viernes. 29.03.2024
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Natalia Joga Madrid 2015 | Foto realizada por Carmen Barrios, incluida en el libro 'Rojas, Violetas y Espartanas'

En la tarde del 8 de abril de 2020 falleció Natalia Joga, luchadora antifranquista, mujer comunista del PCE, feminista y fundadora junto a otras, del Movimiento Democrático de Mujeres (MDM) a la que debemos derechos y libertades, que reclamó poniendo el cuerpo y la inteligencia libre para todas nosotras. Tuve la gran suerte de conocerla y de tratarla en los últimos años de su vida. Tuve la gran suerte de poder hablar con ella y de escucharla con emoción y agradecimiento, por lo que significaron sus esfuerzos y el de tantas otras mujeres que labraron el camino que hoy recorremos un poco más llano gracias a ellas.

Natalia nació el 1 de enero de 1928, tenía 92 años de luchas a sus espaldas cuando falleció. Su vida da para el guión de una buena peli de espías y clandestinas luchado de forma épica por las libertades en la España de los años 60 y 70 del siglo pasado.

Le rindo homenaje y comparto un relato sobre su vida que publiqué en el libro Rojas, Violetas y Espartanas. Mujeres en lucha (Utopía Libros, 2018) y que recogí a través de los testimonios que ella misma me relató, acompañada de su inseparable Vicente Llopis, su marido, que hizo de apuntador, una tarde de verano de 2015. Reproduzco aquí el texto con alguna modificación sustanciosa de fechas, que he conocido con posterioridad a la publicación del libro.

El texto va acompañado por una fotografía que le hice aquella tarde, en ella se ve a una Natalia Joga muy ella, con sonrisa amable de mujer libre y un cigarro en la mano siempre hasta el final. Quedará registrada así en mi memoria.


Las vidas de Natalia

La Pepona de Natalia

La muñeca tenía una expresión de pánico impropia de un juguete. Estaba tumbada boca arriba en medio del salón, con los ojos abiertos a un cielo irreal, empañado por el polvo de los cascotes recién reventados. Así la encontró Natalia tras el impacto, tendida y como muerta, rodeada de escombro, con el pelo polvoriento y las ropas arrebujadas como si fuera una muñeca del arroyo.

Una bomba había volado el salón de la casa de los padres de Natalia. Una casa con patio, situada dos cuadras detrás de la iglesia, en un recodo que llevaba hacia el final del pueblo, una zona elevada sobre los trigales. Afortunadamente las habitaciones donde dormía toda la familia estaban intactas. Todos se habían despertado con el rugir de la bomba, que abrió un cráter en medio de la calle, llevándose también el muro exterior y parte del tejado.

Natalia salió atónita de su habitación, era pequeña y no entendía bien lo que sucedía. Solo veía todo desparramado por el suelo, los adornos de las paredes caídos y desconchados, los escasos muebles astillados entre los cascotes y su muñeca como muerta en medio de ese remolino de enseres. Antes de ir a dormir Natalia la había dejado sentada en uno de los butacones del salón, tapada con un trozo de tela a modo de manta, bordada con un festón de colores, que le había cosido su madre, para que la pobre no pasara frío por la noche.

Natalia estaba orgullosa de esa manta. Su señorita del cole le había confiado cuidar a la Pepona, así la llamaban en clase, durante una semana. Y ella la tenía bien limpia, con los cabellos desenredados y dos moñetes a los lados que daban a la Pepona un aspecto de niña tratada con mimo y recién peinada para acudir a la escuela. Natalia adoraba a esa muñeca. Estaba deseosa de que le tocara a ella cuidarla durante el fin de semana. La maestra llevaba un orden riguroso, porque todas las niñas querían disfrutar de la Pepona. No era de ninguna y era de todas, la cuidaban, la aseaban, la mimaban, la hablaban y era partícipe de todos los juegos. Gracias al primor con que cada alumna atendía a la Pepona, la muñeca se había convertido en la niña mejor vestida y con más variedad de atuendos de la escuela.

Natalia recuerda a su maestra muy vivamente. En ocasiones tiene los recuerdos un poco confusos, las vidas largas, muy largas, es lo que tienen, que se pueden confundir los acontecimientos, mezclar fechas o nombres, o simplemente olvidar, olvidar, olvidar…Pero Natalia es una luchadora inagotable y ahora lucha contra el olvido. Y se le distraen algunos hechos en los pasillos de la memoria, otros simplemente se esconden tras una esquina, pero consigue girar y allí están esperando para ser revividos, sí, y los más valiosos, esos están todavía a la luz de un gran ventanal abierto, y son tan nítidos que los puede compartir casi sin esfuerzo. El recuerdo de su maestra y de esos pocos años de colegio forman parte de ellos… la señorita Sara, la Pepona, el aprendizaje en el aula o en las eras, los paseos por el río, las canciones, los cuadernos donde clasificaban las hojas de los árboles, el libro de los insectos, repleto de imágenes que ayudaban a identificar cada bicho que capturaban por los caminos, las compañeras de escuela, la Pepona, Sara, los bichos, los caminos, el río, Sara, Sara otra vez, siempre su señorita Sara, con sus cuentos y sus canciones, siempre Sara…son recuerdos indelebles, no se borran.

Por mucho tiempo que pase, ahí está Sara, enseñando los números como si fueran los personajes cantarines de un teatrillo, que se mueven al ritmo frenético de las multiplicaciones o cabecean en el vaivén leeeento de las divisiones, o las letras del abecedario, dibujadas como gráciles bailarinas haciendo equilibrios imposibles en una línea infinita que desborda la pizarra y recorre las paredes del aula sin ningún límite. De eso sí que se acuerda bien Natalia.

Cuidar a la Pepona entre todas fue estimulante y positivo. Eran niñas de ocho años, que tenían una responsabilidad compartida, atender a alguien muy querido y se esforzaban como si la Pepona pudiera sentir o padecer, o hablar o reír, o llorar, o simplemente jugar y jugar, la Pepona tenía vida para ellas, …Y en esas estaba Natalia, en su turno de asistir a la Pepona, cuando cayó la bomba, cuando cayeron las bombas de los aviones alemanes sobre su pueblo, y destrozaron el salón de la casa de sus padres y casi se llevan por delante a todos los miembros de su familia, a ella misma… y a su querida muñeca.

Menudo disgusto se llevó Natalia al ver así a la Pepona. Empañada por la polvareda, con los pelos estropajosos y opacados por una capa fina de estuco, como si hubiera metido la cabeza en un saco de cemento, con la ropa engurruñada como una muñeca del arroyo y con la mirada fija, clavada en un techo inexistente, que había saltado por los aires como por arte de magia.

Sí, la magia de las bombas, ¿tienen magia las bombas?, más bien magia negra, porque cuando las bombas aparecen en la vida de las personas todo se trastoca y comienzan padecimientos que pueden llegar a ser definitivos, insalvables.

La familia de Natalia tuvo que dejar su casa y su pueblo cuando aparecieron las bombas. A principios de 1937 su pueblo estaba en pleno frente de guerra. De hecho, Natalia recuerda que había un campamento de soldados de muchos países, establecidos muy cerca de su casa, y recuerda también que su madre la enviaba de vez en cuando con un puchero de lentejas con algún trozo de costilla nadando en el caldo para ellos, que eran simpáticos y hablaban todos con acentos variados que no conseguía entender, pero no le importaba, porque eran generosos y en ocasiones volvía con un poco de chocolate o con tabaco para su padre.

Las bombas sacaron de casa a la familia de Natalia y la llevaron a instalarse en un barrio a las afueras de la Capital, en casa de unos parientes de su madre. Natalia recuerda que su madre le dio a ella y a sus hermanos un trozo de tela con un palo a cada uno, para hacerse un hatillo en el que poder meter sus cosas y transportarlas con facilidad. Lo primero que ella metió en el hatillo fue a la Pepona, que ocupaba buena parte del mismo, porque tenía que cuidarla –ese era el mandato de su maestra- hasta que pudiera volver a la escuela, también derrumbada y cerrada por las bombas. Menuda responsabilidad, pensaba Natalia. Arregló a la muñeca, la curó de las heridas que le había causado la bomba y la dejó radiante, eso sí, no pudo conseguir que la Pepona superara esa mirada de pánico. Se le quedó la expresión pasmada de quién recibe un susto de muerte, que le hiela el alma para el resto de su existencia.

Natalia cuidó a la Pepona durante años y años. Nunca pudo devolverla a la escuela. No volvió a ver a su maestra ni a sus compañeras. Las bombas efectivamente lo trastocaron todo, tanto, que la vida de Natalia dio un vuelco completo. Y la de su maestra, Sara, y las de sus compañeras de clase, y la de tantas personas que se quedaron ahí, pilladas en el recuerdo de otros y no se supo nunca qué fue de ellas.

Cuando terminó la guerra Natalia tenía once años. Los felices días de escuela quedaron enterrados en el rugir de las bombas. Nunca volvió a ser la misma. Lo único que quedó de su niñez fue la Pepona, el testigo precioso de que un día existió la infancia y que ella formó parte de un mundo amable de juegos y de amistades infantiles, un mundo de aprendizaje, de canciones en el aula y de manos que comparten un corro infinito de carrusel en medio del patio de la escuela. Un mundo de lecturas y de historias narradas con cadencia por Sara, su maestra, una mujer que desapareció sin dejar rastro. La escuela fue borrada. Igual que Sara, su maestra, probablemente apartada, desaparecida, o algo mucho peor, ¿quizás marcada como un libro seleccionado para quemar en la hoguera?, se pregunta Natalia durante esos días en los que la luz retorna a esa parte de su memoria que se resiste a sucumbir al encanto indolente del olvido.

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Natalia contra el muro

La prisión de Burgos. Los muros altos, ciegos, fríos, húmedos. Los muros que apartan. Los muros que recluyen la vida, la expresión, la protesta, el amor. Los muros que cercenan. Los muros de una prisión que llora vidas, que contiene lamentos y gritos de dolor, que alberga presos de conciencia desde el final de la guerra. Ahí están esos muros de la prisión de Burgos, elevados e inexpugnables, insolentes, ante todas la madres con sus hijos, ante las hermanas y las abuelas, la hijas y las nietas…ahí están, con los portones cerrados, sellados, en el único día festivo, el 23 de septiembre, el Día de la Merced, en el que se permite a las familias de los presos traspasar la frontera del presidio, la frontera del odio, para abrazar las vidas tan queridas, secuestradas en las tripas de ese monstruo ávido, de mil estómagos, que es el franquismo.

A las puertas cerradas de la cárcel de Burgos del 23 de septiembre de 1963 está Natalia, nuestra Natalia, que ya no lleva a su Pepona en un hatillo, se quedó sentada, cuidada como una reina, en un butacón del salón de la casa familiar, se ha convertido en un símbolo de supervivencia del que los padres de Natalia no se saben desprender. Ahora lleva a su hijo, que no tiene un año, en sus brazos, sujeto en su cadera, que balbucea el nombre de su padre, Vicente, al que todavía no conoce. Natalia está a las puertas de la prisión más triste de España desde casi el alba. Lleva una bolsa llena de viandas para compartir con su marido, uno de los presos del expediente Grimau, que está recluido desde hace casi un año. Natalia está impaciente, porque ve que las puertas no se abren y comienza a revolverse en la cola.

-Compañeras, ¿qué pasa?, esto no es normal. Deberían haber abierto las puertas a las nueve –grita interrumpiendo los murmullos entrecortados del silencio. Aumentan los cuchicheos, pero nadie responde. Los niños y las niñas comienzan a revolverse. Y Natalia arenga.

-¿Qué sucede?, ¿por qué no nos dejan entrar?, este Día de la Merced es nuestro, tenemos derecho a ver a nuestros hombres y a que nuestros hijos jueguen con sus padres…

Natalia se sale de la cola y va resuelta a la puerta a preguntar qué sucede, por qué no abren ya.

El funcionario le informa lacónico y con tono desabrido que las puertas permanecerán cerradas, que no se permitirán visitas. Y Natalia grita, grita fuerte, muy fuerte… arenga a las mujeres y pide explicaciones. Se organiza un revuelo tan grande a la puerta de la cárcel, que sale un funcionario de mayor rango a informar a las familias. Se han suspendido las visitas porque los presos se han declarado en huelga de hambre y se niegan a ir a misa. Y sin misa, no se celebra el Día de la Merced. Se han suspendido todas las actividades oficiales del día. Las autoridades salen de la prisión, se quieren escabullir como sabandijas, sin mirar a las mujeres ni a los niños, evitando cualquier contacto visual o físico con ellas. Nadie se para a hablar con ellas excepto en Obispo de Burgos, que las escucha y se escuda en la dirección de la prisión, diciendo que él no puede hacer nada, que si los presos no acuden a la misa es muy difícil que se pueda celebrar la festividad de la Virgen. El Obispo, el todopoderoso Obispo de Burgos, dice que no puede hacer nada.

Natalia sabe que los presos de la prisión de Burgos se han organizado para reclamar derechos. Los presos comunistas han decidido exigir mejoras, que tienen que ver con todos los órdenes de la vida en prisión, mejoras para el cuerpo y para el alma, mejoras como que se respete la libertad religiosa de cada uno, porque proporciona dignidad humana, una dignidad necesaria para soportar la reclusión, significa ganar un pequeño espacio de libertad dentro de los muros húmedos del penal más gris de España.

Natalia está organizada desde hace tiempo. Pertenece al Partido Comunista de España desde que su marido, Vicente, fue hecho preso y es una de las personas más activas en la organización de las mujeres de los presos para asistir solidariamente el bienestar de los reclusos políticos en las cárceles. Natalia intuía que el Día de la Merced podía pasar algo. Pero lo que ha sucedido, aplicar un castigo tan ruin sobre las familias negándoles la posibilidad de abrazar a sus seres queridos, negándoles el único contacto físico directo al año a los padres con sus hijos, a las mujeres con sus espesos, a las hermanas con sus hermanos, a las madres con sus hijos…¿cabe más crueldad?...

Ella, Natalia, deja a su hijo sentado en el suelo un momento y saca una tela blanca doblada. La despliega rápidamente y escribe con una barra roja de carmín: “Hoy día de la Merced no nos han dejado ver a nuestros padres”. Los niños portan la pancarta, había más de cincuenta niños y niñas ese día, todos queriendo llevar un trocito de la tela.

Rápidamente se improvisa una pequeña protesta y las protestonas, con sus hijos y sus hijas de la mano, cargando sus bolsos llenos de comida para una fiesta frustrada, deciden ir a pasear su grito, su exigencia, su dolor, su sed de Justicia, por las calles de Burgos, en ese día festivo tan señalado en el calendario del franquismo. Deciden irse a comer al mismísimo centro de la ciudad, mostrando su disgusto y su rabia delante de la puerta de la Catedral.

Llegan hasta el Paseo del Espolón, el lugar donde las familias acomodadas de Burgos acuden a tomar el aperitivo los días festivos como ese. Y son increpadas y la policía las acosa, las empuja y las amenaza. Un comisario de policía de aspecto fúnebre, con dentadura temblona, las exigen que se callen porque están llamando a atención, pues eso pretenden llamar la atención lo más posible, para eso están ahí, le contestan airadas y la policía carga, las empuja, las quieren asustar.

Ellas resisten, son fuertes, son osadas, son jóvenes y saben que la Justicia y la razón están de su parte. Y se dispersan, pero vuelven a juntarse otra vez en el Paseo del Espolón. No pueden con ellas. Visualizaron el dolor del miedo hace mucho tiempo. Hoy vuelven a vencer su miedo y siguen desfilando entre empujones con su pequeña pancarta, sosteniendo a sus hijos y a sus hijas, acarreando las bolsas de comida, que tendrán que volver a llevarse cada una a su destino.

La memoria sabe que ese hecho existió. Sabe que un grupo de mujeres se manifestaron por las calles de Burgos, bravas, decididas, con sus hijos y sus hijas durante el Día de la Merced de 1963. La memoria sabe que exigieron el derecho a la caricia, el derecho a estrechar el amor entre los padres presos y los hijos y las hijas, y las esposas y las madres y las hermanas, exigieron el derecho humano a la visita, al calor, a compartir el tiempo, unas migajas de tiempo nada más con los seres queridos privados de libertad. La memoria sabe que esa fue la primera manifestación de protesta que hubo en la ciudad de Burgos desde que esta población castellana fue aplastada por la victoria del águila negra. La memoria lo sabe, porque hay mujeres que todavía recuerdan que actuaron, porque además hay un testimonio gráfico que lo corrobora, un fotógrafo inmortalizó el momento y envió la imagen a Francia. A través de los canales del Partido Comunista de España llegó a un periódico de ese país, que la publicó junto a una crónica detallada de los hechos de esa jornada histórica.

Natalia Joga me relató esta historia, asistida por Vicente Llopis, su marido y apuntador de su frágil memoria, un día de finales de verano del año 2015. No olvido esa tarde, porque Vicente miraba a Natalia, su Nata, como él la llamaba, con arrobo, con un amor y una dulzura que me conmovió. Vicente LLopis ya ha fallecido y ha dejado a su Nata al albur de las vueltas que puedan dar sus recuerdos. La memoria de Natalia era ya perezosa y se escondía a menudo. Gracias a las palabras clave que Vicente pulsaba con habilidad y conocimiento total de los mecanismos que hacían retornar a su Nata, compartiendo una cerveza fría en el jardín de su casa, ella consiguió encender la luz de sus recuerdos dos veces más para mí, que tuve la suerte vital de conocer de la viva voz de esta mujer Roja los hechos que relato.

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Natalia clandestina

Natalia tiene varias vidas, y todas ellas las vive con fuerza, con determinación, incluso con una especie de alegría revolucionaria.

Nuestra Natalia sabe que la alegría es una manera de no rendirse y así actúa. Para los presos es muy importante ver a las mujeres fuertes y alegres. Para los hijos es fundamental también ver a sus madres alegres, los niños no deben aprender el odio, piensa con firmeza Natalia, nunca el odio. Ella, todas ellas, se esfuerzan en explicar a los hijos la realidad de su familia, quienes son ellos y por qué sus padres padecen cárcel, por qué son presos políticos y lo que eso significa.

La alegría sirve de canal y proporciona a Natalia el ímpetu suficiente para llevar a cabo acciones peligrosas, impensables para una mujer cualquiera de su época, acciones clandestinas que casi sitúan a Natalia en el perfil de una espía de novela negra. Eso sí, una espía peculiar, que acude a las acciones que la encomiendan con su pequeño hijo en brazos.

Cuando vuelven a Madrid después del agitado Día de la Merced, un grupo de mujeres de los presos deciden ir a ver al Abad de Monserrat, que es un cura progre, le llevan un cuadro pintado por Agustín Ibarrola, que también está en la cárcel, para pedirle que interceda por los presos. A la Iglesia siempre hay que darle su diezmo para que ayude. El Abad está dispuesto y escribe una carta que se publica con posterioridad en el diario francés Le Monde. Natalia, que ha tenido una educación católica, es la encargada de acudir a esa entrevista con el Abad, que le facilitará los contactos necesarios para que la misión que le van a encomendar salga bien.

En Barcelona Natalia recibe un encargo importante de El Partido a través de La Peque, Tomasa Cuevas, es una acción peculiar y peligrosa. Natalia será la encargada de sacar un documento, una carta de apoyo a los presos políticos, que pide la amnistía, un documento importante en el que se detalla la situación dramática de los presos políticos en España y el maltrato al que son sometidos, las palizas, la insalubridad de las cárceles, la ignominia de estar privados de libertad solo por sus ideas políticas. Esa carta lleva estampada la firma de más de 1.500 intelectuales españoles, que la signan de su puño y letra y que tiene que llegar al mismísimo Papa de Roma, a Juan XXIII.

El encargo consiste en llevar las firmas al Papa, vía París. Le entregan una maleta con doble fondo donde guarda la carta con las preciadas firmas de los intelectuales, y además recibe 100 pesetas para el viaje. Durante un par de semanas estuvo aprendiendo algo de francés, para poder defenderse en París, y allí llega con su maleta y su hijo en brazos. El ajetreo del viaje y los nervios, la angustia del miedo agarrada al estómago  hacen que el cuerpo de Natalia se revuelva y se pasa el viaje en los váteres del tren, con descomposición y vómitos. Ella nunca ha salido de España, y menos en esas condiciones, con las firmas en el doble fondo, y con su hijo en brazos, que en realidad es su mejor tapadera. Aunque no lleva a su hijo con ella por ese motivo, sino porque no tiene con quien dejarlo.

Cuando llega a París tiene que reunirse con la hija de Pere Albiaca, un viejo comunista, que es su contacto. Ella es la encargada de llevarla a Roma. La busca en la dirección que tiene, La Casa de las Flores, y no la encuentra. Se dedica a vagar todo el día por París y vuelve a casa de ella por la noche. Allí se encuentran por fin y Natalia puede descansar, que ha tenido un día duro. Por la mañana parten a Roma en coche. Qué dirá el santo padre/que viven en Roma/ que le están degollando a sus palomas. Llevan las firmas en la maleta de doble fondo y el ánimo puesto en una misión que puede poner en evidencia al Gobierno de Franco si sale bien.

Ya en Roma se alojan en un hotel y se entrevistan con representantes de muchos partidos políticos, hasta con uno de la Democracia Cristiana. En el colegio de España les facilitan la entrada al Vaticano, pero no consiguen ver al Papa. Dejan la carta con las firmas y se van.

Esta nueva historia que me cuenta Natalia se mezcla con otras muchas historias de cartas y firmas de peticiones de amnistía a instancias internacionales, que hicieron las mujeres de los presos políticos españoles durante los años sesenta y setenta. He podido leer que la petición más importante que llegó a Juan XIII fue la de que intercediera para que Franco conmutara la pena de muerte a Julián Grimau. He podido comprobar que la misiva y las firmas de todos estos intelectuales, más de 1.500, llevada por Natalia arriesgando su vida y la de su hijo, no es esta. Esta petición fue posterior y en ella se insistía en reclamaciones de justicia y solidaridad con los presos políticos españoles, que seguían padeciendo represión y seguía habiendo presos condenados a muerte un años después del asesinato de Grimau.

Juan XIII no llegó a enviar a Franco ninguna petición de indulto para Grimau, que fue fusilado el 20 de abril de 1963. Sí llegó la del arzobispo de Milán, Cardenal Montini, que luego sería elegido papa dos meses después, el 21 de junio, con el nombre de Pablo VI. Las firmas que entregó Natalia en el invierno de 1964 llegaron a manos del nuevo papa Pablo VI.

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Epílogo de lucha

Natalia Joga es una mujer hermosa, hermosa y fuerte. Morena, con una voz firme. Con los recuerdos un poco revueltos a veces, pero ahí están, volando libres de vez en cuando para ayudarnos a entender la grandeza de la historia de estas mujeres que lucharon tanto por todas nosotras.

Y lucharon hasta el final, toda la vida. El último capítulo de lucha de la vida de Natalia Joga se produjo en 2006 ya cuando era muy mayor. Natalia con 78 años y su amiga Agustina Luengo de 67, se propusieron recuperar la memoria de las Trece Rosas. Se pasearon por el barrio de Madrid que acoge el cementerio de la Almudena y la valla en la que fueron fusiladas las Trece Rosas al grito de “Que mi nombre no se borre de la Historia” recogieron entre las dos 3.200 firmas para presentar una moción en el pleno del Ayuntamiento de Madrid.

Las firmas sirvieron para que se pusiera una calle con su nombre. Y más adelante una placa conmemorativa en el muro del cementerio de la Almudena, en el que fueron fusiladas un 5 de agosto de 1939 el grupo de jóvenes republicanas. La placa recuerda los nombres de las Trece Rosas, para que “no se borren de la historia”, tal como pidió Julia Conesa, una de las fusiladas, a su madre en una carta que ha quedado para la historia.

Las vidas de Natalia