sábado. 20.04.2024

Si los partidos políticos nacieron en el Reino Unido en el siglo XVIII no fue una casualidad ni un designio de la providencia. Aunque se dice usualmente que los partidos ingleses (tories y whigs) nacieron en el siglo XVII tras la revolución de 1648, lo cierto es que éstos sólo eran grupos político-ideológicos que defendían, respectivamente, la preeminencia del Rey y del Parlamento, sin intentar encuadrar a los ciudadanos ni, menos aún, participar de forma permanente en las elecciones. Sólo cuando en el siglo XVIII el Parlamento británico se consolidó como órgano de dirección política frente a los Monarcas y, con ello, se convirtió en un órgano representativo que se formaba a través de elecciones directas (aunque todavía con sufragio censitario y muy minoritario), los partidos políticos aparecieron con el carácter que todavía hoy poseen.

Desde entonces, la democracia representativa necesita a los partidos que expresan el pluralismo de la sociedad hasta el extremo de que incluso en dictaduras que no permiten la existencia de partidos, éstos existen en la clandestinidad y tratan de organizar a los opositores, como ocurrió en España y en Portugal en las dictaduras franquista y salazarista.

Como explicó un constitucionalista francés, la existencia de partidos políticos diferentes significa que la competición ante los electores no es momentánea e improvisada sino que es duradera e institucional (André Hauriou: Derecho constitucional instituciones políticas, Barcelona, 1971, pág. 273). Pero los partidos no se limitan a concurrir a las diversas elecciones para obtener el triunfo de sus candidatos pues, como ha señalado el politólogo Josep Maria Vallès, los partidos, dotados de una organización estable, acaparan las posibilidades de conectar a los individuos y a los grupos con las instituciones políticas (Ciencia política. Una introducción, Barcelona, 2010, pág. 363).

En la política española del siglo XX ha habido alguna tendencia a ocultar a los partidos debajo de grupos y entidades más amplios. En algunas ocasiones lo practicó el Partido Comunista de España durante el franquismo y, dentro del área comunista, el PSUC fue un maestro en diluirse en organizaciones y grupos quizá con el fin de limitar el protagonismo de otros partidos. La creación de la Asamblea de Cataluña en 1971 es un ejemplo de los conglomerados de grupos y “personalidades” que promovían los comunistas, con la consiguiente devaluación de unos partidos que, por la persecución dictatorial, ya eran de por sí muy débiles (sobre la iniciativa, debida a Antoni Gutiérrez Díaz, de creación de la Asamblea de Cataluña. Txema Castiella: Antoni Gutiérrez Díaz, el Guti. L’optimisme de la voluntat, Barcelona, 2020, págs. 143-190). Ha sido una práctica que en el fondo, con o sin intención, debilitaba a los partidos ante la opinión pública como ocurrió cuando el PSUC presentó como candidato a la Presidencia de la Generalidad a Josep Benet en 1980, que podía ser “compañero de viaje” pero no comunista. Lo mismo ocurre actualmente en Cataluña donde entidades como la llamada Asamblea Nacional de Cataluña y Omnium Cultural compiten con los partidos, los debilitan y también debilitan la democracia. Por eso se desmoronó tan fácilmente un partido como Convergència Democràtica de Catalunya.

En la actualidad estamos viendo cómo se van posicionando grupos y personas que, sin tener partidos detrás, aspiran incluso a llegar a la Presidencia del Gobierno. Debemos resaltarlo porque lo que está subyaciendo es un nuevo populismo (o quizá peronismo) que diluye a los partidos, les resta legitimidad y, a la larga, debilita al Estado democrático.

Pretender hacer política y hasta aspirar a llegar a la Presidencia del Gobierno desde plataformas no partidistas o incluso concurrir a las elecciones como independientes, sin tener un partido detrás, es una operación peligrosa por varios motivos.

En primer lugar, comporta debilitar o romper la democracia representativa. Es cierto que en la actualidad el componente ideológico de los partidos se difumina en ocasiones (sobre todo con los partidos catch all) pero ese proceso de desideologización de los partidos no es nuevo (ya lo vio Maurice Duverger en 1951, fecha de la primera edición de su libro Los partidos políticos) y no es tan intenso como para que los partidos hayan dejado de ser referencias ideológicas en todo el mundo. Si perdemos el referente ideológico, la política entra en el campo del populismo y de la anti-política. En ese caso, la política se desliza hacia el cesarismo, hacia la mera legitimidad carimástica (que diría Max Weber) y esa despolitización fundada en el carisma personal de un líder, siempre beneficia a las derechas, nunca a las opciones progresistas.

En segundo lugar, si peligroso resulta que los gobernantes no respondan a las pautas ideológicas y orgánicas de los partidos, en el sistema político parlamentario el peligro se acrecienta. En efecto, en el parlamentarismo la política se hace en el Parlamento y un Grupo Parlamentario que no esté unido por una organización partidista es muy difícil de manejar. Si la dispersión excesiva de partidos dificulta el trabajo parlamentario, uno o varios Grupos que no estén cimentados por un partido con su ideología y sus principios pueden hace complicado el trabajo gubernamental.

En tercer lugar, una plataforma electoral basada en la ausencia de ideología o con ideología muy laxa desacredita a la democracia ante los ciudadanos porque lanza el mensaje de que todo vale, cuando es obvio que sigue habiendo derechas e izquierdas, que no son iguales.

En cuarto y último lugar, una plataforma que no responda a uno o varios partidos coaligados sólo puede cimentarse en la personalidad carismática de su dirigente máximo. Eso es una nueva forma de peronismo, donde las cualidades personales del líder valen más que sus principios ideológicos.

Cuando Max Weber describió las formas de legitimidad de la dominación, contrapuso la dominación carismática a la legal (además de la tradicional) y además de advertir que la dominación legal es específicamente moderna señaló que la dominación carismática supone un proceso de comunicación de carácter emotivo (Economía y sociedad, México, D. F., 1979, pág. 194-195) que es la antítesis de una política racional y, sobre todo, participativa. A partir de ahí, cuando las grandes opciones ideológicas de los partidos se ven desplazadas por principios banales que sólo sirven para atraer votos, la democracia puede estar en peligro como vemos en el reciente libro de Anne Applebaum (El ocaso de la democracia. La seducción del autoritarismo, Barcelona, 2021).

Fuente : Sistema Digital

El peligro de marginar a los partidos