jueves. 28.03.2024

Gyani Maiya Sen acumula no pocos años de vida condenada al soliloquio. Esta anciana nepalí es una voz que se apaga, con la misma resignación con que arrastra sus cansados huesos. Hace ya mucho tiempo que no puede compartir con otros las viejas palabras aprendidas de sus padres para designar la risa, el cansancio, el deseo o el miedo. La señora Sen, con sus 75 años, es la última persona en el mundo que habla el idioma kusunda. Cuando muera, la voz de sus antepasados desaparecerá con ella.

Por desgracia hace demasiado tiempo que hemos terminado por acostumbrarnos a las voces que se apagan. En ocasiones se trata de esos sonidos complejos que durante siglos fueron articulando pueblos como el kusunda para poder crear con ellos el relato de su historia y su sabiduría. Otras veces se trata de voces más modernas y artificiales, pero no menos indispensables. El listado necrológico de periodistas despedidos o medios vencidos por el antojadizo mercado, implacable demiurgo del siglo XXI, se encarga de atestiguar esta condena compartida al enmudecimiento. Zarpazos sufridos no pocas veces con desesperante cercanía.

Sin duda, no faltará quien objete que disponer de voz  propia no equivale a ostentar la certeza de la razón en el discurso. Es cierto. Pero también lo es que la perspectiva de seguir perdiendo nuestras voces nos sentencia a un mañana poco halagüeño: el que sustituye la palabra por el gruñido, el eructo, el regurgitar de sonidos que impactan en nuestro rostro como salivazos. Un mañana que, lamentablemente, cada vez es más presente, como atestiguan las ruidosas carcajadas que desde las alturas políticas y económicas nos tomaban por estúpidos. Graznidos patéticos generados por los ejecutivos de Bankia que nos hablaban de beneficios, o  por un Francisco Camps que se vanagloriaba de “querer un huevo” a empresarios con tan pocos escrúpulos como esos amigos de su conseller, Rafael Blasco, que no dudaban en saquear los fondos de solidaridad destinados a los “negratas” o en amenazar  jocosamente con “violar” a una diputada crítica con sus desmanes.

El reino gutural de los despropósitos vergonzantes parece de esto modo enseñorearse de estas tierras donde tan mansamente venimos entregando nuestras voces desde siempre. Más aun. Ni siquiera hemos aprendido a tener la osadía de reivindicar, como la señora Sen, nuestro derecho a un último monólogo, melancólico y triste, tal vez, pero digno y orgulloso. Sumisamente acatamos nuestro destino de silencio dejando morir nuestras voces.

O tal vez no.  Quizá aún estemos a tiempo para poder forjar nuevos vocablos con los que contrarrestar el gruñido esperpéntico de quienes manejan los hilos de nuestra vida.  Un empeño cuyo éxito o fracaso será responsabilidad de todos quienes disfrutan de las voces, tanto de aquellos que aportan el laborioso trabajo de hacerlas audibles, como de todos los que realizan el generoso ejercicio de escucharlas.

El reto sigue vivo. De lo contrario, si asumimos con desgana la desaparición de nuestras  voces, tan solo nos quedará como último recurso el alarido irracional, desesperado. Un grito callado como el que surgió del fondo de la garganta del músico Antonis Perris cuando, desbordado por el regüeldo sonoro que nos rodea, no pudo soportarlo más, tomó por la mano a su madre enferma y juntos saltaron al vacío desde un quinto piso del centro de Atenas.

Las voces, los eructos y los gritos