domingo. 28.04.2024

Entre los controles y presiones que sufre la actividad científica destacan las que provienen de las empresas, de la industria, del Capital en definitiva. El acaparamiento por el imperio del dinero de sectores como los superconductores, la física del estado sólido, y sobre todo la electrónica, es casi total. Diodos, tubos de rayos catódicos, transistores, y no digamos ordenadores, no son valorados como logros de la ciencia, ni siquiera como artilugios técnicos. Su naturaleza, su esencia es la de objetos de consumo. Los escándalos relativos a la obsolescencia programada de aparatos para el enriquecimiento de los fabricantes son éticamente demoledores. El objetivo es que el usuario los cambie en breve por otros nuevos, sensiblemente similares, aunque mucho más caros. 

En el campo de la biotecnología pululan corporaciones, directivos y accionistas ávidos de beneficios cuantiosos y rápidos. La intervención sobre las especies naturales ha sido practicada por el hombre milenios antes de que fueran conocidos los genes. Buena parte de los cultivos, alimentarios o no, y de los animales domésticos han sido originados así. El problema no está ahí, ni siquiera en la escala a la que son actualmente manipulables, sino en la finalidad con que se hace. Cierta ciencia que, de sin ánimo de lucro, ha pasado a ser sinónimo de lucro, no para mientes en posibles o seguros efectos nocivos de sus actos. Se sacan al mercado algunos productos genéticamente modificados sin estudios fiables que garanticen su inocuidad. Y menos aún la de los venenos químicos para resistir a los cuales se ha manipulado su genoma. «¡Es el mercado, amigo!». 

La intervención sobre las especies naturales ha sido practicada por el hombre milenios antes de que fueran conocidos los genes

¿Y qué podemos decir de esas legislaciones que permiten patentar genes, microorganismos o animales? En 1980, la Corte Suprema de Estados Unidos juzgó patentables los microorganismos creados por estos medios. Luego se llegó a patentar una ostra (1987) y un ratón de laboratorio (1988). Este último fue modificado en la Universidad de Harvard, la licencia de su venta fue cedida a DuPont, empresa que, siguiendo una política de diversificación de riesgos, había penetrado en el sector» (Solís, Sellés Historia de la Ciencia). Si registrar la titularidad de seres vivos es una aberración moral, es desconsolador ver a Harvard, una de las universidades más prestigiosas del mundo, metida en turbios manejos de transacción de derechos. La creciente connivencia entre Alma mater y Capital despierta profunda tristeza en cualquiera que la vea como el inviolable santuario del conocimiento y la libertad de pensamiento. Por otro lado, hay que hacer notar que el fabricante diversifica sus propios riesgos, pero no se cuida para nada de los que corren los consumidores.

Un caso sangrante del uso de la ciencia como coartada con el fin de tapar los mayores desafueros lo ofrece la industria farmacéutica. No hablamos ya de su impresentable comercialización de la salud, la sangría que aplica a los recursos del estado de bienestar, los precios disparatados de tratamientos imprescindibles, el fraude con las patentes o el uso en beneficio privado de profesionales y técnicas forjadas con dinero público. Reparemos en la cantidad de medicamentos cuya utilidad es cuando menos discutible, o que son puestos en circulación sin que se conozcan sus efectos secundarios, o peor aún, falseando su verdadera incidencia. Si la responsabilidad de la industria es clara e imprescriptible, no hay que pasar por alto la de una clientela sumamente cándida y crédula ante todo lo avalado por el marchamo de científico clínicamente probado. Pues como Internet nos demuestra día tras día, el enemigo más temible del conocimiento no es la ignorancia, sino la ilusión de conocimiento.

Con la misma falta de escrúpulos, el sector químico lleva décadas lanzando al mercado productos peligrosos. Conservantes y colorantes alimenticios insalubres, insecticidas y pesticidas, sustancias conteniendo plomo u otros contaminantes se mantienen a la venta años después de revelarse su nocividad. Cuando por fin son proscritos en nuestro pulcro y ecológico Primer mundo, son redirigidos de forma más o menos sibilina hacia países emergentes o subdesarrollados. Las consecuencias letales de la exposición continuada al amianto eran harto sabidas mucho antes de ser prohibido. Incluso posteriormente, se ha ido retirando en los países industrializados con más desgana que otra cosa. La lucha contra el DDT fue excesivamente larga, dada la evidencia existente sobre su elevada toxicidad: el libro de Rachel Carson Primavera silenciosa data de 1962. 

Internet nos demuestra día tras día, el enemigo más temible del conocimiento no es la ignorancia, sino la ilusión de conocimiento

Cada día se ponen al alcance del público nuevos materiales insuficientemente testados en cuanto a sus efectos a medio y largo plazo. En no pocas ocasiones, los mínimos controles a los que se someten se practican en dependencia directa o indirecta de los propios fabricantes. De su honestidad da cuenta lo ocurrido con el laboratorio de toxicología inaugurado con gran boato por DuPont de Nemours en 1934. Esta multinacional norteamericana, líder de la industria química mundial, puso como responsable a un destacado médico alemán, Wilhelm Hueper. Este realizó su labor con toda buena fe, llegando a la conclusión de que la Beta-Naftilamina, una de las moléculas estrella de la empresa, causaba cáncer de vejiga y suponía un grave riesgo para trabajadores y usuarios. A los tres años, Hueper fue puesto de patitas en la calle. Además de desprestigiar su buen hacer profesional, la corporación no dudó en usar el argumento ad hominem, acusando al doctor primero de nazi y luego, como no colaba, de comunista (Historia de las Ciencias et los Saberes, vol. 3). Para mayor recochineo, el eslogan fetiche creado por los publicitarios de la DuPont en 1933 declaraba con énfasis: «Mejore su vida, con mejores productos… gracias a la química». Fiarse de los análisis de calidad y salubridad llevados a cabo por una compañía sobre lo que ella misma fabrica es, como reza el dicho popular, poner al lobo por pastor. 

Cuando entran en juego intereses políticos y económicos, la verdad científica tiene muchas probabilidades de ser obviada, tergiversada o simplemente sepultada. Paralelamente, la integridad de los científicos corre peligro ante las tentaciones que les tocará sufrir: dinero, fama, poder. Durante decenios, el lobby tabaquero limitó el impacto y la difusión de los innumerables estudios que demostraban la extrema nocividad de lo que vendían. La opinión pública, en su mayoría ajena a esos peligros, era bombardeada por anuncios que presentaban el tabaco como relajante, símbolo de status o signo de virilidad. Incluso una marca decía ser la preferida de los médicos. 

El cártel del azúcar ha cultivado el discurso mentiroso de su inocuidad, recurriendo a la publicidad engañosa, pero también a la venalidad de ciertos investigadores y a la connivencia corrupta de las autoridades sanitarias. El poder de la Sugar Association se extiende por todo el cuerpo social, privado y público. En 2010, los productores de sodas, esas bebidas azucaradas tan americanas, consiguieron que el gobierno Obama retirara su propuesta de un impuesto adicional por su carácter perjudicial. Desenlace previsible, considerando que en 2005, la Sugar Association había advertido, en el mejor estilo mafioso, de que «toda forma de denigración del azúcar será contrarrestada por vigorosos desmentidos públicos» (Taubes, Kearns, Couzens El invisible poder de la industria del azúcar, artículo en Mother Jones). Determinados investigadores, de algunos de los cuales se comprobó que recibían generosos subsidios, contribuyeron a difundir el mito de las bondades del azúcar. Ellos son en buena medida responsables de la brutal epidemia de obesidad y diabetes que se desarrolla ante nuestros ojos, afectando cada vez a más personas, más jóvenes y de manera más letal. 

Cuando entran en juego intereses políticos y económicos, la verdad científica tiene muchas probabilidades de ser obviada, tergiversada o simplemente sepultada

Tácticas similares son utilizadas por ese otro gran enemigo de la salud pública que son las cadenas de fast food. Atacan insidiosamente al sector más vulnerable de consumidores, los niños y adolescentes, combinando astutamente esta acción con la presión sibilina sobre los padres. Aunque en su caso es más difícil negar los graves problemas que provocan, hay intentos científicos de otorgarles un certificado de –relativa– buena salud. En cuanto a su apuesta por infiltrar los centros de control sanitario así como las instituciones donde se decide la legislación referente a estos temas, los ejemplos son múltiples. De su maña para burlarse incluso de leyes aprobadas da cuenta que cuando en 2010, San Francisco prohibió el regalo de juguetes junto con la comida, la reacción fue inmediata. Haciendo pagar a los padres 10 centavos, consiguieron eludir el efecto buscado por el legislador. 

Ni siquiera tiene que haber de por medio cuestiones políticas o económicas para que la aprensión atenace a algunos científicos ante repercusiones inesperadas de su labor. En The third chimpanzee, publicado en 1992, Jared Diamond comunica por primera vez resultados colaterales de un estudio sobre la genética de los grupos sanguíneos llevado a cabo en los años 40. El investigador que, casi a regañadientes, le ha permitido sacarlos a la luz, ha insistido en la condición de mantener el anonimato. ¿Qué temibles secretos desvelaban los datos obtenidos? ¿Qué poderes ocultos podían sentirse amenazados por ellos? De la información recolectada, se deducía que cerca de un 10% de los hijos de una madre biológica no lo eran de su padre legal. El análisis de ciertos elementos identificados en los vástagos, pero no en la madre ni en su cónyuge, implicaba la presencia de un tercero, en este caso no precisamente excluido. 

Estos hallazgos quedaron congelados cinco décadas. Cuando Diamond los divulgó, ya habían aparecido, como él mismo señala, varios trabajos americanos y británicos que los corroboraban. Aun así, el autor era reticente a revelar su identidad. ¿Cuál puede ser el motivo? ¿Tenía miedo de que otros científicos pusieran en solfa sus conclusiones? Es dudoso, puesto que había confirmación. ¿Temía la reacción de sectores conservadores y ultrarreligiosos de la sociedad estadounidense? No es descartable, conociendo el percal. ¿Se resistía a admitir unos hechos que quizás chocaban con sus convicciones? Es posible. ¿No quería verse mezclado en una probable crisis de sospechas entre los varones sobre su paternidad? Bueno, ya en Roma circulaba el proverbio «Pater semper incertus est». Lo cierto es que una investigación científica fue silenciada medio siglo porque traicionaba las expectativas. Nunca se dirá bastante que la ciencia conlleva obligaciones morales, pero la de hacernos sentir bien no es una de ellas.

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