viernes. 29.03.2024
foto ABC
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Produciría risa sino fuera la enésima vez que asistimos a la misma estrategia: la del intelectual que, para dárselas de rebelde, dice estar en contra de lo políticamente correcto, de la dictadura progre, de los buenismos que censuran y cancelan en Twitter. Todo ello en las páginas de un importante diario y mientras sus libros se venden como rosquillas. Una rebeldía de saldo, vaya.

Pero lo bochornoso no es que lo digan, como parte de una estrategia de marketing para presentarse ante sus fieles como el último bastión de la verdad en Occidente; lo bochornoso es que parecen creérselo; que de verdad consideren que son la resistencia, la guerrilla, francotiradores contra un mundo que se va al carajo y que ellos, y solo ellos, podrían salvar con su lucidez y su sabiduría. Pero, ay de nosotros, nadie les hace caso en esta España ingrata.

Y les duele, claro. Porque tienen su corazoncito, porque les desespera este país inculto y bárbaro que no respeta a sus próceres de las letras. Porque la gente se mofa de ellos en las redes, quebrando sus finas mandíbulas de cristal. Malditos progres censores, que se atreven a opinar en lugar de escuchar con las orejas gachas qué deben hacer, cómo deben comportarse y qué verde era España cuando aquí se leía más y había autoridad, orden y concierto.

De nada sirve recordarles que en España jamás se leyó mucho. Que durante generaciones y generaciones este fue un país mayoritariamente analfabeto. Que eso que llaman corrección política no es nada más que un nuevo consenso social que a muchos, sí, les resulta fastidioso: porque prescinde de ellos, o porque pone en crisis su pensamiento a una edad en la que ya no están para inventar trucos nuevos, o porque recorta unos privilegios en los que están cómodamente apoltronados. O simplemente porque los que les aplauden están a la derecha y, como por arte de magia, ellos han acabado en esa trinchera y ahora les toca defenderla aunque sea a base de disparates y tópicos.

De nada sirve, tampoco, explicarles que si a ellos, por criticar el consenso progre, les llueven ostias en la Red –y columnas en periódicos de derechas, y firma de libros y hasta lecturas de manifiestos en Colón, al calorcito del facherío patrio−, a otros, por criticar al Rey, a la Guardia Civil o a la santa iglesia católica les caen meses de cárcel, juicios, despidos y, en general, molestias bastante más tangibles que un insulto acalorado en una red social de la que, aunque no lo crean, pueden salirse si tan molesta les resulta.

Una red, dicho sea de paso, donde la parte menos buenista de la sociedad −la de arriba España y moros fuera; la del “a por ellos” y la bandera de España en el balcón−, no se limita a la censura, el insulto o la llamada al boicot, sino que con frecuencia amenaza a periodistas, políticos y a usuarios anónimos con una violencia que a menudo pasa de las palabras a los hechos. Estaría bien que, aunque fuera por variar, nuestros mandarines dedicasen también un rato de su tiempo y sus columnas a quejarse también de los modos y maneras de una ultraderecha creciente y envalentonada que, si uno solo los leyera a ellos, parecería que no existe en España. Aunque siga matando casi a diario. Y si no, pregunten a los familiares y amigos de Younes Bilal.

Los intelectuales de cristal