“Todo hombre encierra dentro de sí a un violador en potencia”. Échenle la solemnidad que deseen a la cita, las fisuras les saltarán igual a la vista: ¿un hombre que se declara mujer mantiene hibernada esta vocación, nació sin ella, la acaba depurando?; ¿y en el caso de una mujer que se declara hombre?; ¿dónde se halla esa vocación, en los genes, los cromosomas, el ADN?; ¿es por el contrario algo que se gesta, que producen naturalmente las gónadas, que se activa con la erección?; ¿se trata de una conducta que se aprende o que es instintiva?; ¿estamos ante un elemento que participa de los procesos psicológicos básicos o superiores? De ser así, ¿en qué etapa del desarrollo cognitivo aparece, ¿cuál es su relación con la ontogénesis y la filogénesis?
En nuestro país, la alargada sombra del franquismo servía de improvisado parapeto a una izquierda en cuyas dinámicas las mujeres, con suerte, servían cafés a sesudos camaradas
Y, sin embargo, no se trata de una afirmación estúpida. Hubo un momento nada lejano en que el feminismo requería visibilidad, en el que la democracia corría el riesgo de agotarse si no se derribaban las colosales resistencias culturales, psicológicas, institucionales, que entorpecían la llegada a un debate público sobre la igualdad, debate público al que las mujeres comparecían tras siglos de subordinación y tutela, en libertad condicional. En nuestro país, la alargada sombra del franquismo servía de improvisado parapeto a una izquierda en cuyas dinámicas las mujeres, con suerte, servían cafés a sesudos camaradas, siendo incluso habitual que sufrieran denegaciones de humanidad por parte de algunos artistas de entre los considerados “progres”. Artistas que, por cierto, siguen a día de hoy recibiendo espaldarazos masivos de voces autorizadas por cuán buen hacer: ¿acaso no hay quién reconduce el discurso del misógino Joaquín Sabina para seguir haciéndole pasar por alguien con robustas convicciones de izquierdas?; ¡si hasta se puede leer a alguien decir no hace mucho que “Gila no se callaría ante VOX”! Estaría pensando sin duda en el número televisivo en el que asegura haber matado a su mujer entre el jolgorio de televidentes y público asistente.
En ese contexto en el que las resistencias machistas consistían a derecha e izquierda en barreras de acceso para las mujeres al debate público, afirmar cosas como “el machismo es terrorismo” o “todos los hombres son violadores en potencia” suponía a la vez afirmarse como sujeto político frente a quienes consideraban que competería siempre a los hombres, si bien sólo a algunos, tanto regular los accesos al debate público como acaparar los espacios en que éste habría de tener lugar. Y hablo de “algunos”, porque una mayoría tampoco tenía voz en esos espacios en razón de su clase social, etnicidad (o raza social), sexualidad o edad, ocupando sectores aledaños y aportando su condición a las mujeres que los acompañaban. En definitiva, las mujeres ocupaban cualquier espacio siempre en referencia a un hombre, siendo socializadas en el pedir permiso, programadas para socializar a sus hijas en la continuidad del modelo patriarcal. Llamarles terroristas o violadores suponía el logro de desafiar esa referencialidad que condenaba a las mujeres a actuar por medio de hombres, bajo su tutela y supervisión, desde la lealtad a la que aboca la necesidad de contentar, con la discreción que impone el segundo plano a perpetuidad.
Las mujeres ocupaban cualquier espacio siempre en referencia a un hombre, siendo socializadas en el pedir permiso, programadas para socializar a sus hijas en la continuidad del modelo patriarcal
Qué duda cabe de que la situación ha cambiado. Las mujeres son hoy sujeto propio, los avances legislativos son innegables. Pero, a pesar de ello, seguimos lejos de la igualdad real y efectiva entre hombres y mujeres. Que se bauticen leyes en términos casi idénticos a éstos resulta preocupante, pues invita a pensar que quienes legislan descuidan la multitud de dimensiones que es capaz de abarcar el patriarcado, su capacidad para reinventarse, de hibernar en el espacio doméstico para brotar de improviso con aire renovado encarnado en una nueva generación. La igualdad jurídica, como en su momento fue la igualdad biológica, no es más que una victoria parcial, importante pero en absoluto suficiente. Las mujeres pueden y deben entrar en el debate público de una patada, ya se ha defendido aquí. Pero, una vez dentro, el problema no es ya el acceso, sino la argumentación para la concreción de propuestas.
Así pues, un feminismo instalado en el debate público tiene que consolidar argumentos que puedan desembocar en alternativas para la organización social, y eso debe incluir a todo el mundo. Las proclamas pueden ayudar a tumbar puertas, pero superado ese umbral tenderán a fomentar el conservadurismo, pues terminarán enrocando a gente expuesta a nuevas acometidas en torno a las diferentes posturas que vayan expresando. En este sentido, el feminismo no puede permitirse argüir simplezas, como que los hombres son todos violadores en potencia por el hecho de que las violaciones sean cometidas por hombres prácticamente en un 100% de los casos. Y no porque este dato no sea cierto, que por supuesto lo es, sino porque, sencillamente, es falaz hacer pasar una correlación por causalidad (es descorazonador que voces autorizadas del feminismo se concentren únicamente en este “argumento”). La cosa no queda tampoco ahí: con ello se está fomentando un feminismo hostil a los hombres, en el que éstos no tienen cabida, cuando la realidad es que son necesarios, por ejemplo, para acceder y actuar en espacios que sostienen las ideologías machistas (un prostíbulo, por ejemplo).
Quienes legislan descuidan la multitud de dimensiones que es capaz de abarcar el patriarcado, su capacidad para reinventarse
Conviene, pues, no desmerecer la entidad y envergadura del patriarcado: si fuera tan sencillo como actuar para contrarrestar esas correlaciones, bastaría disuadir a los infractores para que el machismo dejara de existir. Quizá esto se vea mejor en el terreno de la violencia machista. Javier Ortega Smith es un ejemplar claramente violento, igual se han percatado. Y, sin embargo, la vía de afirmación de su machismo puede ser perfectamente la discriminación “positiva” de las mujeres en relación al uso de la violencia física: en efecto, no sería descabellado que el cofundador de Vox piense que pegar a una mujer sea cosa de gais, una insoportable afrenta a su masculinidad. Nótese que esta perspectiva obraría el milagro de hacer pasar desapercibido un machismo que es, implacablemente, ostensivo y obsceno.
Como ven, el asunto tiene sus aristas. Conceptualizar el machismo por la vía rápida y de manera incontestable presenta no sólo riesgos, también descubre posibilidades pérfidas a quiénes pretenden valerse del feminismo con fines espurios. En efecto, casi todo el mundo tiene cerca a hombres tremendamente machistas que, sin embargo, nunca pegaron a nadie ni sintieron el menor impulso por cometer una violación. Por ello, aunque parezca paradójico, el empleo reivindicativo deproclamas lo suficientemente simplistas como para hacer de todos los hombres posibles violadores, encierra el peligro de convertirse en subterfugio para los más peligrosos delincuentes sexuales de nuestro tiempo, que son aquéllos que, con cara amable y sobreactuada voluntad, se infiltran en los espacios institucionales en los que busca implantación el discurso feminista. No es de extrañar que facultades como las de sociología o de educación, productoras naturales de teoría feminista, acojan en su seno a buen número de delincuentes sexuales, algunos incluso autoproclamados gurús de la violencia de género.
Conceptualizar el machismo por la vía rápida y de manera incontestable presenta no sólo riesgos, también descubre posibilidades pérfidas a quiénes pretenden valerse del feminismo con fines espurios
Pero el feminismo es sobre todo acción, por lo que la teoría suele aparecer entrelazada, incluso en algunas derivas posmodernas (no en todas), con su organización y coordinación. Ahí, el señalamiento orquestado de la generalidad (todos los hombres a la vez equivale a decir ninguno en concreto) facilita enormemente los consensos al tiempo que pone coto a las disidencias, pero no precisamente en el sentido transformador que sería esperable de todo movimiento político. Al contrario, se sientan las bases para la institucionalización del feminismo en torno a “iglesias”, las cuales, a su vez, se vuelven garantes de las posiciones a adoptar en los distintos debates clave, oficializándolas como dogma. Dentro de toda iglesia, ya se sabe, quién se mueve no sale en la foto, consumándose irremediablemente un giro hacia un conservadurismo práctico, que, también es cierto, suele ser consustancial a cualquier movimiento social que termine alcanzando las instituciones. Por descontado, los dogmas, que lo único que piden es que se crea en ellos, se consolidan sin dificultad, convirtiéndose en garantes de inmovilidad. Esto lleva con frecuencia a organizar la acción en un sentido conservador, esto es hacia la reivindicación de lo ya adquirido.
Lo que en realidad se fomenta es una inmunidad de grupo que conduce a que los violadores sólo tengan que encontrar la forma de violar sin que se note
De ello resultan dinámicas como las que exponemos a continuación: el dogma feminista se aplica sobre la indefinición de la generalidad, en este caso “todos los hombres”, lo que evita señalar a ninguno en concreto, reforzando así la cohesión de fieles la posibilidad de posicionarse en masa sin necesidad de asumir riesgos; si se señala públicamente a alguno es porque ha habido señalamiento público, y el señalado se encuentra detenido (esto obviamente es más probable con gente famosa como Alves, la manada, recientemente Mir), de forma que esa responsabilidad recae enteramente sobre las víctimas, que tienen que gestionar por sus propios medios, y sin la garantía de llegar a ser reconocidas como tales, las inciertas secuelas que una decisión así pueda generar. En términos sociales, las consecuencias pueden ser desgarradoras: los que violan se reconfortan de que todos así lo hagan cuando se dan las condiciones, por lo que, lo que en realidad se fomenta es una inmunidad de grupo que conduce a que los violadores sólo tengan que encontrar la forma de violar sin que se note. Para ello, es posible programar las acciones en línea con unos dogmas que llegan a ponerlo a huevo: por ejemplo, violar asegurándose el consentimiento (de hecho hay sectas prácticamente blindadas jurídicamente que actúan así).
En efecto, a ese nivel de ceguera llega el feminismo cuando no se toma en serio su contenido.
Ramón González-Piñal Pacheco | Sciences Po – Universidad de Estrasburgo