jueves. 28.03.2024

Dado el impacto que me produjo, como casi todas las películas de Kubrick, recuerdo perfectamente que la vi en el cine Cid Campeador durante una matinal en las navidades de 1975, pocos años después de su estreno en Inglaterra.

Yo dudaba de que fueran a permitirme la entrada, porque me faltaban un par de meses para cumplir los dieciocho, edad mínima exigida para poder visionar una película con esa calificación. La música siempre tiene un gran protagonismo en su filmografía y durante años me dormí escuchando la excelente banda sonora de Barry Lyndon , pero en este caso la novena sinfonía de Beethoven y otras piezas muy seductoras acompañaban imágenes de una violencia inusitada. Estoy refiriéndome a La naranja mecánica.

Deberíamos pregúntanos qué favorece algo tan escalofriante como una violación infantil en grupo aplaudida o silenciada por el entorno más cercano

La novela de Anthony Burgess no había causado tanto revuelo, pero su adaptación cinematográfica por parte de Kubrick fue todo un escándalo social. El futuro distópico del relato literario parecía haberse adelantado en una sociedad británica donde la violencia juvenil estaba desatada. Además el cineasta no manejó la versión que tenía un capítulo adicional con otro desenlace más amable. Malcolm Macdowell acababa siendo víctima de un programa conductista que le hacía odiar la violencia y padecerla por parte de su antigua pandilla.


El caso es que Kubrick retiró su film del Reino Unido, su lugar de residencia en la época, y no volvió a exhibirse hasta 1999. Hubo casos que se consideraron réplicas de la violencia  mostrada por su película. Concretamente una violación acompañada de Bailando bajo la lluvia. Quien la perpetró no había visto la película ni siquiera conocía su existencia, pero la coincidencia era inquietante. Nunca se sabe si una sátira social puede generar un eco y la realidad acabe reflejando lo que se intentaba denunciar o criticar.

Por otro lado, como en el caso de Lolita, los personajes de la novela son aún más jóvenes. En el reparto de la película nos encontramos con jóvenes o adolescentes, pero el protagonista literario tiene sólo quince años y las chicas que comen helados tienen unos diez. Esa misma edad tienen los escolares que han violado en grupo a una compañera de once años. Al tener menos de catorce algunos ni siquiera son imputables por su minoría penal. No se había previsto que unos niñatos pudieran ejercer agresiones tan aberrantes.

Hay otro dato escalofriante. La grabación de sus hazañas y su reparto entre quienes comparten pupitres en el colegio. El hermano de la víctima se ha visto amenazado por chivarse. Si su alerta, el vídeo hubiera seguido expandiéndose, porque nadie de quienes lo recibían o visionaban se atrevió a decir ni pio, pese a ver cómo era vejada una de sus compañeras. Quizá consuman tanto porno duro que les haga confundir lo real con la ficción y esa confusión logre mermar su empatía. Cabe preguntarse igualmente si el grabarla no es una motivación adicional para la barbarie.


¿Qué idea tienen del sexo esos agresores infantiles y quienes no dejan de ver el vídeo que recoge sus perversas hazañas? ¿Por qué menudean tanto más violaciones en grupo? El síndrome de las manadas y del voyerismo patológico retratan una sociedad enferma. La vida erótica puede ser algo tremendamente placentero y jalonar nuestro periplo vital durante ciertas etapas de la vida. Pero también puede ser la peor de las pesadillas el asociarla con un trauma inimaginable, al que se añade cierta incomprensión social, como denuncia la notable novela Mira a esa chica. Nuestro imaginario colectivo sigue rebuscando indicios que hayan en la víctima una cooperadora necesaria por su vestimenta o actitudes.

Deberíamos pregúntanos qué favorece algo tan escalofriante como una violación infantil en grupo aplaudida o silenciada por el entorno más cercano. El acceso ilimitado a cuanto circula por la redes podría ser un factor clave. Se diría que ahí se reproducen unos roles de género abolidos por lo políticamente correcto. Los gobernantes y legisladores no pueden limitarse a los gestos puntuales. De nada sirve sobreactuar para mostrar el más radical de los compromisos. Lo que cuenta es la eficacia. Estos problemas no se resuelven con una ley efectista. Hay que indagar su etiología y actuar en consecuencia, sin dejarse obnubilar por el síntoma.


La niña de once años intentó pedir ayuda y un guardia de seguridad no le prestó el auxilio solicitado en caliente. Luego fue incapaz de contarselo a su familia durante un mes, aunque debía saber que corría un vídeo con su vejación. Cuesta imaginarse lo rota que tendrá su alma y si logrará superarlo con el tiempo. Al margen de los agresores, la respuesta social por parte de sus compañeros y del vigilante resulta desoladora. Conmociona que una pandilla de chavales tan jovenes encuentren divertido grabar la violación perpetrada y encuentren divertido comportarse como psicópatas. Pero tampoco es baladí que nadie, salvo el hermano de la victima, denunciara el testimonio de una violencia tan estremecedora.

La naranja mecánica, las “manadas” infantiles y los vídeos de una violación grupal que...