miércoles. 24.04.2024
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Son muchos los aspectos en que coinciden las derechas españolas, tanto las centralistas como las periféricas, defensa del orden establecido en cada territorio, concepto unidimensional del patriotismo considerado como seña de identidad de clase que irradia al pueblo mediante instrumentos propagandísticos basados en premisas falsas y manipuladas, propagación del clientelismo como fórmula para eternizarse en el poder o el uso del poder público y del patrimonio del Estado en beneficio propio, anulando de ese modo uno de los principales preceptos de la democracia como es la supremacía del interés general sobre cualquier otro. Junto a esos y otros factores que componen el común denominador de las derechas patrias, hay otro al que casi no se le presta atención: El catolicismo.

El catolicismo sería una religión poco relevante en nuestros días si no fuese porque España se encargó de imponerlo en su propio territorio como única religión posible y, posteriormente, de expandirlo por América, Asia y África, aportando a esa empresa el mayor número de clientes de que hoy dispone. Sin la labor “evangelizadora” de España hoy el catolicismo se reduciría a unos cuantos países de Europa y poco más. Transformado en una multinacional desde que Constantino vio la luz, los jerarcas católicos fueron apagando las llamas del conocimiento, aprovechando las tradiciones populares para ponerlas al servicio de la nueva ideología dominante: La Navidad, la Cuaresma, la Semana Santa, San Juan, las fiestas de agosto y de la cosecha, todas ellas se habían fundado mucho antes de Cristo para celebrar episodios que marcaban la vida de las gentes. Su transformación en fiestas de guardar, en fiestas católicas fue -con los medios que había entonces, principalmente el miedo, el terror físico y psicológico- una de las mayores operaciones de apropiación indebida de símbolos y de manipulación de la historia, hasta tal extremo que perdura en nuestros días.

Las derechas españolas, todas sin exclusión, son católicas y continúan nutriéndose de aquella enorme manipulación que se inició el 8 de mayo del año 589 cuando en el III Concilio de Toledo Recaredo se convirtió al cristianismo, dando paso a la suplantación del origen de las creencias y celebraciones populares para propiciar el ascenso al poder de unas nuevas élites curtidas en el derramamiento de sangre, la esclavización de la población y la promesa de una vida maravillosa después de la muerte siempre que se fuese buen cristiano, es decir obediente, resignado y dispuesto a morir  cuando fuese menester. Pero para triunfar no bastaba con esa apropiación, había, además, que construir un mito terrenal, un horizonte al que llegar. Primero fueron los moros, con los que se convivió durante siglos, luego los judíos, después los moriscos, dentro de un plan que se fue pergeñando durante décadas y que perseguía la uniformidad religiosa, unidad que sigue vigente a día de hoy pese a que los clérigos jamás creyeron en eso de “amarás al prójimo como a ti mismo”, más bien en “el prójimo me amará como a si mismo”.

El nacionalismo español rancio y nefasto parte de la misma premisa, somos nosotros quienes defendemos la tradición y el verdadero ser de España porque nosotros venimos de Recaredo y hemos protagonizado las más altas empresas de la historia

Religión que en principio hunde sus orígenes en las doctrinas de un tal Jesús natural de Galilea, hombre sabihondo, según la leyenda, desde su más tierna infancia cuando discutía y llevaba la contraria a los doctores, irascible en ocasiones como cuando expulsó a los mercaderes del templo a latigazos, y generoso con los amigos como bien demostró a Lázaro o en las Bodas de de Caná, dicen que predicaba el amor y la justicia y que vino a redimirnos de un pecado que no habíamos cometido. La Iglesia se quedó con lo del pecado y descartó lo del amor y la justicia, de tal manera se construyeron las relaciones de poder peninsulares que todavía perduran.

Se me dirá que la Iglesia Católica ha perdido mucho poder, que la gente ya no acude en masa a sus liturgias y que la sociedad se ha secularizado. A lo que cabe contestar que cada vez influye más en la socialización mediante su creciente poder en el sistema educativo, el control de las festividades locales y nacionales, su poder mediático y el uso en provecho propio de la tradición. Las derechas españolas, como sucede en muchos países de América, es intolerante porque tiene razón, porque su razón no se debe a la razón, sino a la creencia de que al defender sus propios intereses están custodiando los valores sacrosantos de la raza y de la nación, lo que justifica el empleo de la fuerza, de toda la fuerza que sea necesaria, para impedir que su concepto de patria pueda ser violado por portadores de otros conceptos, otros valores y otras ideas que alteren la cadena real de poder económico, político y cultural. 

El procés catalán es un movimiento católico basado en la unilateralidad en un cotexto de crisis y desesperanza, es decir en que aquí mando yo y sólo yo tengo razón. Estos son mis poderes. El nacionalismo español rancio y nefasto parte de la misma premisa, somos nosotros quienes defendemos la tradición y el verdadero ser de España porque nosotros venimos de Recaredo y hemos protagonizado las más altas empresas de la historia, desde la expulsión del moro a la conquista de América, desde la heroica defensa de Filipinas por los últimos hasta la victoria en la cuarta guerra carlista en que expulsamos a los enemigos de España conjurados en la entente judeo-masónica-comunista. Ambas son concepciones patrimonialistas, intolerantes e irracionales que se aprovechan de los periodos críticos para captar adeptos que les apoyen en sus pretensiones de dominio, incapaces de comprender que el pasado no es el futuro ni de que es imposible construir humillando, dañando y odiando. Al fin y al cabo, ambas formas de ver España se basan en el odio que impuso desde antiguo el catolicismo como forma de relación entre los españoles de arriba y de abajo y con los disidentes, quienes ponen en peligro la organización social creada por la manipulación de la tradición.

El indulto a los presos catalanes que cometieron el delito de soberbia, de estar iluminados, de actuar por su cuenta aún a sabiendas de la reacción que su actitud iba a causar, es imprescindible para intentar recomponer las relaciones de hermandad que durante mucho tiempo hemos tenido con los habitantes de Cataluña. Puede ser que no funcione, que los iluminados vuelvan a actuar de una forma parecida aunque no tan infantil, puede ser, pero lo que es seguro es que si no se intenta Cataluña seguirá formando parte de España a la fuerza, por cojones, pero el odio seguirá creciendo en el interior de los corazones hasta provocar un conflicto que nos afligirá por los siglos de los siglos. Es absolutamente necesario acabar con el odio, diluirlo, evaporarlo, y para que eso suceda no hay otro camino que el de la comprensión y el diálogo. El otro, el que promueven quienes volverán a reunirse en la Plaza de Colón del Madrid, es un canto a la muerte, a la secesión, a la ira y al desencuentro eterno. 

El patriotismo del odio