jueves. 18.04.2024
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José Roldán Rabadán | Tras el verano del pasado año, el ministro Escrivá urgía a la Comisión parlamentaria del Pacto de Toledo a que cerrara sus recomendaciones para incorporarlas a los PGE. El acuerdo se aprobó en noviembre por una amplia mayoría del Parlamento pero, salvo la revalorización de las pensiones contributivas con el 0,9% y las no contributivas con el 1,8%, el gobierno ha dado la espalda al resto de las recomendaciones que podían afectar a las cuentas del Estado de 2021, en particular, a la mejora de las pensiones mínimas.

Por el contrario, tanto el ministro de Seguridad Social como la ministra de Economía no han dejado de conspirar para retorcer esas mismas recomendaciones con vistas a enviar a la UE un documento de compromisos económicos que pretendía reformular el denostado índice de revalorización del gobierno del PP y la ampliación de 25 a 35 años del periodo de cotización para el cálculo de la Base Reguladora (BR) de las pensiones. Después de negar que esa fuera su intención y ante el plante de UP y otras fuerzas de la investidura, tuvieron que reconocer que ese objetivo figuraba en “algún documento de trabajo” pero que no se llevaría a Bruselas. Por último, como final de ese juego de trileros, la ministra Calviño terminó enviando un texto que recoge “la posibilidad de ampliar el periodo de cálculo de la pensión”, algo que no se contempla en el Pacto de Toledo.

¿Es culpable el Pacto de Toledo?

Viene lo anterior a colación de que, quizá, hoy no sea el Pacto de Toledo, en sí, el mayor problema que afrontan las pensiones en España, sino los poderes en la sombra y la voluntad política gubernamental. Es innegable el sesgo neoliberal que han ido tomando en el pasado algunas de sus recomendaciones, sobre todo por las presiones del Banco Mundial y la UE para debilitar los sistemas públicos de pensiones a favor de los privados. Algo a lo que contribuye tanto su bonificación fiscal como el recorte de las pensiones públicas (ojo con la posible nueva estrategia de ajustar las pensiones a la tasa de reposición europea).

Si las recomendaciones del Pacto de Toledo se han caracterizado por algo desde su constitución en 1995, ha sido por su ambigüedad y ambivalencia

El Pacto de Toledo también tiene sobre sí la carga simbólica de haber asumido la regresiva reforma de las pensiones de 2011 (para la de 2013, Rajoy ni siquiera contó con esa Comisión sino que recurrió a un grupo de “expertos”, casi en su totalidad afines a la doctrina neoliberal, en la que solo un miembro se opuso a su reforma). Con todo, si las recomendaciones del Pacto de Toledo se han caracterizado por algo, desde su constitución en 1995, ha sido por su ambigüedad y ambivalencia, de forma que lo determinante ha sido, a menudo, la lectura política y su materialización desde los diferentes gobiernos.

Lo anterior se ve muy claro en la declaración del Pacto de Toledo de asegurar la “sostenibilidad” y la “suficiencia” de las pensiones. En el primer caso, la reiterada recomendación de separar las fuentes de financiación, haciéndose cargo el Estado de gastos impropios de la Seguridad Social apenas se ha llevado a la práctica, lo que ha generado una deuda valorada por el Tribunal de Cuentas en más de cien mil millones de euros (mucho más de los 70.000 millones que llegó a tener la hucha de las pensiones) y que otras estimaciones sitúan en más de 400.000 millones. Eso por no hablar de la larga espera para el destope de las bases máximas de cotización o la persecución del fraude, aspecto este último al que también apela sistemáticamente el Pacto de Toledo. En lugar de cumplir esas recomendaciones, hasta ahora, se apostó por la devaluación de las pensiones justificada en las previsiones demográficas, retrasando la edad de jubilación, ampliando el periodo de cómputo para calcular la pensión y exigiendo más años de cotización para llegar al 100% de la Base Reguladora (BR).

Respecto a la suficiencia, basta echar un vistazo a las pensiones mínimas y no contributivas, ambas por debajo de los umbrales de pobreza (que afectan a la cuarta parte de los pensionistas casi 2,5 millones, la mayor parte mujeres), para constatar la falta de voluntad que ha tenido el poder político para corregir esa situación a lo largo de los últimos 25 años. Y es que, junto a la recomendación de asegurar la “suficiencia de las pensiones”, siempre sigue la coletilla de que su cuantía “no desincentive las cotizaciones”, como si la responsabilidad de que estas sean bajas la tuvieran la gente trabajadora y no el paro, las condiciones precarias y bajos salarios que las últimas reformas laborales han venido provocando.

El movimiento pensionista y sus retos

Desde 2018 el movimiento de pensionistas ha sido un revulsivo que desbordó a los propios sindicatos –habituados al mal menor de limar los flecos de las reformas- contribuyendo, incluso, a la caída del gobierno de Rajoy. Las demandas centrales del movimiento eran la supresión del índice de revalorización -con su vuelta al IPC- y del factor de sostenibilidad que ya era una amenaza cercana. Decenas de miles de mujeres y hombres pensionistas tomaron las calles en todo el Estado con concentraciones y manifestaciones masivas. Después de cinco años de aplicación del 0,25% de subida de las pensiones, en el último momento, el gobierno en minoría del PP tuvo que aceptar una enmienda a los presupuestos del PNV (el País Vasco era el lugar más emblemático del movimiento pensionista) para dejar en suspenso su propio índice y volver al IPC. También se aplazaría la puesta en marcha del factor de sostenibilidad prevista para 2019. La movilización pensionista había rendido sus frutos.

Desde 2018 el movimiento de pensionistas ha sido un revulsivo que desbordó a los propios sindicatos contribuyendo, incluso, a la caída del gobierno de Rajoy

La consecución parcial de esa reivindicación, junto al inevitable desgaste y altibajos que sufre todo movimiento social con el tiempo, hicieron que las movilizaciones, pese a su continuidad en todo el Estado, fueran perdiendo masividad. Mientras tanto, las preocupaciones de la militancia –en particular en COESPE, la principal plataforma estatal- se orientaron a ajustar la organización y dotarse de un programa con demandas que, lejos de la simplicidad inicial, aspiraban a revertir las reformas de 2011 y 2013 (que ya se estaba aplicando gradualmente). La moción de censura al gobierno del PP y, finalmente, la formación del nuevo gobierno de coalición, generaron nuevas expectativas en el movimiento. La pretensión previa del gobierno del PSOE de aprobar precipitadamente, antes de las segundas elecciones de 2019,  unas nuevas recomendaciones del Pacto de Toledo, sin consenso y con algunas de las propuestas regresivas, exacerbaron las críticas que llegaban a pedir la disolución misma de la Comisión parlamentaria haciéndola responsable de los recortes pasados y futuros.

Con todo, y pese a la incipiente división que ya empezaba a atisbarse en el movimiento, en otoño de 2019 las marchas a Madrid desde Bilbao y Cádiz, junto a su relevancia mediática, posibilitaron una gran manifestación en Madrid que sirvió para recuperar el aliento. Poco después, a lo largo de 2020, la convocatoria de huelga en el País Vasco y Navarra por parte de los sindicatos nacionalistas y el MPB, el marco de la III Asamblea de COESPE y, sobre todo, la crisis sanitaria desatada por la pandemia del Covid 19, fragmentarían y paralizarían el movimiento, reducido ya, en muchos casos, a expresarse a través de las redes sociales.

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Foto de familia de la Comisión del Pacto de Toledo. (Congreso. Octubre 2020)

Algunas plataformas de pensionistas han recibido con disgusto las recomendaciones del nuevo Pacto de Toledo, pese a su tono más ambiguo y moderado, obligado por la correlación política (gobierno de coalición y mayoría de investidura) y con una narrativa que parecía asegurar la sostenibilidad del sistema público mediante ajustes en los ingresos por cotizaciones y transferencias del Estado (el propio Escrivá aseguraba que el problema de las pensiones desaparecería una vez pasado el efecto del baby boom). Ese rechazo ha llegado a generar en su seno dudas y desconfianzas hacia las fuerzas políticas del cambio que más cercanas se han mostrado a las demandas sociales de los y las pensionistas. Así, justo en el momento en que se encuentra más débil, al movimiento de pensionistas se le presenta  la disyuntiva de asentar la legitimidad social de sus demandas para tomar un nuevo impulso, o bien optar por “tirar al niño con el agua sucia” y acentuar su aislamiento.

No le falta razón al movimiento en buscar nuevos acentos, con demandas más estructurales relacionadas con las pensiones. La pregunta es si es acertado poner el foco central de la lucha en el actual Pacto de Toledo, convirtiéndolo en símbolo, como si fuera un todo que habla por sí mismo –como ha ocurrido en la reciente convocatoria estatal del 25 de enero-, rehusando, incluso, valerse de las recomendaciones que más pueden chocar con las lecturas neoliberales.

Estigmatizar el actual Pacto de Toledo, en su conjunto, incluso a despecho de aquellas de sus recomendaciones que pudieran ser utilizadas en apoyo de sus demandas –como el rechazo a ampliar los años para el cálculo de la pensión- no puede sino contribuir a aislarse en una aparente radicalidad militante poco útil. Al movimiento en defensa de las pensiones públicas se le presentan, así, algunos retos que tienen que ver con la forma de presentar y defender sus demandas ante la sociedad y los poderes políticos, huyendo de la tentación de englobar todo bajo la rúbrica del Pacto de Toledo.

Convendría pues, poner el acento en los aspectos concretos más injustos del sistema, especialmente en la gran desigualdad que representan las pensiones mínimas actuales y la brecha de género, igualando aquellas con el SMI como elemento central; en defender la garantía de pensiones dignas de los futuros pensionistas; en una reforma laboral que revierta la devaluación salarial ligada a la precariedad; en terminar con los beneficios fiscales de que disfrutan los planes privados de pensiones –individuales y de empleo- que deberían destinarse a la mejora de las pensiones públicas; en exigir la efectividad de que los PGE se hagan cargo de los gastos impropios de la Seguridad Social -auditando también su injusta deuda- a la vez que transfieran los recursos necesarios para garantizar unas pensiones suficientes.

Por último, y no menos importante, el movimiento necesita recomponer su unidad, maltrecha no por grandes diferencias de objetivos sino, quizá, por sectarismos arraigados en la cultura política y sindical de algunos dirigentes.

José Roldán Rabadán

Pensionista y activista social

El movimiento de pensionistas y el Pacto de Toledo