viernes. 29.03.2024
monseñor

Hace unos meses, el entonces portavoz de la Conferencia Episcopal, Martínez Camino, afirmaba en una rueda de prensa que se estaba produciendo una creciente secularización que amenazaba la moral de la ciudadanía; hablaba de la moral católica como si más allá de la Iglesia católica no hubiera otra moral; este monseñor ignoraba (aún, creo, que ignora) que dicha secularización tiene otra causa que le afecta más: el desprestigio creciente de la jerarquía y de la institución católica oficial. Olvidaba el monseñor que la secularización y el creciente alejamiento de la iglesia católica de los ciudadanos se debe, fundamentalmente, a la propia iglesia y a su jerarquía por sus continuas injerencias en nuestras leyes democráticas, por su indebida intromisión en nuestra plural forma de convivencia - mientras mantiene un silencio escandaloso ante los muchos casos de corrupción propia y de algunos políticos y entidades financieras- y, de modo especial, por los enormes privilegios de tipo simbólico, jurídico, tributario, económico y concesión de servicios que disfruta, vulnerando el principio de igualdad y de aconfesionalidad que establece la Constitución de 1978.

A estas alturas del siglo XXI, resulta incomprensible, pues, que la Iglesia católica no haya interiorizado que el poder y los privilegios de los que disfrutó durante la época franquista y el nacional-catolicismo, no compaginaban bien con el espíritu y la letra del evangelio –evangelio que la iglesia decía defender-, ni son admisibles ahora en un estado aconfesional. La libertad y autonomía políticas de un país independiente exigen necesariamente la separación entre Iglesia y Estado; principio este defendido con frecuencia, pero rara vez comprendido y practicado. Defender que entre Estado e Iglesia debe existir colaboración desde la separación significa que el Estado no debe hacer ninguna evaluación de las ideas políticas, sociales, éticas, religiosas o de otro tipo de sus ciudadanos. La preocupación del Estado debe ser sólo con las acciones de los ciudadanos que dañan los derechos individuales o colectivos; el Estado no debe ni perseguir, ni tolerar o no, ni fomentar ningún tipo de ideas; es su deber ser respetuoso con las ideas como tal. Lo mismo debe decirse de la Iglesia, cuya acción se circunscribe sobre aquellos creyentes que libre y voluntariamente han aceptado sus dogmas y moral; resulta, pues, inadmisible la injerencia continua de la iglesia en la autonomía de acción que compete a cualquier sociedad libre. Romper, pues, los acuerdos con la Santa Sede no es un capricho laico, es una cuestión de supervivencia para nuestra libertad y para nosotros mismos, como individuos y como sociedad; el Partido Popular debería tenerlo claro y actuar en consecuencia.

Con estas reflexiones intento analizar las poco acertadas declaraciones al diario Sur hechas por el arzobispo emérito Fernando Sebastián, a quien el Papa Francisco impondrá próximamente el capelo cardenalicio. En ellas afirma que "con todos los respetos digo que la homosexualidad es una manera deficiente de manifestar la sexualidad, porque ésta tiene una estructura y un fin, que es el de la procreación. Una homosexualidad que no puede alcanzar ese fin está fallando. Eso no es un ultraje para nadie. En nuestro cuerpo tenemos muchas deficiencias... Yo tengo hipertensión, ¿me voy a enfadar porque me lo digan? Es una deficiencia que tengo que corregir como pueda. El señalar a un homosexual una deficiencia no es una ofensa, es una ayuda porque muchos casos de homosexualidad se pueden recuperar y normalizar con un tratamiento adecuado. No es ofensa, es estima. Cuando una persona tiene un defecto, el buen amigo es el que se lo dice.” Durante la entrevista, sobre el aborto, dice que “le inquieta que la sociedad española haya asimilado la normalidad del aborto. Es un debate mal planteado. Se elude la verdad del aborto, pues no es la interrupción del embarazo, es la interrupción de la vida de un ser humano incipiente que está en el vientre de su madre”. Y se pregunta: "¿Una mujer sensata y normal es capaz de reclamar el derecho a acabar con la vida del hijo que lleva dentro? No tiene sentido políticamente ni antropológicamente hacer del aborto una bandera de modernidad".

Conocí a Fernando Sebastián cuando era profesor en la Universidad Pontificia de Salamanca en el año 1967. Como decíamos entonces los alumnos, así los calificábamos, Fernando Sebastián, con una cabeza bien amueblada, era un profesor progresista; junto a él se encontraban Olegario González de Cardedal, José María Setién, José Ignacio Tellechea, Casiano Floristán…Todos ellos influidos, entre otras, por las tesis de Maritain en cuanto a la autonomía de la sociedad civil y del Estado en relación a la Iglesia, consagradas por el Vaticano II y más tarde por Pablo VI en la “Populorum Progressio”.

Analizando en estos momentos su trayectoria teológica y pastoral habría que utilizar la frase pronunciada por Eneas en la Eneida de Virgilio: “Quantum mutatus ab illo!”, Ciertamente, ¡cómo ha cambiado su Eminencia en su inflexión en el conservadurismo! Con sus comentarios sobre los homosexuales y el aborto, Fernando Sebastián, otrora profesor progresista, se aleja definitivamente del ala renovadora de la jerarquía católica de los setenta y primeros ochenta que él tanto alentó desde la Conferencia Episcopal y la Universidad Pontificia de Salamanca. No debe desconocer el nuevo cardenal que un debate mal planteado y una manera equivocada de entender la sociedad es que a los ciudadanos se les obligue a aceptar, contra su voluntad, las decisiones de un poder autoritario y no democrático como es la Iglesia católica, cuando una institución religiosa pretende decidir en lugar del ciudadano cómo debe ser su vida, porque ¿quién puede disponer sobre la propia vida salvo quien la vive? El derecho de cada uno a decidir sobre su vida y cómo la quiere vivir es un derecho primordial e inalienable que constituye la base de todos los demás.

Lo que sorprende de estas declaraciones del arzobispo emérito Sebastián es que desconozca que estos temas de los que opina –puede opinar como cualquier otro ciudadano- ya no pertenecen al campo de la omnipresente teología, de la que es sabio maestro, ni pueden determinar la acción del poder político; pertenecen a la ciencia, la antropología, la sociología y a la comprensión temporal y autónoma que hoy tenemos los ciudadanos de nosotros mismos, no sometida a la inmemorial estructuración religiosa de la iglesia; la laicidad, por fin, es un valor adquirido e inalienable en las sociedades avanzadas.

Le recuerdo a mi antiguo profesor Fernando Sebastián, con párrafos de un certero análisis de otro profesor, Josep Ramoneda, en su artículo La nueva alianza de la derecha y el altar, que España salió a finales de los setenta de un régimen que tenía en el nacional-catolicismo su principal fuerza ideológica; el dictador había confiado a los obispos la tarea de adoctrinar a los ciudadanos, pero desde finales de los años sesenta, años en los que los españoles fuimos recobrando las libertades, la hegemonía ideológica católica se fue agrietando y, durante la transición, la Iglesia sufriría la penalización por su alianza con el régimen franquista. Y no se ha recuperado, mal que le pese. La ley del divorcio de 1985 fue la primera gran batalla perdida por la jerarquía eclesiástica. Desde entonces ha ido encadenando derrotas hasta llegar al matrimonio homosexual y a la asignatura de la Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos, suprimida torpemente en la nueva ley de educación, la llamada LOMCE del ministro del desdén, José Ignacio Wert. España, sin embargo, no ha alcanzado aún la madura fase de ser un Estado laico; la Iglesia institución y la jerarquía católica han recuperado algo de oxígeno gracias a su temporal alianza con el Partido Popular. El Estado, oficialmente aconfesional, gracias al Gobierno de Rajoy, desde 2012, la sigue protegiendo, incapaz de financiarse por sí misma, tratándola con privilegios económicos y legales que quiere seguir manteniendo.

Espero con estas reflexiones no incordiar la tranquilidad de Monseñor Fernando Sebastián, mientras aguarda en Málaga que llegue el momento en el que el Papa Francisco le imponga el capelo cardenalicio. En cualquier caso, mis palabras de antiguo alumno no deberían molestarle tanto como él lo ha hecho con las declaraciones que recojo; al menos no tengo la obligación de la prudencia que debe conducir el magisterio de un Cardenal; sabe su Eminencia que es propio del mensaje evangélico alentar la esperanza de la comprensión para los fieles que viven su homosexualidad o deciden abortar responsable y  libremente y no enviarles al psiquiatra para que se traten o curen “estas enfermedades”, como usted recomienda.

Reflexiones para el nuevo Cardenal español