La muerte de Robert Johnson. 16 de agosto de 1938
No sabemos nada, o casi nada. Ni siquiera dónde acudir a venerarte: hasta tres pobres nichos se disputan tu osamenta maldita.
No sabemos nada, o casi nada. Ni siquiera dónde acudir a venerarte: hasta tres pobres nichos se disputan tu osamenta maldita. Apenas la certeza de tus manos, de tus dedos zocatos invadiendo, frenéticos, los trastes de tu alquímica guitarra, regalando un sonido más propio de una orquesta que de un puro solista. Hay quien dice que sí, que en una encrucijada ofreciste tu alma a Belcebú a cambio del secreto de la técnica, en pago del instinto primigenio del blues; el niño solitario, el
Era incapaz de ver pasar un tren sin subirse al último vagón, narraban tus colegas, los pocos que tuvieron el fabuloso azar de compartir contigo las trastiendas de América. Jamás la mota más ínfima de polvo cometió la osadía de infiltrarse en su traje, en su único traje, afirmaban los otros. Y glosaban tus dotes de escapista, de marcharte de un antro, del salón más poblado, sin llamar la atención, sin que nadie atisbase las migas de tu estrella. Como si nunca hubieras existido. Como si nada fueses. Tal un dios invisible y estratega.
Transcurrieron los años, y pasaste de ser un absurdo dipsómano del pobre Mississippi a una leyenda viva, un gran patriarca, pero siempre ofreciendo tu destreza en la inhóspita calle, en la suerte salada del negro callejón, allá dónde la luz te reclamase. Sólo en dos ocasiones tu música selló un pacto con la Historia: en la penumbra incierta de un hotel grabaste tus perfectas melodías ante un cazatalentos atónito y perplejo. Veintinueve canciones, veintinueve nostalgias, veintinueve planetas.
Todo mudó en agosto de 1938. No pasaba inadvertida tu belleza en las viejas tabernas, tu elegancia era un zumo
No fue fácil vencer tus resistencias, tu ansiosa juventud inflamada de pugna, pues aunque soportaras un milenio de luz sobre tu espalda, apenas veintisiete primaveras doraban tu existencia terrenal. Pero tras tres jornadas infinitas, tres noches y tres días esquivando a la muerte, tuviste que ceder. No se sabe muy bien cómo pasó, dónde duerme lo cierto y arranca la leyenda. Será mejor rendirse a la mitología: qué regazo mejor que el de la madre, qué manera más bella de cerrar el círculo del eterno rebelde, del artista ambulante. Allí fuiste a morir, junto a su pecho, le entregaste tu agónica guitarra y dijiste: mamá, tú eres todo lo que he estado esperando. Cuelga esto en la pared, esto ha sido mi ruina. Este es el instrumento del diablo. Ya no lo quiero más. Y se cuenta que justo en ese instante, mientras tu pobre madre ejecutaba tu postrera y extraña voluntad, tus manos extasiadas y geniales dejaron para siempre de latir.