sábado. 20.04.2024
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El hombre ha desarrollado a lo largo de la Historia diferentes formas de ficción. En esta reflexión se pretende analizar algunas de las que más han influido en sus formas de vida, como las relacionadas con la religión, el nacionalismo o los sistemas de poder político. Permeados entre sí, los discursos religiosos, y de algún modo, los nacionales, han surgido como dogma, y muchas de las narrativas vinculadas al poder se han vuelto dogmáticas, en especial, las relacionadas con sociedades autoritarias.

El filósofo y teólogo alemán del siglo XVIII, Johann Gottfried von Herder, precursor del romanticismo, sostenía que el nacionalismo es una visión del mundo y de la realidad humana dividida en pueblos o naciones. En este sentido, puede concebirse también como actitud emocional o sentimiento de adhesión a un territorio, lo cual lleva implícita la identificación y lealtad del individuo con su colectividad. 

Podemos señalar con el filósofo checo Ernest Gellner que el nacionalismo como lo conocemos hoy surge en el siglo XIX al calor de la Revolución industrial y de la mano del Romanticismo, contemporáneo de las grandes ideologías seculares, período en el que se acuñó el concepto ‘Volkgeist’ o espíritu del pueblo: “Las civilizaciones agrarias no engendran nacionalismo; son las sociedades industriales las que lo engendran” [1]. La industrialización, como una de los resultados más significativos de la revolución burguesa, trajo como consecuencia el predominio de la cultura. Con ello, la alfabetización, la extensión de la educación o la lengua. Al mismo tiempo, la doctrina religiosa inicia una suerte de decadencia, consecuencia también de haberse entregado la nueva sociedad al desarrollo económico propio del modelo productivo capitalista, así como al crecimiento cognitivo que en no pocas ocasiones resulta incompatible con prácticas rituales, con valores morales y ,en general, con formas y estructuras sociales agrarias. “Así nace la edad del nacionalismo”, asegura Gellner [2]. Como también señala el historiador José Álvarez Junco, “sólo con el Romanticismo llegó el principio de las nacionalidades, lo que dio lugar al intento de adecuar las fronteras políticas a las unidades étnico-culturales; pero también a toda una reinterpretación de la cultura, y de la historia en particular, en términos nacionales” [3].

Constituida la nación independiente, tenemos a los “nacionales genuinos”, y al resto, es decir, ciudadanos de segunda, sean inmigrantes, no hablantes de la lengua vernácula y otros colectivos que por diferentes razones no son considerados ‘auténticos’ ciudadanos nacionales

Por su parte, el filósofo e historiador Ernest Renan afirmaba que “la antigüedad no conocía las naciones en nuestro sentido; sus Estados ciudades conocían el patriotismo y también hubo conjuntos imperiales y otras aglomeraciones mayores, pero no naciones”, advirtiendo en 1882 del papel que tiene la amnesia en la formación de las naciones: “El olvido, incluso diría, el error histórico, son un factor esencial de la creación de una nación” [4].

Renan señalaba asimismo que el nacionalismo en la Europa Occidental no se formó de la misma manera que en la Europa Oriental, con sus excepciones, como veremos en casos como Escocia y Cataluña, estudiados por John Elliot. Mientras en Francia o en el Reino Unido tuvo un papel relevante la voluntad de construir una nación frente a las cuestiones puramente etnográficas, en países como la República Checa o Rusia las epopeyas y leyendas medievales fueron determinantes [5]. 

Siguiendo a los principales investigadores del nacionalismo, no podemos asegurar en ningún caso que la Historia arroje argumentos científicos que justifiquen el surgimiento de una nación, sino, más bien, un conjunto de elementos subjetivos de diferentes categorías: desde mitológicas, legendarias o literarias, hasta etnográficas, antropológicas o lingüísticas (éstas con un peso considerable), pasando por aspectos históricos determinados convenientemente adaptados al interés nacional. Álvarez Junco define las naciones como “construcciones históricas de naturaleza contingente”, que se nutren de sistemas de creencias y de adhesión emocional que surten efectos políticos de los que se benefician ciertas élites locales” [6].

El concepto de “nación” no surge, como afirman algunos historiadores, hace dos siglos, sino mucho antes, tal como demuestra Álvarez Junco. Ya desde antiguo existían naciones pero no como se entiende ahora, es decir, identidades colectivas con plena soberanía sobre un determinado territorio. En la era premoderna se hablaba de clanes, linajes, etnias y también de “naciones“, pero no en el sentido que nosotros le damos ahora porque “no estaba vinculado a la legitimación del poder como expresión de la voluntad colectiva” [7]. Las identidades nacionales “no son eternas –sostiene A. Junco-, no son hechos naturales… como los ríos o las montañas”, que surgieron en algún momento indeterminado del pasado. En unos casos, acabaron desapareciendo, como los imperios romano, otomano o bizantino; en otros, se mantienen vigentes. 

Pero, como pasa en la Historia, nada es eterno, y menos las identidades colectivas. Ninguna nación que haya obtenido su independencia está libre de verse enfrentada en algún momento de su historia a nuevos movimientos nacionalistas surgidos al interior de sus fronteras. El término latino “natio” significa “nación” a la que se pertenecía por haber nacido en un determinado lugar. La ciudad de Roma se caracterizaba por acoger a personas procedentes de cualquier zona del Imperio, de modo tal que en sus barrios periféricos se asentaban, entre otras, las “nationes” de comerciantes judíos o sirios de la diáspora. 

Álvarez Junco define nación como “conjunto de seres humanos entre los que domina la conciencia de poseer ciertos rasgos culturales comunes (es decir, de ser un “pueblo“ o grupo étnico) y que se encuentra asentado desde hace tiempo en un determinado territorio, sobre el que cree poseer derechos y desea establecer una estructura política autónoma” [8]. Nación y Estado se confunden con frecuencia. El historiador resuelve esta confusión atribuyendo a nación un carácter cultural e histórico, y a Estado, una naturaleza jurídica y territorial. En virtud de ello, propone la siguiente definición de Estado: “Conjunto de instituciones públicas que administran un territorio determinado, dotadas de los medios coactivos necesarios para requerir la obediencia de los habitantes a las normas por ellos establecidas y extraer los recursos necesarios para la realización de sus tareas” [9].

Otro término que asimismo se presta a confusión es Estado nación. El historiador estadounidense de origen checo, Hans Kohn, investigador del nacionalismo, usó este concepto referido a un estado de mayor “intensidad administrativa” que las antiguas ciudades-Estado o las instituciones políticas del Antiguo Régimen. Para Á. Junco no se sostiene la pretensión de asimilar Estado a nación, pues aquél “no puede presumir de una homogeneidad cultural que refleje con fidelidad el ideal nacional”. Asegura que la fórmula Estado nación” puede defenderse siempre que tengamos claro que nos estamos refiriendo a un constructo ideal desprovisto de realidad, y en este sentido, propone definirlo como “una estructura política soberana con fronteras claramente definidas que pretende coincidir con una nación o sociedad culturalmente integrada” [10].

También es frecuente la identificación de nación con territorio. Una vez conseguida, el paso siguiente es la identidad étnica. Es una constante del nacionalismo insistir en sus diferencias para reclamar el control político del territorio. Cuando éste se ha consolidado, el siguiente paso es suprimir la heterogeneidad, sea cultural, lingüística, étnica, religiosa, etc., llegando incluso a establecer en su seno dos clases diferenciadas de ciudadanos, como vimos en el caso de los ciudadanos turcos no musulmanes. Constituida la nación independiente, tenemos a los “nacionales genuinos”, portadores del sentir y del espíritu de la nación, y al resto, es decir, ciudadanos de segunda, sean inmigrantes, no hablantes de la lengua vernácula y otros colectivos que por diferentes razones no son considerados ‘auténticos’ ciudadanos nacionales.


[1] Gellner, E.: Cultura, identidad y política. El nacionalismo y los nuevos cambios sociales. Gedisa, 2019, p. 29
[2] Ibid., pp. 27-28
[3] Álvarez Junco, J.: Dioses útiles. Galaxia Gutenberg, 2016, p. 23
[4] Renan, E: Qu’est-ce qu’une nation? París, 1882
[5] Ibid., p. 68
[6] A. Junco, op. cit., p. XIX   
[7] Id., p. 51
[8] Id., p. 46
[9] Id., p. 46
[10]  Id., p. 46

El discurso nacionalista (I)