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Si hay un país en el mundo que me subyuga y apasiona, ese es México. Por muchos motivos, no el menor la inmensa labor humanitaria y solidaria que a las órdenes de Lázaro Cárdenas llevó a cabo una de las generaciones de diplomáticos más excelsa del siglo XX. Luis I. Rodríguez, Daniel Cossío Villegas, Gilberto Bosques, Alfonso Reyes, Alberto J. Pani, Genaro Estrada, Adalberto Tejeda, Isidro Fabela, Francisco Aguilar González y, entre otros muchos, Luis Quintanilla escribieron una de las páginas más hermosas y dignas de las historia de las relaciones internacionales en un momento crítico para el mundo, el que va desde el golpe de estado africanista de julio de 1936 que dio comienzo a la II Guerra Mundial y los pactos de Madrid de 1953 entre Estados Unidos y la dictadura española en plena Guerra Fría que supusieron una derrota en toda regla para la causa de la democracia al perpetuar a un dictador sanguinario en el poder hasta su desaparición física. Aquellos hombres, de formación intelectual poco corriente, se identificaron con la política preconizada por Lázaro Cárdenas, una política que respecto a los exiliados españoles, a esa Numancia Errante que decía Luis Araquistain, se podría resumir en aquella carta que el Presidente mexicano envió al traidor Petain en la que ponía bajo la protección de México a todos los republicanos españoles refugiados en Francia: “Con carácter urgente -escribía Cárdenas a Luis I. Rodríguez un día después del armisticio- manifieste usted al gobierno francés que México está dispuesto a recoger a todos los republicanos españoles de ambos sexos residentes en Francia… Si el Gobierno francés acepta en principio nuestra idea, expresará usted que, desde el momento de su aceptación, todos los refugiados españoles quedarán bajo la protección del pabellón mexicano”.
Pero no es sólo el recuerdo de aquella gesta diplomática, ni la protección que México dio al Presidente Manuel Azaña en sus últimos días para evitar que fuese asesinado por falangistas y nazis, no, además del agradecimiento eterno por todo ello, hay algo en México que atrapa, que seduce, que enamora. Podríamos hablar de su naturaleza desbordante, de los contrastes inverosímiles que se dan entre el norte y el sur del país, de la belleza inmensa de muchas de sus ciudades, de esa gastronomía declarada Patrimonio de la Humanidad, empero, hay algo más, algo que hace que estando tan lejos geográficamente de nosotros, te sientas como en casa, no como el cónsul británico Geoffrey Firmin en la portentosa novela Bajo el volcán de Malcom Lowry, enamorado, perdido en su jardín exuberante de Cuernavaca con vistas al Popocatepelt, ente los efluvios del Anís del Mono y la presencia etérea de su mujer, sino como si te hubiesen abierto las puertas de un lugar castigado por la historia, mal gobernado, con contrastes y desigualdades infinitas en el que se palpa la vida como en pocos lugares del planeta.
Cuando se produjo la conquista española de América ni México existía ni España tal como la conocemos tampoco
Haciéndose eco de una frase repetida desde antiguo, hace años, un poco antes de su muerte, Carlos Fuentes resumía la historia de México con una sentencia mítica: “Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”. Cuando se produjo la conquista española de América ni México existía ni España tal como la conocemos tampoco. España era una monarquía compuesta por varios reinos que emprendió una aventura que ningún territorio hasta entonces había sido capaz de llevar a cabo. Sin ser, ni mucho menos el reino más rico de Europa, se atrevió a ir hacia lo desconocido en busca de especies, en busca de riquezas, sin apenas datos fehacientes que asegurasen el éxito de la empresa. Por su parte México y buena parte de América, estaba gobernado por los aztecas, una de tantas culturas mesoamericanas que basaban su poder en el sometimiento de otras tantas, en algunos casos tan desarrolladas como la dominante. Se produjeron durante la conquista y el dominio muchos abusos, como en todas las conquistas pero, pese a ello, España dictó el 20 de noviembre de 1542 en Barcelona las Leyes Nuevas de Indias, por la que se suprimía la esclavitud de los indios, se prohibía el desplazamiento a zonas remotas y se abolían las encomiendas, sistema de explotación esclavista que había causado estragos entre la población indígena, siendo el primer país del mundo en elaborar una legislación protectora de los nativos.
El mayor daño infringido a México no fue perpetrado por España en la conquista, sino por EEEU y los gobernantes mexicanos durante el siglo XIX y principios del XX
Cuando México se independizó de España en 1821, el territorio de Nueva España ocupaba una extensión de 4.400.000 kilómetros cuadrados, comprendiendo territorios como Texas, Arizona, Nuevo México, Florida, Luisiana o California, territorios que los pésimos gobiernos del nuevo Estado fueron regalando, vendiendo o perdiendo a favor de Estados Unidos. No tuvo nada que ver en ello España, la España desastrosa de los Borbones, la España decadente, estúpida y cruentísima de Fernando VII, sino los gobiernos mexicanos que vendieron a su patria por cuatro dólares, sacrificando además la vida de millones de mexicanos. Ahora, quinientos años después de la presencia española en las tierras de lo que hoy es México y doscientos de la independencia, a los presidentes mexicanos López Obrador y Claudia Sheinbaum se les ha metido en la cabeza que España, la España del siglo XXI, tiene que pedir perdón al México del siglo XXI por los abusos cometidos durante la conquista, olvidándose adrede de que el mayor daño infringido a su país no fue perpetrado por el España durante la conquista, sino por Estados Unidos y los gobernantes mexicanos durante el siglo XIX y principios del XX.
La cuestión no tendría demasiada importancia si no se inscribiera dentro del clima de locura y deterioro democrático que la globalización está imponiendo en todo el mundo. Es algo tan absurdo, tan disparatado como si España ahora reclamase disculpas a Israel, Siria y El Líbano por la ocupación fenicia, a Italia por la romanización, a Alemania y los pueblos centro europeos por la ocupación visigoda, a Siria, Irak y Marruecos por los ochocientos años de dominio árabe o a los Habsburgo por habernos regalado un puñado de reyes imbéciles e integristas.
Entre España y México existen unos lazos tan profundos y fecundos que difícilmente podrá deteriorar la mala política
Independientemente de los oportunismos demagógicos utilizados coyunturalmente por determinados gobiernos, entre España y México existen unos lazos tan profundos y fecundos que difícilmente podrá deteriorar la mala política. En un país con las desigualdades tan terribles como las que asolan México -en España también crecen día a día con las políticas ultras de Ayuso y los gerifaltes del PP que dominan las Comunidades Autónomas-, en un país tan vapuleado por Estados Unidos, en un país con una violencia callejera ligada al narcotráfico y a la corrupción, recurrir a estrategias tan penosas como los daños de la conquista española, no es más que una cortina de humo que pretende tapar males estructurales para los que la admirable nación azteca tendría que contar con el apoyo y la solidaridad de todos los países, incluido el vecino del norte que es quien se come las drogas que salen de México, incluida España que es un país amigo, un amigo agradecido.
La república en México. Con plomo en las alas (1939-1945), de Pedro Luis Angosto.