martes. 23.04.2024
gente

Las palabras van y vienen y no tienen dueño, las ponemos, las soltamos, y las cogemos otra vez. Ay, las palabras. Unas veces las utilizamos alegremente, otras con elegancia, otras astutamente, y otras tantas desafortunadamente. Pero muy pocas veces caemos en la cuenta de que todas las palabras tienen una historia, una raíz y un origen, que nos explican con tino y nos ayudan a entender mejor qué somos, qué debemos hacer y qué debemos ser. Quiero decir con esto que las palabras no son sólo un medio de expresión muy útil, el mejor, sino que sirven para construirnos como individuos. Tienen función, pero lo más importante es que también tienen valor, aunque pase desapercibido. Un valor que no podemos frivolizar, entre otros motivos, porque las palabras nunca han sido un instrumento apropiado para la impartición y la repartición de justicia que es un gesto -la mayoría de las veces de generosidad- que nace de una rebelión interior que normalmente viene impulsada por la educación y por la cultura. Por ejemplo, la palabra supérstite, que ha saltado con brío a la palestra de la actualidad, entre otros vocablos, a causa de la Ley trans, y que suena tan extraña y jurídica, literal y etimológicamente significa superviviente. En el fondo todos somos sobrevivientes frente a la vida propia y frente a la consunción y óbito de las vidas que nos rodean. “Una ley imperará siempre en el tiempo, nada ocurre en la vida humana sin dolor”, escribe Sófocles en su obra Antígona, la mujer que se rebeló contra el patriarcado y contra las leyes de los hombres y enterró con sus propias manos (por justicia) el cadáver de su hermano, desobedeciendo la prohibición del rey.

Pertenecemos a la especie Homo sapiens y de ahí no podemos escapar por mucho que lo intentemos, por mucho que inventemos y por mucho que mutemos. De ahí no podemos escaparnos. El Homo sapiens es el único animal que pisa la tierra que es consciente de que se va a morir, de que tiene fecha de caducidad. Y además es el único animal que asiste con plena conciencia del acabamiento a la muerte de sus seres queridos. Por eso, lo que nos define realmente no es la racionalidad, ni la inteligencia, ni el lenguaje, ni el anhelo de identidad, ni la compasión (cada vez menos frecuente), ni un cerebro complejo lleno de complejidades, en algunos más que en otros, todo hay que decirlo. Lo que de verdad nos define y nos sustenta es nuestra capacidad de supervivencia. El Homo sapiens es un auténtico superviviente desde hace doscientos mil años. Y dentro de la especie las mujeres lo son mucho más por vivencias y por silenciamientos. Y es un superviviente espiritual y material gracias al conocimiento, y a su afán de conocer y a su afán de superar lo conocido para volver a conocer y sobre los conocimientos previos seguir ampliando el conocimiento y su aplicación y su transmisión. Lo ha vuelto a demostrar con la crisis del coronavirus y lo seguirá demostrando. Es cierto que muchas personas han sufrido y están sufriendo, muchas personas se han quedado en el camino y en muchos casos de manera infame. Pero no nos vamos a engañar, es nuestra historia, la historia del Homo sapiens. Una historia de transformación a partir de la adversidad. Y ese conocimiento superviviente, que nos salva en muchos aspectos vitales, empieza y se funda en las escuelas y en los institutos de secundaria. Maestros y profesores -pese a todas las dificultades de la profesión/vocación y pese a ser llevados de continuo al desolladero de la opinión pública- tienen un don y son unos privilegiados porque son los primeros depositarios, los primeros guardianes y los primeros divulgadores de ese conocimiento que ha contribuido a que el Homo sapiens todavía no haya desaparecido de la faz de la tierra. Y eso es lo que tenemos que alcanzar a ver como sociedad y eso es lo que hay que cuidar y fomentar en toda regla y en toda su diversidad: los centros de enseñanza. Y promover una Ley de Educación digna y decente que evoque e invoque a antígonas y sófocles.

Orgullo Sapiens