jueves. 25.04.2024
ser-profe-de-mates

En primer lugar, quiero agradecer a Nuevatribuna que me permita escribir este largo artículo usando las matemáticas [1]. Tranquilidad, serán matemáticas sencillas, de las que se estudian en el bachillerato; incluso en la secundaria. A pesar de todo soy consciente del rechazo de la materia por gran parte de la sociedad española si esta herencia de Euclides y Arquímedes ha de usarse de forma cotidiana. Quiero decir que el rechazo no se produce a la materia en sí, sino cuando es necesaria usarla como lo que es parcialmente, como un lenguaje, al igual que la música se expresa en el lenguaje del solfeo. Es verdad que las matemáticas no son solo un lenguaje porque son estructuras lógicas inventadas o descubiertas –no entro aquí en la polémica–. El problema es que nunca nos han acostumbrado a usarlas en la vida cotidiana ni textualmente, porque su uso ha de entenderse desde sus fundamentos y aquí viene la herencia recibida: los maestros de matemáticas –en mi época curas analfabetos en la materia– nunca nos las han enseñado desde sus fundamentos porque eran esos mismos maestros los que ignoraban la materia. Pero dejemos ahí la cuestión para no alargar el artículo.

La segunda cuestión que quiero plantear es que voy hablar de la vida, de la importancia de las decisiones sobre cuestiones que llamamos económicas, de la enorme diferencia entre unas políticas y otras. Lo hemos comprobado en poco menos de dos décadas. Con la crisis comenzada en el 2008 con Lehman Brothers se aplicó políticas restrictivas, llamadas de austeridad, que consistían en rebajar salarios y rebajar también inversión pública, a la par que se destinaban ingentes cantidades de dinero público –el dinero que el Estado obtiene de nuestros impuestos– para salvar los sistemas bancarios y algunas empresas en particular. Ocurrió en todo Occidente, incluso en todo el planeta, pero su epicentro surgió del país más fuerte hoy por hoy: de USA. No entraré en su análisis. Solo diré que las desregulaciones que se acometieron desde los años 70 y 80 en USA y Reino Unido de las manos del presidente del primero Ronald Reagan y de la primera ministro del segundo, Margaret Tatcher, crearon los barros que dieron lugar a los lodos de la segunda más importante recesión tras la iniciada en el año 29 en el siglo XX. El lema que caracteriza, la idea fuerza que sostuvo esa austeridad fue: “el Estado es el problema y el mercado es la solución”. Ni Reagan ni Tatcher eran economistas ni entendieron nunca de economía, pero fueron algunos del gremio como Milton Friedman o Robert Lucas –ambos premios Nobel– los que le dieron textura intelectual, errada, pero intelectual. Se apoyaron en dos pre-juicios: la teoría de los mercados eficientes, según la cual los mercados daban la suficiente información para tomar decisiones eficientes y racionales por los ciudadanos sobre sus posibilidades de ahorro y de inversión; también se daba suficiente información para aplicar flexibilidade de precios y salarios, como si no hubiera leyes laborales ni acuerdos, en muchos países, entre sindicatos y organizaciones empresariales. Y llegaron a la misma conclusión que muchos de los consejeros que en los años –incluso días– precedentes a la Gran Depresión del 29 aludida: que el Estado no debía intervenir pasara lo que pasara porque el mercado lo arreglaría. Tanto en el año 29 como en el 2008 del presente siglo esas recomendaciones fueron catastróficas, un desastre. Y resultaba paradójico que los hombres prácticos, los que estaban al frente de los negocios, las empresas, los fondos de inversión, los fondos de pensiones, los banqueros, o los meros especuladores disfrazados de empresarios o empresarios especuladores, fueran en peregrinación a los centros de poder, a los gobiernos, al FMI, al Banco Mundial, etc., dándose golpes de pecho y pidiendo ¡intervención!, ¡intervención!, ¡intervención!, aunque fuera abjurando de sus principios neoliberales que nunca tuvieron. Porque los empresarios, los hombres de negocios, los que toman decisiones sobre inversión y producción de bienes y servicios nunca, ni en España ni en ningún sitio, son ni han sido neoliberales, salvo cuando tratan de una cosa que llaman eufemísticamente mercado de trabajo. Para esto sí piden libertad de empresa, es decir, libertad para despedir sin costes: para el resto, teta del Estado cuando la necesidad lo requiera. Y para cuadrar el círculo de lo imposible simultáneamente demandan menos impuestos sea cual sea la presión fiscal del Estado. Los neoliberales de cátedra –y con algún premio Nobel en el pecho– nunca entendieron algo tan simple como que los salarios de una empresa son las ventas de otras. Ni lo entendieron ni lo quisieron entender.

He usado matemáticas sencillas y les aseguro que los que hayan resistido la tentación de huir del texto al contemplar las fórmulas, habrán subido su nivel de comprensión de la economía que les afecta

Y es que la política económica es ineludible, sea por activa o por pasiva. Un gobierno puede no saber y no actuar en materias ideológicas, filosóficas; puede no saber de teodicea, de papiroflexia, sobre agujeros negros, sobre los teoremas de incompletitud o no haber leído Ser y tiempo de Heidegger, pero no puede dejar de actuar en política económica, lo cual implica actuar sobre el gasto público y su contrapartida: los impuestos y las cotizaciones (si hay Seguridad Social o su equivalente). Y según qué decisiones se tomen mejorará la vida de la mayoría de los ciudadanos o solo los de una minoría; según lo que haga puede ayudar a salir de la crisis –cosa que ahora se hace en la mayoría de los países– o reforzar la crisis, tal como se hizo en el año 2008 y siguientes. Al menos en política económica hay siempre dos posibles líneas de actuación: o lo público contribuye a frenar la crisis o la refuerza. El llamado neoliberalismo hizo lo último. Y lo grave es que eso se hizo con el voto de muchos ciudadanos que apoyaron consciente o inconscientemente a partidos que practicaron esa austeridad suicida que tanto les ha perjudicado. Pero eso lo tienen que reflexionar los ciudadanos cuando llegan las elecciones. Y el tema no es fácil porque al final ocurre que, buscando el privilegio, se llega al desastre colectivo. Lo acabamos de comprobar en las elecciones de Castilla y León. El gobierno actual de España ha legislado para mantener las pensiones según el coste de la vida, acaba de subir el salario mínimo a 1000 euros y ha reformado la reforma laboral del PP del 2012, recuperando para los trabajadores la red del convenio del sector. Y, a pesar de todo ello, muchos pensionistas y asalariados han votado a los que subieron solo el 0,25% las pensiones durante 4 años y que arrebataron los convenios a los asalariados. Ya decía el genial bardo que “la culpa no es de las estrellas sino nuestra”, y nuestro no menos genial barroco refiriéndose a los hados que “solo el albedrío inclina, no fuerzan el albedrío”. Pero sigamos sin lamentarnos en exceso porque la melancolía es la puerta de la depresión.

Damos un paso más. Hemos hablado de política económica ineludible y de alternativas. Pero para actuar hay previamente que analizar. Y de análisis –económico– viene este artículo. El reforzamiento de la crisis comenzada en el 2008 vino porque se actuaba bajo el prisma de un análisis económico absolutamente errado. Creo en la importancia de las ideas, que es a su vez una idea muy poco marxista, al menos desde un marxismo de baja estofa porque si alguien se dedicó a meditar, escribir y crear análisis fue Marx a lo largo de su vida. También lo hizo Lenin con su montaña de escritos que le sirvieron para conseguir la Revolución de Octubre. Otra cosa es lo que vino después y lo que hizo el propio Lenin –¿democracia, para qué? –, pero ese es otro tema. Recoge R. Skidelsky [2] en su magnífico libro la idea keynesiana de la importancia de las ideas para los gobiernos. En efecto, en los tiempos presentes las ideas económicas, en la Edad Media las teológicas y para Platón las filosóficas. Citaré a Keynes al respecto porque este artículo va sobre keynesianismo, sobre su recuperación, sobre su vigencia y sobre los cambios que hay que introducir para mantenerlo vital en los albores de nuestro siglo. Decía que: “Las ideas de los economistas y de los filósofos de la política, sean correctas o erróneas, resultan más poderosas de lo que suele suponerse. De hecho, por poco más se rige el mundo”. Parece exagerado y lo será en particular para los marxistas no gramscianos por aquello de Marx de que “son las condiciones de existencia las que crean la conciencia” y no al revés. Y a los que criticaban a Keynes por sus propuestas ahora calificadas de intervencionistas con el argumento de que en un plazo los mercados arreglarían el asunto, es decir, los Robert Lucas de turno. Keynes replicaba que “A largo plazo todos estaremos muertos. Los economistas se asignan una tarea demasiado fácil y demasiado inútil si en épocas de tormentas solo pueden decirnos que cuando la tormenta haya pasado el océano volverá a estar en calma”. Pero sigamos en nuestro objetivo al abordar estas ideas.

Y ya nos adentramos en el origen de las mismas, del keynesianismo, de Keynes, de su Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero –la General Theory–, además de otros escritos y en otras polémicas en las que estuvo siempre presente, sin rehuir posibles soluciones, dando alternativas, por difíciles que fueran, siempre al servicio de lo público, aunque nunca renunció a especular en bolsa y siempre, eso sí, siempre al servicio de su querida UK. No voy a hablar de otros escritos y me centraré en las ideas emanadas del texto mencionado e, incluso, de parte de él para no alargar este artículo, porque interesa más su legado que su vida por la sencilla razón de que con su legado ¡revisado! podemos cambiar las cosas, la vida cotidiana de mucha gente. Me centraré en la construcción teorética de su teoría del consumo o, lo que el mismo llamaba, su teoría de la demanda efectiva, porque es el núcleo de su libro, sin despreciar por ello también su teoría monetaria, alternativa a la teoría cuantitativa imperante en ese momento. Hay una inmensa literatura keynesiana porque, a pesar de los enterradores neoliberales, solo han logrado eso, enterrarlo temporalmente, pero nunca su incineración. Lo mismo que con Marx, aunque en el caso del teutón quizás han contribuido más a su invisibilidad algunos de sus epígonos y pseudo-marxistas al convertir su obra en un texto sagrado en lugar de un instrumento maleable para utilizarlo en la lucha a favor de los más débiles. Pero ese es otro tema [3]. 

Sigamos, porque de esa inmensa literatura recomiendo la obra El regreso de Keynes, del ya mencionado Robert Skidelsky. También Noberto E. García, un profesor y consejero económico de diversos gobiernos latinoamericanos, ha escrito una magnífica historia del keynesianismo en su doble vertiente: en su desarrollo teórico y en su aplicación práctica, en cómo influyó en la política económica a partir de la II Guerra Mundial, en cómo desapareció a partir de mediados de los años 70 del siglo pasado y en cómo ha renacido con la crisis comenzada en el 2008. El libro lo titula La crisis de la macroeconomía. Y ahora vayamos a Keynes. En 1936 aparece su obra revolucionaria en lo intelectual. Hasta ese momento los economistas se formaban en los Principios de Economía de Alfred Marshall, los famosos Principles, que se corresponden más o menos con la microeconomía actual. Para entonces la economía dominante era una mezcla de la escuela clásica inglesa de Adam Smith, Thomas Malthus o David Ricardo, etc., y la de la llamada revolución marginalista de Gössen, Menger, Jevons, Walras y otros. Ambas escuelas se habían olvidado del legado fisiócrata y solo se preocupaban –como hace Marshall en su obra– de los mercados, las empresas y la formación de los precios. Ningún economista formado en Marshall sabía de la estructura económica de su país, no sabía qué hacer ante hechos como la inflación o cómo diseñar unos presupuestos del Estado que tuvieran la intención de algo más que financiar los gastos públicos; menos qué hacer ante el desempleo, las crisis o los ciclos económicos. Con Keynes se abordan las cosas de otra manera. Parte de magnitudes agregadas que ahora estamos habituados a contemplar como la producción nacional (Y), el gasto público (G), el consumo privado (C), la inversión privada (I), las exportaciones (Ex), y las importaciones (Im), pero siempre agregadas. Y con Keynes aprendemos que la producción agregada se corresponde con la suma de los agregados anteriores. Expondré la identidad que cobra carta de naturaleza desde el keynesianismo, que ocupa un lugar central.

Keynes revoluciona el análisis económico solo con dos cuestiones: la incertidumbre en las decisiones de inversión y el principio de la demanda efectiva. Como buen especulador que era en bolsa sabía que las decisiones de inversión están sujetas a la incertidumbre del resultado, a la búsqueda de las ganancias privadas que no tenían por qué corresponder con los intereses de la nación. Y ello frente a lo que se ha llamado expectativas racionales que hemos mencionado, que otros defendían y que ahora aún defienden (R. Lucas). Para saber de la irracionalidad de comportamientos bursátiles solo hay que haber pisado el parqué alguna vez, haber estado en una sala de mercado, sea de valores, de divisas, de derivados o de cualquier activo financiero o real. Keynes lo había pateado y mucho [4], se había enriquecido y arruinado, pero eso le sirvió para elucidar una teoría económica distinta a la que decía Lionel Robbins en su definición de análisis económico como “la ciencia que estudia el comportamiento humano como una relación entre fines y medios escasos, los cuales son susceptibles de usos alternativos”. En la definición de Robbins el problema de la distribución desaparece, al igual que desaparece el papel de lo público entre otras posibles insuficiencias. Frente al atomismo social de los clásicos y marginalistas –ahora neoclásicos–, Keynes sabía de lo que ahora se llama comportamiento rebaño, de efectos demostración, pero sujeto a una carga de irracionalidad en la toma de decisiones inevitable, de lo que llamaba los animal spirits [5]. El mismo Keynes se arruinó con decisiones en bolsa según nos cuenta Skidelsky. La economía era y es social, pero no era ni es una ciencia como la física, aunque, a veces, sean necesarias las matemáticas. Keynes es a la economía clásica lo que la teoría de la relatividad a la mecánica gravitatoria de Newton. Pero esa incertidumbre que afectaba a las decisiones de inversión implicaba que solo desde lo privado no se podía garantizar un nivel de inversión que pudiera dar empleo a todos los ciudadanos que los buscaban. Es el principio de la demanda efectiva. O, mejor dicho, la falta de demanda –en el caso de la inversión– podía producir un equilibrio entre la producción agregada (Y) y la suma de las demandas de consumo, inversión, exportaciones e importaciones, pero con paro indeseado. Y con esto se derrumbaba todo el análisis clásico, todas las elucubraciones sobre que los mercados, porque el simple juego de la oferta y demanda en sus mercados particulares de cada producto era una falacia que con ello pudiera conseguir el pleno empleo. No tienen por qué coincidir los deseos de ganancia en las empresas y negocios con niveles de actividad suficientes para llegar dar empleo a todo el que lo desee. Eso ahora parece lo natural, pero en tiempos de Keynes se partía de la idea smithiana de que cada uno, cada negocio, cada empresa, cada propietario, buscando su interés particular se conseguía el general. Keynes reaccionó contra esa idea que se concretaba con el paradigma de Say, aquello de que la oferta crea su propia demanda. Lo cual, aunque fuera cierto, no garantiza que esa demanda sea la suficiente para llegar el pleno empleo. La cuestión era obvia, pero estaba ahí, narcotizada, semienterrada porque ideológicamente no convenía a las clases dominantes, a las clases que buscan privilegios a costa de los demás por mezquinos que nos parezcan. Y en esas clases no solo están los ricos sino los menos pudientes que buscan privilegios.

Por todo lo anterior Keynes se fijó en otros componentes de la demanda que permitían una mayor estabilidad como eran el Consumo C y el gasto público G. Y del primero señaló con acierto que “los hombres –ahora hay que decir y las mujeres, es lo justo– están dispuestos por regla general y en promedio a aumentar su consumo a medida que crece sus ingresos, aunque no tanto” [6]. Quería decir que ese aumento no es proporcional sino crecientemente decreciente, dicho en lenguaje preciso y con resabios –lo habrá notado el lector– matemáticos. Lo llamó propensión marginal a consumir. Y aquí viene ya una primera tergiversación de algunos de sus epígonos, porque enseguida se concretó sus palabras con la ecuación:

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Siendo A el consumo cuando no hay renta, consumo derivado de la riqueza en sus diversas formas y aun coeficiente de proporcionalidad que traiciona las palabras de Keynes y que es precisamente esapropensión marginal al consumo, aunque, en este caso, lo de marginal sobra. En efecto, si a es una constante, el consumo es proporcional y no es crecientemente decreciente, como se desprende de las palabras extraídas de su Teoría General. Aún así, con las ecuaciones (1) y (2), si las integramos eliminando C, nos da:

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Invito al lector que nunca ha oído hablar de multiplicador [7] y que no ha estudiado macroeconomía –no tiene por qué– a contemplar la ecuación (3) y reflexionar. Y piense, por ejemplo, qué pasa con el producto nacional Y ante un aumento del gasto público G de 100 millones de euros y con una propensión a consumir a del 80% –porcentaje que señala el propio Keynes en su obra–. No es complicado, es una ecuación, no de bachillerato, sino de secundaria. Pues bien, el resultado es de ¡500! millones de incremento de la producción Y!  ¿Pero qué hay detrás de esta formulación? ¿Cómo se opera el milagro? La razón es sencilla y es que los 100 millones se convierten en 80 millones de consumo, que a su vez se convierte en rentas entre salarios y ganancias, que a su vez en una segunda etapa se convierte en 64 millones más de producción, que en una tercera y por el mismo mecanismo se convierte en 51,2 millones, y así sucesivamente hasta llegar la suma a los 500 millones. Es verdad que la cosa no es tan maravillosa en la práctica porque es un modelo primitivo, llamaríamos ingenuo. Se obvia, por ejemplo, cómo financiar ese gasto y se obvia que un efecto cercano a esos 500 millones debería darse tras muchas etapas de producción-renta-consumo y vuelta a empezar. Luego veremos cómo arreglar esto, como adecuarlo a la realidad. Pero la revolución estaba ahí, sembrada para la ira de la ideología económica dominante de la época. Pero estas ideas, llevadas a la práctica supusieron que en USA, con el New Deal, la crisis del año 29 se superara en el año 37. Y ha supuesto en épocas más recientes que la crisis provocada por el covid19 en el año 2019 se dejara atrás en el 2021. Eso frente a las medidas de austeridad del 2008 y siguientes, que reforzaron la crisis y los niveles de empleo no se han ido recuperando hasta pasada una década en la mayor parte de los países más afectados. En algunos casos, como ocurre en Latinoamérica, aún no lo ha hecho. Recuerdo que una de las primeras medidas que el Sr. Rajoy tomó cuando en el 2011 llegó a la Moncloa fue nombrar ministra de Fomento a Ana Pastor para ¡reducir a la mitad el presupuesto de ese ministerio –el de Fomento– en plena crisis! Se puede ser más cretino y más ignorante, pero hay que hacer un esfuerzo. Es verdad que lo único que podría aducir el Sr. Rajoy en su defensa es que sabía –y supongo que seguirá igual– de análisis económico lo que servidor de teodicea. Medidas antikeynesianas que han supuesto sufrimiento, paro, pobreza en una parte importante de la población, parte de la cual es verdad que votó al PP en su momento y ahora lo han hecho en Castilla y León. C´est la vie.

Keynes era un crítico del comunismo, valoraba el capitalismo en lo que tenía de positivo cuando funcionaba, cuando los inversionistas dejaban de lado la incertidumbre, aparcaban la mera especulación e invertían, pero se daba cuenta de que el sistema en que vivía solo podía sobrevivir si a lo privado se le añadía la certidumbre de lo público, del gasto público, aunque solo fuera de forma compensatoria. Por eso puso en el frontispicio de su análisis el consumo y el gasto público: el primero por lo inevitable de su constancia y el segundo por sus posibilidades. Eso frente a los Friedman, Lucas de turno, Hayek, escuelas austriacas de cada momento, que confían en el solo mercado a pesar de ver astilladas sus cornamentas de continuo contra la pared de la realidad. He hablado de la tergiversación de su modelo que formalizó Kahn y que Hicks lo llevó por los derroteros del equilibrio mediante el llamado modelo IS-LM, del que no voy a hablar por falta de espacio. Haré, no obstante, referencia a otro gran economista que aún vive y que criticó esa tergiversación en su obra Crecimiento económico y distribución de la renta (en inglés en 1974), que es Luigi Pasinetti. Señaló con sumo acierto que para nada la obra de Keynes nos lleva al equilibrio ni esa era la intención del autor de la Teoría General. Al contrario, Pasinetti enlace los tipos de interés de la propia teoría monetaria keynesiana expuesta en el libro del economista inglés para pasar al multiplicador a través de la inversión, que sí depende de los tipos de interés en contraste con lo que llamaba la eficacia marginal del capital. En efecto, las bajadas de los tipos de interés animan la inversión al abaratar el crédito y las subidas tienen el efecto contrario siempre que esos efectos no se vean compensados por las incertidumbres, por esos animal spirits que siempre acechan como fantasmas a los inversionistas. Pero los neoclásicos siempre pensaban en el equilibrio a pesar de lo fácil que se demostraba con el modelo keynesiano que ¡podía darse ese equilibrio con cualquier tasa de desempleo! ¡Qué obsesión con los equilibrios! Y la realidad fue que, aprovechando las sucesivas subidas del petróleo en los años 1973 y 1979, el keynesianismo fue siendo apartado de la enseñanza, sobre todo en esa contradicción en los términos que son las universidades privadas y en las escuelas de negocios. Y eso que no hay más keynesianismo –salvo el complementario que es el de Kalecki– que, cual virus, invaden a los directivos de las empresas cuando éstas tienen problemas: es la esquizofrenia de los estudios, que enseñan a los mozalbetes de las universidades privadas y escuelas de negocios a odiar a Keynes –aunque no lo estudien– y luego van a servir a a empresas que, cuando la necesidad obliga, profesan fe keynesiana coyunturalmente y a tiempo parcial. Y entonces esos mozalbetes, con un título bajo el brazo, descubren que sus jefes son unos fariseos, aunque lo sean también a tiempo parcial: conversos de pacotilla y sin arrepentimiento.

Y ahora nos tenemos que tomar el keynesianismo en serio porque esta es la oportunidad, ahora que, como dijo un presidente republicano americano, “ahora somos todos keynesianos”, cuando los empresarios le reclamaban teta del Estado. Ahora es la ocasión propicia para elaborar un keynesianismo de nuevo cuño, a sabiendas que eso solo ya no basta como luego diré. Ese keynesianismo pasa por formalizar modelos que contemplen el gasto y su financiación, pasa por aceptar en lo que Keynes acertó con su propensión marginal al consumo creciente pero no proporcional y en lo que omitió, como es la distribución de la renta y la riqueza en la sociedad. A modo de ejemplo veamos un posible modelo siguiendo estas líneas intelectuales formalizado de la siguiente manera. El consumo dependería en parte de la riqueza A y del total de las rentas agregadas [8] de acuerdo con la ecuación:

Donde T son los impuestos porque vamos a suponer –como suele ser habitual en los libros de macroeconomía– que el consumo C depende de la renta disponible, que son las rentas deducidas de los impuestos. Por otro lado hemos supuesto que el multiplicador as –que ya hemos visto antes– está elevado a un número s que es mayor que 0 pero menor que 1, precisamente con el fin de partir de lo que nos dice el maestro cuando señala que esa propensión a a consumir no es proporcional sino decrecientemente creciente. También vamos a suponer –como es habitual– que las importaciones Imdependen proporcionalmente de las rentas domésticas y públicas [9], a diferencia de las exportaciones Ex, que dependen de las rentas del resto del mundo. Por eso parece pertinente la ecuación:

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Y ahora es cuando tenemos que ser rigurosos y decir al modelo de donde sacamos el dinero para pagar el gasto público. Pues bien, vamos a formalizar de una manera simple que, de los impuestos, como cabía esperar, aunque supondremos que algunos tienen autonomía respecto a la renta y la producción y que llamaremos H y otros no. Estos serán los dados por bY, siendo el coeficiente de proporcionalidad que enlaza estos impuestos últimos con la actividad económica. El coeficiente b es, evidentemente, menor que 1 y su valor es un mero hecho estadístico. La ecuación entonces es:

Por último, vamos a suponer que el gasto está equilibrado a medio plazo, es decir, que el gasto público se financia enteramente con los impuestos y las cotizaciones (si las hay pueden ser consideradas como un impuesto contra los salarios). La ecuación sería:

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Pues bien, si juntamos todas las piezas nos da una ecuación del multiplicador de la renta tal como:

Y ahora invito al lector que no se espante; apelo a su paciencia y reflexione ante lo que ve en (8). Aquí la cosa ha cambiado. Es verdad que los efectos son positivos porque, ante aumentos de la riqueza A, de la inversión privada I o de las exportaciones Ex, va a aumentar la producción nacional Y, pero este aumento va a ser menor que con el modelo anterior. Veamos un ejemplo plausible que puede ser obtenido a partir de los datos de la contabilidad nacional. Si el exponente del multiplicador s es 0,7, la propensión al consumo a sigue siendo del 80%, el coeficiente b que gira sobre los impuestos es del 40% y el coeficiente importador m es del 30%, se obtiene un multiplicador del 2,58. Vemos que el multiplicador ha bajado a la mitad respecto al ejemplo anterior, pero aún es multiplicador porque es mayor que 1. La razón de ello es que ahora hay que importar y eso detrae renta y, además, ahora aparece explícito cómo se financia el gasto a través de los impuestos, y eso también rebaja al multiplicador, lo hace más realista. Es decir, ahora de cada euro gastado por el Estado ¡solo aumenta la producción agregada en un 258%!, que no es una tontería. Y ahora se ha financiado el gasto, no se podrá decir aquello de que lo que se gasta desde lo público se aminora desde los privado (el crowding out). 

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Toca ver cómo ha de ser la relación entre impuestos, gasto y resto de las partidas, para que la propensión marginal a consumir as tenga un efecto positivo y mayor cuantitativamente para cada unidad monetaria de gasto. Pues bien, esa relación nos la va a dar la derivada de la renta agregada Yrespecto al multiplicador as es [10]:

Y ahora viene lo interesante porque, para que la relación entre renta agregada y multiplicador as sea positiva –sea creciente– ha de ocurrir que lo sea el numerador de (9), y eso nos da la proporcionalidad entre impuestos indirectos H y de impuestos directos bY tal como:

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Y con (10) pasamos del reino de la ingenuidad al reino de la posibilidad. La (10) nos dice que ¡para que la propensión marginal keynesiana al consumo origine un multiplicador positivo sobre la economía no nos vale una relación arbitraria entre impuestos directos (bY) e impuestos indirectos H, sino aquellos que conservan la relación expresada en (10)! Eso es lo que nos dice, ¡pero lo que no nos dice es cuál deba ser el tamaño del sector público!, que puede ser del 30% o del 50%, o de cualquier otra cifra que creamos pertinente en cada momento histórico. Adiós neoliberales, neoclásicos, escuela austriaca, Hayek, Lucas, incluso adiós economistas de la síntesis como Samuelson, Solow, etc. Algo tan sencillo como la expresión en (10) debiera ser suficiente para desproveer del Nobel a los Robert Lucas de turno. No ha colado eso de que rebajar los impuestos trae siempre un aumento del consumo. Y el modelo expuesto es uno más de los que pueden implementarse, complicarse, pero siempre el corolario será el mismo: que no vale cualquier relación relativa entre impuestos, pero que también ello es compatible con cualquier nivel de los mismos [11].

Pero no hemos acabado porque en el tiempo presente cualquier modelo o análisis keynesiano, por actualizado que sea, por completo que sea, por complejo que sea en las variables que intenten reflejar la realidad, no es suficiente para abordar el problema económica actual de la humanidad: la injusta e insoportable desigualdad del reparto de las rentas y de la riqueza. Los profesores Olivier Blanchard y Dani Rodrik han recopilado en un libro una serie de artículos de notables estudiosos de la economía bajo el mismo tema, con la misma problemática: la desigualdad de la distribución de la renta y la riqueza. Los economistas clásicos, marginalistas, luego neoclásicos, etc., nunca se preocuparon de la distribución. De hecho, no existe una teoría analítica de la distribución en los estudios de economía. A veces se ha pretendido por parte de los neoclásicos sustituir la distribución por el problema de la asignación ¿eficiente? de los recursos, pero no ha colado tampoco. Son dos problemas diferentes. Y hay que decir que los análisis del equilibrio general son compatibles la asignación eficiente de estos recursos con cualquier distribución de la renta y/o de la riqueza por injusta y desigual que sean. En el libro de estos autores y que se llama precisamente Combatiendo la desigualdad, se enmarca que éste “es el problema crucial de nuestro tiempo”. En el libro y ya en la contraportada se señala que “en Estados Unidos, el 1% más rico de la población tenía, en la década de 1970, el 25% de la riqueza. Hoy posee casi el 40%”. El libro es enormemente recomendable y gira en torno a estas dos cuestiones: la denuncia de esta desigualdad, sus causas y, sobre todo, sobre la posibilidad de combatirlas porque tenemos los instrumentos administrativos, presupuestarios y analíticos para aminorar muy mucho esta desigualdad. Es cuestión de voluntad política. Y con ello combatiremos el despilfarro, porque no existe mayor pérdida de recursos humanos que, cuando los que hacen estudios superiores, lo hagan en función del dinerito de los papas. Hoy tenemos esa posibilidad siempre y cuando en las democracias haya una mayoría que sea capaz de no contradecir sus intereses particulares con su voto. Dicho de otra forma, siempre que apoyen a partidos que luchan contra la desigualdad en lugar de hacerlo a los que apoyan reforzar el egoísmo y los privilegios. De momento aún no tenemos esa masa crítica, pero hay que confiar que tarde o temprano se obtenga. Ahora, en este siglo XXI, a las alturas del siglo, a las democracias occidentales al menos, con los niveles de productividad del trabajo alcanzados, no les queda más remedio a los Estados que ¡dotar de rentas suplementarias desde lo público a los más desfavorecidos para mantener el consumo! Esto no estaba ni está aún en el manual keynesiano por más actualizado que sea. Ya no solo es una cuestión social –que también– sino un problema de eficacia económica. El equilibrio presupuestario por el equilibrio, sea cual sea su nivel, no es suficiente para mantener el consumo. El nuevo equilibrio supone dotar de estas rentas para que la economía funcione a un nivel tal que, si se da ese equilibrio que tanto añoran los neoclásicos y neoliberales, no sea un mero equilibrio de los mercados el baremo de la bondad de la política económica. La historia ha demostrado - como denunció Keynes en su momento y que hemos expuesto aquí- que puede darse mucho equilibrio a niveles de producción agregada (y, por tanto, a niveles de renta y gasto agregado) compatibles con paro indeseado. Y eso es despilfarro de recursos humanos y no humanos, es desigualdad y es ineficiencia. La lucha de clases del siglo XXI es la lucha contra la desigualdad o no será.

Y acabo. He usado matemáticas sencillas y les aseguro que los que hayan resistido la tentación de huir del texto al contemplar las fórmulas, los que hayan hecho el esfuerzo de relacionar el modelo formal expuesto con la realidad, con su realidad y la de los demás, habrán subido su nivel de comprensión de la economía que les afecta, la que forma parte de su circunstancia orteguiana. El esfuerzo habrá merecido la pena. Seguro que es así.


[1] En los países anglosajones –principalmente en USA– es habitual publicar artículos donde se utilizan matemáticas cuando la ocasión lo requiere. Son los journal economics. Desgraciadamente en los paises latinos no existe esa tradición. Una lástima.
[2] The Return of the Master, 2009
[3] Puede verse en mi artículo en este mismo medio ya publicado con el título de “Por un Marx para el siglo XXI”.
[4] Obvio decir que, al no existir Internet, para invertir en bolsa solo había dos posibilidades: o ir a las bolsas personalmente o dar órdenes a tu banco de comprar y/o vender activos.
[5] No me resisto a llevar el significativo texto de Keynes de su General Theory: “Aparte de la inestabilidad debida a la especulación, existe la inestabilidad debida a las características de la naturaleza humana por lo que una amplia proporción de nuestras acciones positivas dependen de un optimismo espontáneo más que de expectativas matemáticas”. Esa forma de actuar sujeta al error y a la incertidumbre es lo que llamaba Keynes los animal spirits, muy lejos de los supuestos sobre el comportamiento racional de los que hablan los neoclásicos. Cuando se han hecho estudios sobre la variación de las cotizaciones en bolsa en los mercados de valores se ha visto que se parece más a un recorrido aleatorio que a cualquier explicación racional. De hecho, la media de las cotizaciones en bolsa a veces se utilizan como algoritmos generador de número aleatorios.
[6] Capítulo 8, libro III de su Teoría General.
[7] El multiplicador es el quebrado 1/(1-a).
[8] Estamos suponiendo -y como concesión al equilibrio- que producción agregadagasto agregado y rentas agregadasson iguales, por lo que Y representa simultáneamente esas tres cosas. En un artículo como este no podría trabajar con sus diferencias por falta de espacio.
[9] Al depender tanto de las rentas privadas como del gasto público es por lo que se suele hacer depender proporcionalmente de las rentas totales sin descontar los impuestos.
[10] Nota para los más matemáticos. La propensión a consumir aquí es as, pero partimos de que s es una constante a determinar econométricamente y la variable es a. De ahí el resultado de la derivada en (9).
[11] La ecuación (6) es una más de las que pueden implementarse como financiación del gasto público siempre que se distinga entre impuestos directos e indirectos. Puede complicarse más porque todos los impuestos dependen en mayor o menor grado de la actividad económica, pero esa diferencia de grado resulta estratégica para que el consumo a través de la propensión a consumir keynesiana de lugar a un multiplicador creciente. En otras palabras, un nuevo keynesianismo no solo debe fijar los niveles de gasto público para maximizar el empleo, sino también aquilatar muy mucho la relación y la estructura de los impuestos que van a financiarlo.

Por un keynesianismo para el presente y el futuro