las prácticas externas de los alumnos o la función del trabajo fin de grado. En definitiva, se cambia una importante ficha del edificio sin explicar donde se encuentra su efectivo fundamento, sin presentar el imprescindible estudio previo de diagnóstico y objetivos, así como la ponderación de costes económicos de todo ello.

Resulta obligado tener en cuenta que en estos momentos apenas han salido dos promociones del actual sistema de grados a cuatro años y ya se pretende cambiarlo, que desde fuera el mercado de trabajo apenas tiene capacidad para conocer las diferencias entre unas formaciones y otras para selección de su personal, que un proceso de cambio de planes de estudios supone un ingente número de horas de trabajo para el conjunto del profesorado que desvían el esfuerzo cotidiano, etc.

En todo caso, lo más difícil de comprender es la razón de ser del cambio que se propone. Así, el Real Decreto recién aprobado viene a defender que el actual sistema español difiere por completo del que funciona en el resto de Europa, cuestión más que discutible cuando se observan notables diferencias entre unos y otros Estados y algunos de ellos están ahora arrepentidos de haber hecho ciertos cambios e igual los reconsideran. En todo caso, aceptando que es cierto que es precisa una homogeneización con el resto de Europa, lo que no puede decirse al mismo tiempo es que se ofrece un sistema flexible, derivando a cada Universidad que decida la duración que quiere establecer para sus títulos. Efectivamente, es cierto que resulta necesaria una homogenización de las titulaciones, pero en tal caso el Gobierno de la nación debería coger el toro por los cuernos y decidir cuál es la duración más adecuada, pues de lo contrario tendremos un resultado caótico. Salvo que todo sea ficticio, un puro artificio, por cuanto que después en el fondo lo que se pretenda sea obligar, por vía de la financiación ofrecida a las Universidades, a programar todos los grados con idéntica duración, o bien porque una vez que una Universidad introduce los grados de tres años, acabaremos todos a una como Fuenteovejuna.

Es cierto que hace falta flexibilidad en esta materia, pero no para que cada Universidad establezca un criterio distinto, sino flexibilidad según la naturaleza de los estudios. Lo que casi nadie se atreve a reconocer es que hay cierto tipo de estudios que requieren grados de mayor duración y otros de menos, pero a igualdad de estudios la misma duración en todas y cada una de la Universidades. Claro que, para hacer esto, de nuevo es preciso que de manera unificada se fijen a nivel estatal qué estudios requieren tres años y cuáles cuatro años. Y, obviamente, para todo ello es preciso que también a nivel estatal se fije un catálogo unificado de titulaciones, así como unas directrices básicas comunes de los contenidos de cada título, pues lo contrario nos reconduce a intereses corporativos internos que en nada velan por los generales del sistema. Sólo con ese marco básico común a nivel estatal se puede lograr realmente una auténtica y necesaria homogeneización con Europa.

Reforma de la duración de los grados universitarios