martes. 23.04.2024

El Siglo XIX español es un compendio de desastres políticos protagonizados, en una parte importante, por la dinastía de los Borbones, familia que acabó adquiriendo el formato de azote bíblico y cuyas acciones nos condenaron a largos periodos de guerras, despropósitos y fiascos que conviene tener presente a la hora de evaluar el actual problema creado por el penúltimo ejemplar de la saga.

Tras los trastornos bipolares de Felipe V y Fernando VI, éste último acabó como una auténtica regadera dedicado a comerse sus propias heces en el castillo de Villaviciosa de Odón, la llegada de Carlos III parece dar un respiro al país, pero nos deja a su hijo Carlos IV. Rey débil de mente y carácter cuyo peor defecto es, sin duda, haber puesto en circulación al nunca demasiado repudiado Fernando VII, posiblemente el peor rey de España y uno de los peores de la historia de Europa. Sólo con este elemento presente en una dinastía, es bastante para desacreditar a cualquier familia, seguro.

Enraizado en tan fecundas raíces de problemas, el nefasto XIX comienza con la guerrita doméstica entre Fernando VII y  su traicionado padre tras décadas de inestabilidad y desarreglos mentales que nos ofrecen manías, depresiones,flaqueza y una estable tendencia al disfrute del fornicio, una constante que podemos ver tanto en su rama masculina como en la femenina.Fernando VII consiguió desquiciar a todos y terminó por dejarnos montado el carajal Carlista que nos costó tres guerras, gracias a la Pragmática Sanción y al espantoso reinado de Isabel II tras la regencia de su madre, profesional de las corruptelas y acaparadora de dinero a costa de cualquier principio ético y moral.

De este rey, entregado al disfrute de su enorme pene, queda en la familia una estupenda afición al sexo cuyo máximo exponente lo encontramos en Isabel II de la que se maneja, como un hecho indiscutido, que ninguno de sus 12 embarazos registrados tuvo el mismo origen masculino. Su consorte, llamado Doña Paquita en la Villa y Corte (Francisco de Asís de Borbónduque de Cádiz), tuvo la cachaza de aguantar sus esplendorosos  cuernos refugiado en su conocida homosexualidad pregonada, en primer lugar, por su  esposa tras la noche de boda: “Poco se puede esperar de un novio que, en su noche de bodas, aparece en el lecho nupcial con más puntillas que la novia”. Dicho lo cual, ancha es Castilla y más ancha mi cama, en la que hubo sitio para media corte pero jamás hubo tiempo ni ganas para aprender a leer con soltura y mucho menos para escribir decentemente. Eso sí, las cosas del dinero jamás las perdió de vista y fueron decisivas para que la empaquetáramos en un tren camino de París.

Tal y como le habían asegurado a D. Antonio Cánovas del Castillo, se comprobó que “tarde o temprano, los Borbones, te la lían”

Los desastres del sexenio democrático, de la Primera República y el fallido intento de Amadeo de Saboya, acabaron con el rescate de Alfonso XII conspirado por varios pero que acabó bajo responsabilidad de Cánovas del Castillo, tras el espadazo de Martínez Campos. Eso sí, bajo condiciones de aislamiento: el chaval puede venir, pero la madre, sus amantes y sus corruptelas, que se queden en París, que de eso ya tenemos el catálogo completo. Y el infante no empezó del todo mal, pero la cabra tira al monte y la bragueta acabó ocupando el pertinaz destino de gran parte de su tiempo. Hasta tal punto eran conocidas las juergas y francachelas del monarca tras la muerte de su primera esposa, que Cánovas tuvo que ponerse serio y amenazar con la abdicación o la formalidad institucional. 

La muerte temprana nos evitó el final de la historia, pero de su hijo lo sabemos todo, incluido su “hooliganismo” africanista, sus chanchullos económicos - impuso su participación accionarial entre otras, en la Hispano Suiza junto con la  creación de una absurda factoría en Guadalajara- y su comodidad para la convivencia con las aficiones golpistas de algunos  militares, lo que acabó de enfrentarle con el pueblo y afianzando el rechazo de casi todos en favor de la república.

Su exilio romano se consumió entre la bebida, el juego y alguna que otra amante con la que pasaba el tiempo de cigarro en cigarro, maravilloso ejemplo que su hijo Juan desarrolló hasta el profesionalismo en su casa de Lisboa -La Giralda - mientras pasaba la gorra entre los monárquicos españoles para pagarse las borracheras matrimoniales y la ruleta de Estoril. A su muerte, se supo -con años de retraso - que su fortuna personal era considerable: algunas fuentes aseguran que fueron más de 1.000 millones de pesetas depositados, cómo no, en Suiza. Parece ser que Suiza ejerce una atracción fatal sobre la genética familiar, ya lo hemos podido comprobar.

Tal y como le habían asegurado a D. Antonio Cánovas del Castillo, se comprobó que “tarde o temprano, los Borbones, te la lían” y con el exilio de Alfonso XII se cerraban los polvos del XIX, pero los lodos esperaban a las puertas de la historia encarnados en Juan Carlos I, en cuya persona hemos podido ver, corregidos y aumentados, los tradicionales líos de los Borbones españoles. Cierto que empezó bien y sorprendiendo a los unos y a los otros: tras décadas de convivencia y público apoyo al franquismo, se nos desveló como apasionado de la monarquía constitucional y demócrata convencido…además de un extraordinario  comisionista defraudador de impuestos y un golfo cuyas juergas hemos pagado todos  a escote. Eso sí, paganos sin derecho a roce o la más mínima  participación en esas carísimas juergas.

A ver cómo acaba el reinado de Felipe VI, ese al que su propio padre se lo ha puesto realmente complicado

Empezamos ahora a saber de sus apaños,de sus imposiciones al CESID, de los pagos realizados a una de sus amantes y se supone que acabaremos sabiendo la verdad de todos sus devaneos y de todos los pagos realizados, que completados con costes diversos, van a sumar un buen pico.Efectivamente, Juan Carlos ha confirmado que con todos los de  su estirpe los líos acaban llegando, por mucho que, al empezar sus reinados, parezca que no se van a producir.

Dicho todo lo anterior, cabe preguntarse por las razones que llevan a un rey a malbaratar su legado y a poner en riesgo el reinado de su propio hijo y de su dinastía entera justo en el momento en el que estaba en condiciones  de ser considerado, justamente, como la cabeza del mejor periodo de la historia de España. Por desgracia, desgarrado el velo del sagrario, parece obvio que el juicio de la historia sobre el penúltimo de la saga lo acabará colocando junto a los otros Borbones, todos esos  de los que, con toda razón, siempre se ha sabido que “te la acaban liando”. 

A ver cómo acaba el reinado de Felipe VI, ese al que su propio padre se lo ha puesto realmente complicado.

Los polvos del XIX y los lodos del XXI