viernes. 19.04.2024

El supuesto “problema” de la sostenibilidad del sistema de pensiones nos viene trayendo de cabeza desde hace décadas. En estas líneas trataré de explicar hasta qué punto se trata de un planteamiento interesadamente falso de la cuestión y frente al que, por lo tanto, se proponen “soluciones” igualmente erróneas que, obviamente, responden a los mismos intereses.

1. El punto de partida teórico (que en apariencia no se cuestiona) y su realidad

En teoría pareciera que existe un consenso más o menos generalizado en la política, los agentes sociales y la sociedad española en general en cuanto al tipo de sistema de pensiones que queremos:

  • Público (por oposición a privado)
  • De reparto (por oposición a capitalización)

Pero la realidad es un tanto más compleja:

  • No es totalmente público en la medida en que los planes de pensiones privados están incentivados mediante importantes beneficios fiscales (para compensar, al menos en parte, su bajísima rentabilidad y sus elevadísimos costes de gestión); y aún lo será menos en el futuro si se aplica una de las recomendaciones de la Comisión de Seguimiento y Evaluación de los Acuerdos del Pacto de Toledo, que propone incentivar la constitución de planes de empleo (de carácter colectivo).
  • Ni totalmente de reparto puesto que, desde hace por lo menos tres décadas, se han venido aumentando las exigencias para acceder a la jubilación y, sobre todo, a la pensión íntegra, poniendo el acento en dotar al sistema de una mayor “contributividad”.

Es decir que:

  • por una parte, el fisco accede a perder parte de sus ingresos (lo que implica un coste) para estimular que se complementen las pensiones públicas mediante el ahorro privado;
  • y por otra se fomenta una creciente desigualdad en función de las cantidades aportadas al sistema durante la vida laboral, lo que tiende a aproximarlo al modelo de capitalización.

2. Las amenazas a la viabilidad del sistema

Las sucesivas reformas se han ido introduciendo siempre con el mismo argumento: la “insostenibilidad” financiera del sistema, que se vería abocado a un derrumbe inminente por efecto de la evolución demográfica, que se representa a su vez como una “tormenta perfecta”: caída en picado de la natalidad más alargamiento exponencial -y perpetuo- de la esperanza de vida. En síntesis, cada vez menos activos para sostener a más pasivos durante más tiempo.   

Este augurio fatalista omite mencionar algunos datos elementales que lo contradicen y/o compensan, tales como los movimientos migratorios y, sobre todo, las variaciones del empleo (tanto cuantitativas como cualitativas), la productividad y los salarios. Y también da por supuesto que la esperanza de vida seguirá alargándose indefinidamente, supuesto que carece de sostén empírico alguno y es, cuando menos, harto discutible.


Nuestro sustema de pensiones No es totalmente público en la medida en que los planes de pensiones privados están incentivados mediante importantes beneficios fiscales (…) Ni totalmente de reparto puesto que, desde hace por lo menos tres décadas, se han venido aumentando las exigencias para acceder a la jubilación


El problema, por ende, no es tanto la falta de personas económicamente activas, como la escasez de cotizantes a la Seguridad Social (actual y, sobre todo, futura); y los bajos importes e irregularidad de sus cotizaciones, por efecto del deterioro de la calidad de sus empleos. La “tormenta perfecta” no es demográfica, sino productiva: la suma de devaluación salarial más temporalidad. Una sociedad que no es capaz de ofrecer empleo permanente a todos los que están en edad de trabajar no se puede quejar de falta de personas en edad de trabajar, es una contradicción en sus términos.

Y la escasez y pésima calidad de la oferta de empleo repercute, a su vez, sobre la natalidad, bloqueando las posibilidades de emancipación y formación de nuevos hogares, retrasando la edad de procreación y reduciendo el número de hijos. Es la profecía que se auto-verifica.

Y por si todo esto fuera poco, habría que añadir otros factores internos al sistema, como la insuficiente capacidad de control y sanción sobre el fraude a la Seguridad Social (la llamada “economía sumergida”, parcial o total). Además de las “trampas al solitario” que el sistema se hace a sí mismo, entre otras:

  • La libre elección de bases de cotización de los trabajadores autónomos
  • Los topes máximos de cotización de los asalariados con retribuciones elevadas
  • Las exenciones o reducciones sobre las aportaciones empresariales y de autónomos, decretadas por los sucesivos Gobiernos en aras de las políticas de fomento del empleo.
  • La inadecuada proporción entre lo que cotizan los asalariados por concepto de jubilación y de seguro de desempleo (4,8% y 1,2% de la base de cotización, respectivamente): de hecho, el seguro de desempleo se ha mantenido en superávit incluso en los momentos más álgidos de la crisis financiera (con tasas de paro en torno al 25%), mientras el sistema de pensiones ha ido incrementando su déficit. Pero no se debe omitir que el superávit del sistema de protección al desempleo se debe, al menos en parte, a sucesivas reducciones de sus prestaciones y endurecimiento de las condiciones de acceso a las mismas, un mal camino que debería desandarse en el futuro inmediato.

Solo una vez que se ponga seriamente remedio a todos estos elementos de distorsión tendrá sentido culpar a la demografía del déficit del sistema, si todavía perdura.

Todo ello no implica la total inexistencia de un desequilibrio demográfico: los llamados “baby boomers” están a las puertas de la jubilación, lo que añadirá un importante factor de presión sobre el sistema durante un tiempo (en torno a 15-20 años). Pero se trata de un problema relativamente coyuntural, y que puede ser compensado por la mejora de los factores productivos, si se es capaz de hacer algo en serio a ese respecto.

3. Propuestas para restituir el equilibrio financiero del sistema (reales y ficticias)

La justificación demográfica del déficit del sistema de pensiones ha sido refutada reiterada y sólidamente por numerosos expertos, que han explicado sus verdaderas causas. Pero ello no puede ocultar la existencia real de ese déficit, aunque buena parte de este sea auto-inducida o derive de una gestión inadecuada. Por lo tanto, es necesario abordar el problema que, como cualquier situación de déficit, tiene dos vías de salida:

  • Reducir gastos
  • Incrementar ingresos

Los economistas neoliberales suelen contemplar solo la primera vía, omitiendo cualquier alusión a la segunda. Por eso, han propuesto diversas opciones para reducir el número y, sobre todo, el poder adquisitivo de las pensiones, sobradamente conocidas, actuando sobre:

  • Las pensiones actuales, mediante la aplicación de índices de revalorización que no tengan en cuenta (o solo parcialmente) la inflación. Tal es el caso del “índice de revalorización y del “factor de sostenibilidad”, introducidos en la reforma de 2013. Este último nunca llegó a aplicarse, mientras que el primero está suspendido sine die, pero ninguno de ellos ha sido derogado y ambos siguen pendiendo sobre nuestras cabezas.
  • Las pensiones futuras, mediante medidas como el retraso de la edad legal de retiro, el endurecimiento de las penalizaciones a la jubilación anticipada “voluntaria” (y habrá que ver qué se considera “voluntario”), el aumento de los estímulos a la permanencia en actividad más allá de la edad legal de jubilación; y, sobre todo, el aumento del periodo de cómputo para la determinación de la base reguladora: según supuestas “filtraciones” insistentemente aireadas por los medios de comunicación a finales del año pasado, este último se pretendía elevar hasta los 35 años, lo que viene a ser la casi totalidad de la vida laboral. Esas filtraciones fueron en un principio ratificadas por el propio Ministro, aunque posteriormente desmentidas y finalmente parecen haber quedado enterradas en un cajón, del que pueden emerger en cualquier momento (las malas lenguas dicen que en octubre).

Todo ello conduce inexorablemente a convertir a los pensionistas en los únicos paganos del desastre (del que no son en absoluto responsables), después de haber aportado al sostenimiento de sus ancestros durante una larga vida laboral, bajo el pretexto de que nuestro sistema de pensiones es de los más generosos del mundo, lo que se compadece poco con la realidad. Esa supuesta generosidad se justifica mediante la llamada “tasa de sustitución” (relación entre la pensión y el salario de cuyas cotizaciones se deriva) cuya media estaría en España en torno al 72%, frente a un 46% de Alemania, por ejemplo. Omitiendo varios datos igualmente objetivos que la cuestionan o contradicen:

  • El porcentaje del PIB destinado al pago de las pensiones públicas, que se sitúa en España en torno al 11,8%, algo por encima de la media de la UE (11,3%), pero muy por debajo del de otros países de nuestro entorno, como Portugal (13,5%), Francia (15%), Italia (15,6%) o Grecia (17,3%).
  • Las grandes diferencias existentes entre los niveles salariales de los distintos países incluidos en las comparaciones, que llevan a que tasas de sustitución menores puedan arrojar pensiones iguales o más altas.
  • Las diferencias, igualmente considerables, entre los costes de vida de los países comparados, y por lo tanto en el poder adquisitivo de las pensiones resultantes.
  • La distinta calidad y cantidad de los servicios sociales disponibles para la “tercera edad”, que vienen a constituir una pensión indirecta que no puede dejar de tenerse en cuenta.
  • Y, sobre todo, las divergencias entre los modelos jubilatorios que se aplican en los distintos países, y el grado de participación pública en la conformación de las pensiones, puesto que en varios de ellos se aplican sistemas que combinan las cotizaciones a la Seguridad Social pública con contribuciones más o menos obligatorias a fondos privados, ya sean individuales o colectivos.

Hay también otras propuestas para la reducción del gasto, que quizá puedan parecer un artificio contable más que un ahorro real, pero tienen su importancia, según explicaremos más adelante Se trataría de derivar a otras fuentes de financiación algunos de los gastos que actualmente soporta (total o parcialmente) el sistema, tales como:

  • Las prestaciones no contributivas: los complementos a mínimos, prestaciones por invalidez, por nacimiento y cuidado de hijos, los complementos de maternidad, las subvenciones a regímenes especiales…
  • Las exenciones y reducciones de cotización vinculadas a las políticas de fomento del empleo (no son gastos propiamente dichos, pero sí pérdida de ingresos potenciales)
  • E incluso los costes de gestión del sistema

Todos estos conceptos se suelen englobar bajo la denominación común de “gastos impropios”, que deberían ser financiados con cargo a los Presupuestos Generales del Estado, según recomienda la Comisión del Pacto de Toledo. Podría sostenerse que esto no es más que desvestir un santo para vestir a otro, pero si el santo que finalmente queda “vestido” es el de la caja de las pensiones, la cosa tiene su importancia si con ello se consigue librarla del estigma del déficit crónico.


Todo ello conduce inexorablemente a convertir a los pensionistas en los únicos paganos del desastre


Otra vía de reducción o supresión del déficit que se plantea es la conversión en transferencias de los sucesivos préstamos del Estado a la Seguridad Social que el Gobierno Rajoy fue concediendo para que se pudiera hacer frente al pago de las prestaciones durante la pasada crisis financiera. En otras palabras: condonar la “deuda” de la Seguridad Social con Hacienda, totalmente ficticia y que en ningún momento se pensó que pudiera ser devuelta: en realidad no es otra cosa que la restitución (solo parcial) de los saqueos sistemáticos al sistema realizados por Gobiernos anteriores para suavizar el déficit público y/o financiar prestaciones que no le correspondían, particularmente la sanidad. Recomiendo al respecto la lectura del artículo de Fernando de Miguel “La generación del baby boom sí financió sus pensiones futuras” (Economistas frente a la Crisis, 01/07/2018).

En cuanto al incremento de ingresos, se puede lograr básicamente por dos vías, no excluyentes entre sí, pero ambas igualmente difíciles de asumir por los economistas neoliberales, en la medida en que su coste tiende a recaer sobre las retribuciones más elevadas:

  • Elevación o supresión de los topes de cotización (sin que ello implique una elevación proporcional de las pensiones futuras de esos mismos cotizantes, porque de lo contrario solo estaríamos difiriendo el problema).
  • Supresión de la cotización por tramos de libre elección de los trabajadores autónomos y su adecuación a sus ingresos reales

Habría una tercera línea de actuación, según se infiere del diagnóstico formulado en el epígrafe anterior: modificar la proporción entre cotizaciones por jubilación y seguro de desempleo, en favor de la primera. Pero siempre que ello no implique reducir aún más las prestaciones por desempleo, sino todo lo contrario, como ya he explicado anteriormente.

Y, por supuesto, mejorando la cantidad y calidad del empleo, dotándolo de mayores niveles de estabilidad y repercutiendo parcialmente en los salarios las mejoras en la productividad. Esta es la única solución de fondo, las anteriores pueden ayudar a mejorar la situación, pero no la resolverán en su totalidad. Aunque solo será posible si cambia sustancialmente la cultura empresarial dominante, sustituyendo el cortoplacismo y la expectativa de beneficios inmediatos basados en los bajos costes laborales por la inversión tecnológica y la formación continua.

4. Los intereses subyacentes: el apetitoso pastel de los fondos de pensiones

 Las predicciones catastrofistas sobre la sostenibilidad del sistema de pensiones no parten de una visión errónea, aunque bienintencionada, sino de presupuestos ideológicos sólidamente asentados, que responden a intereses muy concretos y sobradamente conocidos. Solo se trata de vender un producto (fondos de pensiones o planes de jubilación) por parte de las entidades que los organizan, gestionan y, sobre todo, rentabilizan para sí mismas mucho más que para sus impositores.

La campaña viene de lejos y comenzó con los planes individuales, para los que se lograron privilegios fiscales escasamente justificados. Pero la rentabilidad (para los impositores) de estos planes individuales nunca fue demasiado satisfactoria, y en los últimos tiempos ha ido decayendo en la misma medida en que caían las tasas de interés en los mercados financieros. Y en esa misma medida, también fueron aumentando las comisiones y demás costes de gestión que las entidades cobran a los depositarios, por lo que se fue volviendo cada vez más difícil vender el producto.

El dictamen de la Comisión del Pacto de Toledo ha puesto sobre la mesa una segunda versión del producto, ya existente en dimensiones bastante reducidas, y que se pretende potenciar hasta su generalización: los “planes de empleo” (de empresa), que vienen adornados con cierto barniz “progre”:

  • Es la propia empresa la que los propone, como si se tratara de un acto de generosidad (aunque en realidad forman parte del salario, y así se les considera en la declaración anual del IRPF).
  • Se establecen en el Convenio Colectivo.
  • Por la misma razón, se abre la puerta a la participación sindical en su control.
  • Sin aclarar si tienen carácter obligatorio o voluntario, ni el tratamiento salarial que tendrían los trabajadores que optaran por no acogerse a esos fondos (en caso de ser voluntarios).
  • Y, por último, su gestión sigue en manos de entidades financieras privadas.

Este es el nuevo “caramelo envenenado” que nos quiere colocar el neoliberalismo. Caramelo por el barniz “progre” al que aludíamos anteriormente, envenenado porque:

  • Fundamenta su pertinencia en la inexorabilidad de la insuficiencia futura de las pensiones públicas.
  • Tiende a privilegiar al personal de las grandes empresas (que son las que tienen masa crítica y capacidad financiera para crearlos).
  • Para contrarrestar este efecto, el Ministro ha propuesto la creación de un fondo de empleo público, al que podrían acogerse trabajadores de PYMES e incluso autónomos (véase al respecto la entrevista a José Luis Escrivá publicada en eldiario.es, 29/10/2020)
  • Pero, aunque “sponsorizado” por el Estado, su gestión se dejaría igualmente en manos de entidades financieras privadas en calidad de concesionarias (sujetas a condiciones fijadas por la Administración).

Todo lo cual lo convierte en una especie de Caballo de Troya que se nos cuela subrepticiamente en nuestro sistema de previsión social, aunque sigamos calificándolo como público y de reparto. A partir de aquí, ya no será tan público, veremos en el epígrafe siguiente cómo tampoco será tan de reparto.

 5. El engañoso concepto de “contributividad”: capitalización disfrazada de justicia

 La extensión del periodo de cotización a considerar para el cálculo de la base reguladora (aparcada por ahora) no tiene otro objetivo que el de reducir el gasto mediante la disminución de dichas bases reguladoras: al tener en cuenta la casi totalidad de la vida laboral, se incluyen en el cálculo los primeros años de trabajo, que normalmente se corresponden con menores salarios y mayor temporalidad. Y apenas deja margen a la elección de los años más favorables al trabajador (o a descartar los más desfavorables), recogida en las recomendaciones del Pacto de Toledo.

Dada la situación actual del mercado de trabajo, con un número importante de personas activas de edad avanzada en situación de desempleo prácticamente irreversible y la creciente tendencia a la expulsión de los “seniors”, la reforma no afectará por igual a todos, pero los perjudicados serán más que los beneficiados. De hecho, los cálculos del propio Ministerio auguraban que esa reforma permitiría reducir el gasto total en pensiones entre un 5,5% y un 6,3%.

Pero se la justificaba con el argumento de que esta extensión del periodo de cálculo haría “más contributivas” las prestaciones, es decir que guardarán una mayor proporcionalidad con las cantidades aportadas.

Este es el concepto de “contributividad”, que se quiere vender como un método de asignación “más justo”: que cada cual reciba según lo que ha aportado. Pero que, en realidad, lo que hace es meter por la puerta de atrás el principio básico del modelo de capitalización: será “más justo” pero, sobre todo, más insolidario y desigual.

Si a esa mayor contributividad se añade la elevación o supresión de las limitaciones a las prestaciones, en correspondencia con la elevación o supresión de los topes de cotización, la desigualdad se vuelve extrema y se entra de forma imperceptible en la lógica de la capitalización.

En otras palabras, lo que se estaría buscando es:

  • Incluir en el cálculo de la base reguladora los primeros años de trabajo, en los que normalmente se han percibido menores salarios y sufrido mayor temporalidad.
  • Reducir o suprimir los topes de cotización: que cada cual cotice en proporción directa a su salario (porcentaje único e invariable, a la inversa de la progresividad que se ha predicado siempre para el IRPF).
  • Y reducir o suprimir correlativamente los topes de prestación.

Por más que se le siga denominando “de reparto”, las diferencias entre esto y un modelo de capitalización se van haciendo cada vez más tenues.

Aparentemente, esta propuesta ha quedado aparcada (al menos de momento), lo que no es de extrañar dada la fuerte resistencia social y política que había suscitado. Pero en cualquier caso conviene estar alertas porque, antes o después, nos la intentarán colar otra vez.

6. Otros modelos aplicados en Europa: “virgencita, virgencita…”

 Dentro de la UE los sistemas de previsión social no son ni mucho menos homogéneos. Hay varias alternativas, entre las que quizá la más original podría ser el llamado “modelo sueco” o de “cuentas nocionales”, implantado desde 1999, y posteriormente exportado con variaciones a otros países europeos como Italia.

Se trata de un sistema de gran complejidad, cuya descripción extendería este trabajo más allá de lo conveniente, por lo que remito al lector al excelente artículo de Juan Antonio Fernández Cordón: “¿Aportan algo las cuentas nocionales?” publicado en el blog de Economistas frente a la Crisis.

Quedémonos con la idea de que este sistema, aunque manteniendo la lógica del reparto en cuanto a su financiación, asume plenamente la de la capitalización para la fijación de los importes a percibir por los pensionistas. Y además da entrada a la participación de entidades privadas en la gestión de los fondos; y, debido a la metodología utilizada para mantener el axioma del equilibrio entre ingresos y gastos, hace recaer el peso de las inevitables oscilaciones de la coyuntura económica sobre las espaldas de los pensionistas, actuales o futuros.

En otras palabras, suma lo peor de cada casa: la maximización de las desigualdades del sistema de capitalización, y la inestabilidad intrínseca al de reparto.

El otro modelo que se suele mencionar como “solución” al “problema” de las pensiones es la llamada “mochila austríaca”, que en realidad está pensado para la regulación de las indemnizaciones por despido, pero cuyo saldo al final de la vida laboral (si existe) puede revertirse en la mejora de la pensión. Igualmente omito su descripción detallada (hay abundante literatura al respecto), puesto que refiere solo residualmente a las pensiones.


En un mundo globalizado, es difícil que los sistemas de pensiones públicas logren escapar al insaciable apetito del capital financiero internacional (…) Ésa es y será nuestra lucha, no solo (ni tanto) en salvaguarda de los intereses de los pensionistas actuales sino, sobre todo, en el de las generaciones futuras


Como modelo regulatorio del despido, por otra parte, no puede ser más nefasto, puesto que es el propio trabajador el que financia su indemnización mediante la retención de un pequeño porcentaje de su salario (1,53% en el caso austríaco, en España tendría que ser mucho mayor para aproximarlo a los parámetros legales actualmente vigentes).

 7. Algunas líneas (estrictamente personales) para posibles planteamientos futuros desde la izquierda

Para finalizar, planteo a continuación algunas líneas (muy en borrador) sobre lo que podría ser una respuesta global desde la izquierda a la problemática anteriormente descrita:

  1. Creo que deberíamos ser inflexibles sobre el carácter público del sistema de pensiones;
  2. Y lo mismo en cuanto a su condición de reparto.
  3. Por lo tanto, personalmente me opongo a la estimulación pública de los fondos de pensiones privados, tanto individuales como de empleo, ya sea mediante desgravaciones o cualquier otro sistema de incentivos: es obvio que no podemos impedir el ahorro voluntario, pero no veo la necesidad de incentivarlo. Los recursos invertidos (en términos de pérdida de ingresos fiscales, por ejemplo) en estimular ese ahorro privado deberían revertirse en asegurar y reforzar la sostenibilidad del sistema público.
  4. La opción por un sistema de reparto no implica necesariamente la igualdad absoluta de las prestaciones: es inevitable mantener una cierta relación entre las cantidades aportadas durante la vida laboral y las prestaciones a las que se tenga derecho al llegar a la inactividad.
  5. Pero esa correspondencia no debe ser lineal, sino que debe limitarse, por arriba y por abajo:
  • Se debe mantener el concepto de pensión máxima;
  • A la vez que elevar (sino eliminar) el tope máximo de cotización.
  • Sin que ello implique subir la prestación máxima en la misma proporción (aunque será inevitable subirla)
  • Y sería partidario, incluso, de graduar los porcentajes de cotización en función de los ingresos, con un modelo progresivo del tipo del que se aplica en el IRPF (aunque más atenuado).
  • Los autónomos deben cotizar en proporción a sus ingresos. Esto parece sencillo, pero no lo es por dos razones:
  • La dificultad de establecer los ingresos reales y su irregularidad
  • No se trata solo de las cotizaciones a cargo del trabajador, sino también de las correspondientes al empresario, lo que puede llevar a cantidades difíciles de asumir por un autónomo. Habrá que estudiar esto con calma. 
  • Por otro lado, es indispensable subir la pensión mínima hasta igualarla al menos al SMI, como vienen reivindicando los Sindicatos desde hace mucho tiempo
  • Los complementos a mínimos (como el resto de las prestaciones no contributivas) deben ser financiadas con cargo a las Presupuestos Generales del Estado.
  • El Fondo de Reserva debe utilizarse únicamente para la finalidad para la que fue creado, es decir: compensar los desequilibrios coyunturales entre cotizaciones y prestaciones.
  • Y su gestión debe permanecer enteramente pública, aunque ello pueda conllevar una menor rentabilidad financiera (pero también un menor riesgo)
  • Por último, está la cuestión del mantenimiento del poder adquisitivo de las pensiones. Este punto merecería una reflexión (que no tengo ni mucho menos finalizada) sobre el grado de exposición de los pensionistas a las oscilaciones de la coyuntura económica:
  • El de los pensionistas fue, con diferencia, el colectivo menos expuesto a la devaluación salarial que se produjo en España como respuesta a la crisis financiera de 2008: las pensiones solo se congelaron una vez con inflación (en 2011, bajo el Gobierno de Rodríguez Zapatero); y los aumentos irrisorios del 0,25% se dieron en un periodo de evolución plana o negativa del IPC; cuando esta tendencia se invirtió en 2018, se desencadenó la movilización que obligó a la suspensión sine die del llamado “índice de revalorización” y a postergar indefinidamente la aplicación del “factor de sostenibilidad”.
  • Pero al mismo tiempo se constituyó en la columna vertebral del mecanismo de solidaridad informal que permitió sostener la cohesión social durante ese periodo (y volverá a serlo durante la inevitable crisis post-COVID que se nos está echando encima).
  • Además de lo anterior (y siempre en relación con el poder adquisitivo) está la cuestión del desarrollo tecnológico y los consiguientes incrementos de productividad, y sus ambivalentes efectos sobre el mercado de trabajo:
  • Incremento del salario medio (en base a la exigencia de una mayor cualificación)A la vez que disminución de la demanda de empleo (y consiguiente aumento del paro) como consecuencia de la sustitución de trabajo por tecnología. La experiencia histórica tiende a sugerir que este segundo efecto suele ser transitorio, pero causará (está causando) mucho sufrimiento mientras dure.

Una última reflexión: en un mundo globalizado, es difícil que los sistemas de pensiones públicas logren escapar al insaciable apetito del capital financiero internacional, en sus diversas formas (bancos, aseguradoras, fondos de inversión e incluso fondos de pensiones privados). Ésa es y será nuestra lucha, no solo (ni tanto) en salvaguarda de los intereses de los pensionistas actuales sino, sobre todo, en el de las generaciones futuras, a las que les debemos el legado de una sociedad en la que la economía esté más al servicio de los seres humanos y los seres humanos menos al servicio de intereses económicos que escapan a su control. (www.asociacionisegoria.org).

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Daniel Kaplún. Ssociólogo, experto en sondeos electorales y de opinión. Ha ocupado puestos de dirección en diversos Institutos de estudios de opinión y de mercado, destacando entre ellos el de director técnico de Demoscopia entre 1992 y 2004, y del departamento de estudios ad-hoc en Taylor Nelson Sofrés entre 2004 y 2006. También ha sido profesor asociado de Metodología en la Universidad Carlos III de Madrid y actualmente es consultor independiente. Es miembro de la directiva de la Asociación Isegoría e integra el grupo de trabajo de socioeconomía de dicha asociación.

Nota bibliográfica
Para la elaboración de este trabajo he utilizado abundante documentación bibliográfica y de hemeroteca, en su mayor parte no transcrita ni citada explícitamente. Estos son algunos de los trabajos y artículos consultados (en orden cronológico descendente):

 

El “laberinto” de las pensiones: ¿soluciones falsas a un problema artificial?