martes. 19.03.2024

“…los impulsos primitivos, salvajes y malignos de la humanidad no han desaparecido (…) sino que persisten en un estado reprimido a la espera de ocasiones propicias para desarrollar su actividad.” Carta de Sigmund Freud a Frederic van Eeden (28 diciembre 1914)


Reconozco que acudir a una cita de 1914 es un anacronismo tendencioso (no estamos en guerra mundial) aunque útil para resaltar ciertos fenómenos sociales que escapan a la racionalidad vigente desde la Ilustración. 

Quedó entonces establecido que el hombre gozaba de la capacidad de identificar racionalmente sus intereses individuales y colectivos. El arquetipo es el burgués egoísta, homo oeconomicus, un sujeto con libre albedrío cuya motivación última es buscar la felicidad y evitar el dolor a través del progreso material. Esta visión, que no presta atención a la existencia de impulsos más complejos y atávicos que el económico, como el miedo al cambio, la dignidad, el honor, el victimismo… que entran dentro de los dominios del inconsciente, ha sido compartida por la derecha y la izquierda. 

Lo sorprendente es que esta visión racionalista sea hegemónica desde hace tanto tiempo cuando la realidad la desmiente constantemente. ¿Es capaz esta racionalidad de explicar el nazismo o las matanzas de la guerras mundiales y posteriores? ¿Aclara la aparición de lideres como Donald Trump, racista confeso, depredador sexual, mentiroso compulsivo…, genocidas como Narendra Modi o Duterte, déspotas como Putin o Erdogan, imitadores como Bolsonaro…? ¿Explica el atractivo actual de lo identitario?

El racionalismo ilustrado, por sí solo, es incapaz de explicar el mundo actual.

Ya desde antes del descrédito y desaparición en 1989 de su rival ilustrado, el que dio en llamarse socialismo real, el dominio de la ideología neoliberal en los campos económico y político es casi completo. Su hegemonía cultural impone como sentido común que el crecimiento del Producto Interior Bruto sea el índice principal del poder y riqueza de una nación; que la libertad individual se concrete en la capacidad de elección del consumidor y que la función de los gobiernos se reduzca a asegurar que una justa competencia permita al mercado suministrar valiosos productos y servicios. Cumpliendo estas condiciones, con la ayuda de la mundialización de la economía, la injusticia y desigualdad desaparecerían. 

Lo sorprendente es que esta visión racionalista sea hegemónica desde hace tanto tiempo cuando la realidad la desmiente constantemente

Esta visión utópica entró también en decadencia irreversible a comienzos del milenio cuando las crisis recurrentes laminaron su credibilidad (y sus yacimientos de votos en la clase media).

Como previamente las élites de la izquierda institucional habían abandonado su ideología económica y adoptado en su totalidad el programa liberal de privatizaciones, desindustrialización y financiarización de la economía, precariedad laboral…, se invalidaron como alternativa. Y fue así como los trabajadores perdedores de la mundialización se encontraron huérfanos al percibir que las elites de sus partidos tradicionales les habían abandonado junto con la lucha económica para centrarse en otros frentes, como el feminismo y otros identitarismos, electoralmente de mayor recorrido. Era lectura correcta de la realidad política.

Una parte muy numerosa de ese electorado clásico de la izquierda europea y americana, que se sentía humillada por la alianza de sus propias elites políticas con los medios de comunicación y (en EE. UU.) entretenimiento, encauzó su rabia y frustración hacia ellos, que consideraban parte del sistema. Esos dirigentes siguieron confiando en que, al no existir alternativa electoral, sus votantes tradicionales no dejarían de votarles. Nunca pensaron en que la lealtad siempre es recíproca. Y se equivocaron: en estos momentos la socialdemocracia europea, cada vez más abandonada por su clase media menguante, bordea la irrelevancia.

Cosa parecida ocurre en EEUU donde la alianza del partido demócrata con Wall Street, Silicon Valley y Hollywood, su dedicación exclusiva a las luchas feministas, raciales, ecologistas… con total abandono de los intereses de su electorado tradicional industrial del Rust Belt [1] y el Sur, ha producido un iracundo desplazamiento de los trabajadores industriales, perdedores de la mundialización, hacia Trump, al que consideran erróneamente su líder antisistema.

Otra parte de la izquierda enrabietada ofrece resistencia a lo que considera una democracia falseada por el sistema, cuyas reglas es necesario cambiar. Como fenómeno nuevo carece de solidez, organización y un programa que le haga trascender más allá de los episódicos estallidos de rebeldía. Un batiburrillo de intereses sectoriales y territoriales (le llaman diversidad) hace muy difícil consolidar su actual atomización. En estos momentos, tiene enormes dificultades para trasladar la denuncia ética, absolutamente inocua, a la acción política.

Las elites de los partidos tradicionales les habían abandonado junto con la lucha económica para centrarse en otros frentes, como el feminismo y otros identitarismos

En el campo conservador, la caída del paradigma neoliberal ha arrastrado a la insignificancia a los partidos tradicionales, como la democracia cristiana y los liberales, y su sustitución por otros que luchan, desplazándose aceleradamente a la derecha, para evitar (o aplazar) ser deglutidos por los ultras.

Suele imputarse a la aparición de los partidos ultraderechistas, herederos del fascismo, la eclosión del nacionalismo, racismo, antisemitismo, conspiranoia, negacionismo… Creo, sin embargo, que es al revés: previamente esos sentimientos atávicos (que son en su mayoría inseparables de nuestra naturaleza animal y están reprimidos por la Cultura) yacían en la caverna y despertaron cuando la política fracasó ante las crisis. En el decenio de 1930 había ocurrido algo parecido. Los partidos ultra actuales son consecuencia y no causa del renacimiento de la ultraderecha. Resultaría ingenuo pensar, por ejemplo, que la prohibición de los partidos nazis acabaría con la xenofobia. Aunque las formas y contenidos de sus reivindicaciones varían según las naciones, tienen en común el rechazo del valor básico de la Ilustración: el desplazamiento de la razón por las emociones.

Su miedo a las transformaciones en marcha se concreta en el odio a la mundialización, el regreso a la patria (soberanía nacional), el culto al liderazgo del hombre fuerte y la sustitución del judío por el emigrante como chivo expiatorio. En lo económico, los principios neoliberales siguen intocables. 

A medio plazo, las contradicciones respecto a una realidad inventada (¿cómo mantener una globalización neoliberal con el sufrimiento creciente de sus masas?), condena a estos movimientos a la extinción. Pero no es seguro, ni probable, que, si las elites económicas sospecharan que la democracia liberal no cumple ya su función de garante de sus intereses, la defenderían.

No es seguro, ni probable, que, si las elites económicas sospecharan que la democracia liberal no cumple ya su función de garante de sus intereses, la defenderían

El abandono de lo económico en la lucha política determina que, en multitud de paises occidentales, la liza electoral no se dé ya entre izquierda y derecha, sino entre los conservadores tradicionales y los reaccionarios. La izquierda sigue condenada a jugar el papel subalterno de apoyar el mal menor (no siempre identificable). Irremediablemente, mientras no logre superar con un proyecto económico alternativo propio esta senda del mal menor, su progresiva decadencia es inevitable. Limitarse a denunciar el peligro del fascismo acusando a la totalidad de sus acólitos de ignorantes, paletos y racistas… (sin duda epítetos apropiados a sus dirigentes) no sirve para recuperar a los que fueron su base electoral tradicional. 

La única opción de supervivencia de la izquierda es la elaboración de una alternativa económica propia creíble, netamente diferente del proyecto neoliberal. No sé cuál habría de ser su contenido. Pero creo que los trabajos de una legión de historiadores, economistas, sociólogos… de las últimas décadas, aportan ya lo que podrían ser los cimientos de un proyecto (¿relato?) que, elaborado por los políticos, movilizara a su electorado natural, los trabajadores (sobre todo los que la corrección política llama vulnerables). Es posible identificar algunos elementos que debería tener en cuenta:

  • Para un mundo nuevo no sirven todas las recetas antiguas.
  • La correlación de fuerzas será determinante en todo momento.
  • Los bienes colectivos deben tener prioridad sobre los individuales.
  • El trabajo debe recuperar su centralidad en la vida colectiva.
  • Salvo para las grandes potencias, el estado nacional se ha convertido en un espacio insuficiente para el mercado y cualquier posibilidad de soberanía. Europa es el espacio geográfico sobre el que actuar, nuestro espacio de soberanía compartida.
  • Al ser la mundialización inevitable, es necesario democratizar las instituciones que rigen el comercio y la economía internacionales. Cambiar las reglas actuales es tarea urgente. Lo mismo es aplicable a las migraciones.
  • Debe promover realmente la unidad fiscal europea. Acabar con los paraísos fiscales es inaplazable.
  • Si los problemas esenciales locales se resuelven en Europa, la izquierda debe priorizar las alianzas de izquierdas europeas.
  • Durante un largo periodo de tiempo, el estado nacional seguirá siendo el terreno de juego de la política y la economía. Creo que corresponde a la izquierda el papel de impedir que otras “geografías”, como las regiones o las ciudades, debiliten la necesaria centralidad de la soberanía nacional.
  • Si la política limita la actuación del ciudadano a su participación en comicios, abandonando su actividad deliberativa, las conquistas de la izquierda serán pasajeras. Se necesitan instituciones intermedias como sindicatos, asociaciones de vecinos, de consumidores, culturales… donde deliberen los ciudadanos.

(Por supuesto, esta lista no es exhaustiva). 

Resumiendo, muchas son las carencias por resolver a medio plazo, pero, si no se emprende el camino pronto, llegaremos tarde.

En ausencia de una izquierda que les movilice, los perdedores se refugiarán en la oscuridad y fetidez de la caverna porque, frente a los fríos vientos neoliberales que les azotan, la cueva es un refugio cálido donde contarse cuentos. 


[1] En español Cinturón de óxido. Se conoce con este nombre a la amplia zona desindustrializada que se extiende por los estados del Noreste y Grandes Lagos.

El oscuro encanto de la caverna