sábado. 20.04.2024
mascarilla

Ahora resulta que la normalidad era esto: La normalidad de la aparición de nuevas variantes del virus sars_cov2 más trasmisibles, la del contagio centrado entre los no vacunados y la de los rebrotes, a veces explosivos, como una nueva ola en la incidencia de la pandemia. Más que nueva, una extraña normalidad.

También, y en mucha menor medida que antes de la vacunación, la del hasta ahora débil repunte en las hospitalizaciones, con el consiguiente retroceso a algunas medidas restrictivas de la movilidad y en particular del ocio nocturno, además de la continuación del ritmo progresivo de vacunación y la necesaria solidaridad con los países empobrecidos, y del refuerzo del rastreo de contactos por parte de la salud pública y la atención primaria.

Una normalidad de la que también forman parte, aunque de forma mucho más silenciosa en los medios y la opinión pública, la sindemia de los determinantes sociales y de los factores de riesgo que siguen afectando en particular a los países y los sectores sociales más empobrecidos, una alarmante inequidad sin respuesta.

Nada que no fuera previsible con la desescalada, iniciada con una incidencia media de la pandemia y un rápido pero aún insuficiente nivel de vacunación para llegar a la inmunidad de grupo. Nada que no formase parte de las últimas actuaciones coordinadas para la desescalada, aprobadas primero como obligatorias y luego reconvertidas en recomendaciones, todo ello por los excesos del permanente pulso político en la gestión de la pandemia tanto entre partidos como entre las principales administraciones y entre los propios poderes del Estado.

Porque, independientemente de la sobreactuación dramática inherente al clima populista en los partidos, en los medios de comunicación y las redes sociales, acentuada en situaciones de emergencia como es la de esta pandemia, el pulso, los vaivenes y las contradicciones entre el gobierno central y los autonómicos, así como entre el ejecutivo y el judicial, e incluso en el debate constitucional, estaban y están servidos. Un conflicto que ha sido más o menos evidente desde el inicio y en las distintas fases de la pandemia entre el mando único inicial del gobierno y la cogobernanza con las CCAA en lo que respecta a su gestión, así como entre las legislaciones respectivas de alarma, de salud pública (incluso con el indefinido plan B o legislación de pandemias de la oposición), como también entre la defensa de los derechos fundamentales por parte de la justicia y su ponderación con las medidas restrictivas en aras de la salud pública de las respectivas administraciones sanitarias de los gobiernos central y autonómicos. También la colaboración de la ciudadanía ha sido y sigue siendo extraordinaria, con independencia de los casos de negacionismo cada vez más minoritarios y aislados. Para comprobarlo no hay más que ver las cifras muy mayoritarias de adhesión a las medidas de salud pública y a la vacunación.

Hay, sin embargo, quien ve en todo ello las pruebas evidentes de nuestra decadencia, unos de la crisis final del modelo de los partidos políticos como mediadores entre ciudadanos e instituciones, otros de la descoordinación y duplicidad del Estado Autonómico e incluso algunos de la incapacidad e ineficacia de la democracia frente a los modelos alternativos más tecnocráticos, centralistas y autoritarios.

Y aunque en otro plano, también hay quienes cifran la seguridad a la declaración del estado de excepción frente a la ambigüedad del estado de alarma, y de otra parte los hay asimismo que niegan competencias a las CCAA en la gestión de las situaciones como las pandemias. En resumen, las demoduras de la seguridad como alternativas a las democracias de la incertidumbre y el riesgo.

Incluso hay quienes, en las dificultades iniciales para la compra conjunta y luego en el retraso en la administración de las vacunas han querido ver de nuevo la impotencia de la Unión Europea en contraste con la independiente Inglaterra del Brexit. Con el paso del tiempo el liderazgo de la UE lo desmiente. El Reino Unido, por contra, se precipita la desescalada a pesar del incremento en la incidencia de la pandemia, es cierto que en un contexto de alta vacunación, pero que a pesar de todo sigue sin ser suficiente, y que pone en evidencia a aquellos que siguen acusando a España de convivir con el virus.

Sin embargo, y a reservas de una evaluación final de la gestión sanitaria como también de la económica y la política frente a la pandemia, no parece que el test de estrés haya salido tan mal para las democracias pluralistas y descentralizadas. Con todos sus defectos, excesos y riesgos, en una situación de prolongada emergencia y calamidad pública, se ha logrado dar una respuesta a una epidemia, que no por anunciada ha sido menos imprevista, manteniendo en general la coordinación entre las administraciones en salud pública, atención sanitaria y servicios sociales, poniendo en marcha incluso algunos rudimentos de cogobernanza, aunque a veces el ruido de las desavenencias ha sido mayor que el de los acuerdos, también se ha garantizado el funcionamiento institucional, si bien también con deficiencias, tanto del control parlamentario como en la tarea legislativa, basada fundamentalmente en la figura del decreto ley, y los tribunales de justicia han ejercido en general su papel de garantía de los derechos fundamentales, con alguna polémica que no ha alterado la tónica del respaldo a las medidas adoptadas en favor de la salud pública.

Otra cosa muy distinta ha sido la respuesta económica, en que se han puesto en evidencia la incapacidad del modelo manufacturero y de las actuales cadenas de distribución de material sanitario, como la de la lógica mercantil en la propiedad intelectual de las vacunas, y donde solo gracias a los trabajadores esenciales y al denostado sector público de los ERTEs, del ingreso mínimo vital y de los futuros fondos europeos de reconstrucción se habrán podido mantener a duras penas el tejido económico y buena parte de los empleos.

Sin embargo, sigue habiendo quien desde el planteamiento del cero covid y la nostalgia de la seguridad absolutos, a raíz del rebrote actual de la pandemia, cuestiona tanto la decisión de dar por finalizado el estado de alarma como las medidas de flexibilización de las restricciones, de recuperación económica y de normalización social, tomadas por los diferentes gobiernos, por considerarlas precipitadas, con el consabido ya lo decía yo, y aunque es muy difícil encontrar reproches al ritmo de vacunación, hay quienes exigen el incremento del mismo, cuando no su solapamiento de los grupos prioritarios con la inclusión anticipada de los colectivos más jóvenes.

En consecuencia, proponen volver atrás, a la mascarilla obligatoria en espacios abiertos aunque la mayoría de los ciudadanos la mantengan y a las medidas de confinamiento, cierre perimetral y toque de queda, solo posibles en el marco del estado de alarma. Y aunque es la excepción a la norma, hay quien incluso pretende retroceder hasta al mando único del primer estado de alarma o baraja medidas como el confinamiento temporal de la franja de edad vulnerable de los cincuenta a los setenta años, hasta tanto se complete su vacunación y su efectiva inmunidad. La pregunta correspondiente es hasta cuándo será posible mantener esta oposición casi dogmática entre salud pública y normalidad social. Como si la salud pública actual no incorporase la economía y los determinantes sociales.

También, desde un cierto paternalismo, tan pronto se dirige un mensaje a los jóvenes elogiando su esfuerzo a lo largo de la pandemia, para a continuación llamarles a la prudencia, como se considera que hace falta más pedagogía por parte de las administraciones sanitarias, como si sus lógicas ganas de vivir, de relación y de fiesta, algunas incluso desmesuradas, fueran por falta de información o de comprensión de mensajes, que son por otro lado archiconocidos.

En todo caso, por mucho que se empeñen volver atrás ya no es una opción, porque la recuperación de la salud, la actividad económica y de la normalidad, es verdad que en un marco de incertidumbre e inseguridad, es poco menos que inexorable. Después de quince meses de pandemia, ya no se trata de luchar inútilmente contra el cansancio pandémico ni tampoco de paternalismos, sino de encauzar el proceso hacia la normalidad con medidas proporcionadas de salud pública que cuenten con la colaboración de la ciudadanía.

La democracia ante la normalidad de la incertidumbre