OPINIÓN | MANUEL ALCARAZ RAMOS

La culpa es del mayordomo

Soy un apasionado lector de literatura policíaca y en los cientos de relatos de este tipo que he leído nunca he encontrado un crimen perpetrado por un mayordomo. Por eso sigo con especial regocijo las aventuras del buen Paoletto, ese cristiano portentoso que ha aprovechado la cercanía con el Papa para sacar unos papelitos, que menos mal que el Misterio de Fátima, creo, ya se reveló. El señor Benedicto se ha enfadado más –por su cara debe ser su estado natural- y le ha echado la culpa a los medios de comunicación, que ya los curas de antes decían, con toda razón, que la libertad de expresión era una inmunda cloaca, y, si no, que se lo expliquen a Javier Krahe. Ya veremos en qué para la cosa, que lo mismo la ejemplar familia del mayordomo ha de abandonar el estado pontificio y pagar IBI. El papá, mientras, lo mismo sigue aislado en el Guantánamo vaticano, a cargo de floridos guardias suizos. Así están los tiempos.

Mala cosa entrar a discernir cuestiones de culpabilidad cuando los que deben guardar el rebaño se alían con los lobos. En este desmayo permanente en que hemos caído una cuestión que nos ronda y que se hinca en las heridas personales de la crisis es la de la culpa. Pensaran algunos que la culpa es cosa de católicos, y no, que otra cosa es que la Iglesia depurara el asunto para convertirse en la ama de la culpa, o sea, en la gestora terrible del perdón y de la condena. Y otros opinarán que la culpa o es jurídica o no lo es, es decir, que es un invento relativamente joven. Pues no: como recuerdan los antropólogos, la culpa es algo prepolítico, consustancial a cualquier comunidad, quizá un mecanismo de integración social. Cualquier grupo necesita saber quién es el culpable de una catástrofe, quién ha ofendido a los dioses o a sus convivientes. Sólo así se sale de la calamidad, sobre todo si se desea que, en el fondo, las cosas no sean demasiado distintas, ya que otra cosa es que el grupo se disgregue, encuentre otros patrones o viaje en pos de otra identidad. De esto tan sencillo no se han enterado los Señores de la Crisis. O no quieren enterarse.

A la socialización de pérdidas se está sumando el último clavo ardiente que encuentran: la socialización de la culpa. Y es bastante evidente que algo han conseguido con la extensión de esa frase tremenda y estúpida: “vivimos por encima de nuestras posibilidades”. No es verdad: vivirían algunos, pero no la mayoría, sobre todo porque algunos eran –son- culpables precisamente porque manipulaban el secreto de lo que era posible y de lo que no, administraban las alegrías y escribían la letra pequeña de la prosperidad infinita. En todo caso muchos ciudadanos, si algún desliz tuvieron, ya lo están pagando muy caro perdiendo el trabajo, la vivienda o los sueños para sus hijos. Otros no. Los que desencadenaron la crisis, los que parasitaron en cada lugar las burbujas de la globalización, esos no están pagando precio considerable. Y si alguno es, por lo menos, preguntado, se escabulle con gracejo. ¿O qué, si no, el desfile de patéticos Consejeros de la CAM donde el que más y el que menos presume de su ignorancia aduciendo… que él era un empresario ¿Pero no habíamos quedado en que, precisamente, los empresarios eran los que saben lo que es bueno para el común de los mortales? Ay, si en vez de tanto buen empresario hubieran puesto a un buen funcionario, de esos denostados funcionarios, otro gallo nos cantara. Un funcionario puede errar o pecar, pero lo que es seguro es que no alegará ignorancia. Ya habríamos ganado algo. Pero, ya se sabe, los sembradores de culpa general son los mismos que creen que los funcionarios –sean oficinistas, médicos o maestros- son esos adictos a la cafeína que se comen lo que ellos perdonan. Mucho discurso hay empeñado para despreciar lo público como para que ahora esos paladines de lo privadísimo den la cara. No es los suyo. Ni lo de las ratas.

Las dudas sobre comisiones de investigación o la tibieza de fiscales no son sino muestras de esta servidumbre ideológica a los poderosos, a esos grandes hombres-medicina de las finanzas que, una vez que nos han traído hasta aquí, son premiados con jubilaciones gloriosas, carteras ministeriales, asesorías varias y, además, cada día nos hacen el pronóstico de un mañana que sólo conciben como el ayer que tan bien contribuyeron a quebrar. En los principales partidos hay culpables, sometidos, sin duda, a mecanismos de responsabilidad política, pero huidizos en los detalles. De todos estos empresarios, evasores de impuestos, luminarias de las finanzas y malos políticos, ¿no tenemos derecho a saber nombres y circunstancias? No faltará lector bienpensante que diga que quiero una Causa General. Pues sí, la quiero. Sin más castigo que el merezcan por la comisión de delitos, que no debe preocuparles en demasía, que para eso también han controlado la maquinaria de lo penal. Y habrá quien diga que tal postura no genera confianza ni calma a los mercados. Ay qué risa, como si todo lo que han intentado los Señores de la Crisis hubiera generado confianza, como si cualquier humillación calmara a los mercados, esas fieras voraces que, probado el sabor de la sangre, quieren la pieza entera: ni un céntimo de posible ganancia han de perdonar. Ah, pero, quién sabe: ¿y si perdida la vergüenza conservaran los agentes de los mercados un poco de miedo?, ¿y si no gustaran de ver sus fotos y nombres puestos en picotas de papel o electrónicas para que sus conciudadanos les identifiquen y les hagan burla? Eso está por probar. Quizá sirviera.

Y tanto más cuando no podemos seguir deteniendo el discurso crítico en los términos de meros perdedores o agraviados. La crisis tiene víctimas, en sentido estricto: los dos millones de niños pobres en España, los suicidados, sus familias desvencijadas, los que morirán prematuramente, los que padecerán enfermedades que pudieron evitarse. ¿Y no merecen estas víctimas respeto y memoria? Pero no quieren los Señores de la Crisis, que se siguen viendo tan guapos y caritativos como siempre. La culpa es del mayordomo. Y mayordomos somos todos, menos unos poquitos. Se dice que Lampe, el mayordomo de Kant, le sirvió con fidelidad durante 40 años. Sin embargo el filósofo, en las postrimerías de su vida, prescindió de sus servicios y escribió en su diario: “Acordarse de olvidar a Lampe”. Ahí estamos nosotros, en las agendas del olvido.