viernes. 19.04.2024
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Escriben este artículo Jesús Rey, Víctor Ladero y Emilio Muñoz


Las dos primeras décadas del siglo XXI están enfrentando a la humanidad a múltiples problemas y retos de distinta índole: terrorista y bélica (los atentados terroristas de 2001 en Estados Unidos, o las guerras de Afganistán e Irak, entre otros); económica (la crisis económica y financiera de 2008 y los años sucesivos); o política (como el ascenso de la posición de poder e influencia mundiales de China, y las quiebras y amenazas a las que se está viendo sometida la democracia, que han culminado en los sucesos acontecidos en el asalto al Capitolio en Washington D.C. el 6 de Enero de 2021, como culmen de un proceso gestado a lo largo del primer y a la postre único mandato de Donald Trump). Y entre todos ellos, la crisis sanitaria, económica y social provocada por la COVID-19.

Paralelamente, el siglo XX nos deja el legado de desafíos tan relevantes y diversos como el calentamiento global y el cambio climático; la reducción de la contaminación, ligada a la economía circular, la sostenibilidad y la transición hacia energías limpias y renovables; el cambio demográfico; el multiculturalismo y el choque de culturas; las migraciones masivas y las consiguientes crisis de refugiados; las tensiones del multilateralismo; la automatización; la creciente desigualdad y disparidad de las rentas y la distribución de la riqueza; la seguridad ciudadana e internacional. Así como otras crisis globales o pandemias estructurales que afectan históricamente a la humanidad: la pobreza, el hambre, la guerra, el odio racial, la xenofobia, las ideologías y políticas excluyentes, o el machismo y la violencia contra las mujeres.

Ante ellos, nos enfrentamos a la toma de posiciones que van más allá de los dilemas, es decir, argumentos que están formados por dos proposiciones contrarias, de las que conceder o negar una conduce a probar lo que se quería. Así, por ejemplo, el economista y Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales 2020 Dani Rodrik, ha formulado su conocida teoría del trilema (1), en la que plantea la incompatibilidad de la simultaneidad entre la globalización, la soberanía nacional y la política democrática, con la obligación de escoger dos de entre las tres.

En la sociedad actual afrontamos un paso más de complejidad en estas posturas, plurilemas, que plantean elecciones entre múltiples opciones cuyas ventajas e inconvenientes no siempre están claros, no son equiparables o incluso son contradictorios (o aparentan serlo), en una sociedad que ha visto trastornado su modus vivendi y que se siente incapaz de encontrar referentes institucionales o modelos personales (líderes) que le suministren certidumbres y confianza para sentir la seguridad sobre la que vivir.

Comunicación, información y conocimiento ante la explosión telecomunicativa

El desarrollo de las tecnologías de la información y las comunicaciones, con Internet como principal representante, ha supuesto una revolución en la comunicación cuyo principal exponente es la universalización del acceso a la creación y transmisión de contenidos. Habría que remontarse al siglo XV para encontrar una revolución comunicativa de semejante calibre, con la invención de la imprenta. El siglo XIX trajo grandes hitos en la creación y transmisión de contenidos, con el fonógrafo, el cinematógrafo y el telégrafo. Y a finales del siglo XX, prácticamente cualquier persona (incluso en las zonas geográficamente más aisladas del planeta o en aquellas con menor nivel socio económico) tenía ya acceso a un dispositivo que permitía crear contenidos y hacerlos llegar a todos los rincones del planeta, a través de sistemas más o menos sofisticados de edición y transmisión de texto, audio y vídeo. Se calcula que 2020 terminó con 3.500 millones de usuarios de teléfonos móviles inteligentes o smartphones, que representan el paradigma de la universalización del acceso a la creación y transmisión de contenidos e informaciones.

Esta explosión telecomunicativa ha subvertido la comunicación tal como la entendíamos hace apenas unas pocas décadas, y ha fomentado la asimetría de la información. Las instituciones y medios protagonistas, generadores, depositarios y transmisores de la información compiten ahora, no sólo como fuentes de información e informadores, sino también como creadores de opinión y movilizadores sociales, con la pléyade de ciudadanos-autores-editores y ciudadanos-informadores.

El trilema de la información, la desinformación y el desistimiento informativo

Los ciudadanos, en cuanto que receptores, se enfrentan a un trilema que se plantea en torno a las siguientes proposiciones incompatibles y que no pueden adoptarse simultáneamente en el tiempo.

Por un lado, preferir y buscar la información contrastada y veraz. Alternativamente, sucumbir a la desinformación, optar por la burbuja social que, con apariencia de libertad y universalidad, crean las redes sociales, y por la asimilación fácil de eslóganes y mensajes demagógicos y propagandísticos. Finalmente, existe la opción de desistir de informarse; de renunciar a llevar a cabo las acciones necesarias para obtener información contrastada, veraz y útil; de pretender un aislamiento informativo casi imposible en un mundo globalizado.

Las burbujas informativas amparadas por las redes sociales auspician las actitudes poco proactivas con respecto a la información, y favorecen la selección de aquellos contenidos que corroboran los prejuicios. En ocasiones estas burbujas adquieren dimensiones colosales y pueden crear tendencia, en ese símil biológico de «hacerse virales».

Este desistimiento informativo desemboca finalmente en la ignorancia, que es una de las acepciones de la desinformación. Pero, por otra parte, convierte a las personas y las sociedades en presas fáciles de aquella desinformación consistente en la manipulación intencionada de la información al servicio de determinados fines e intereses. Una desinformación que apela a la superstición, las emociones, el desasosiego y el malestar, que busca intencionadamente conformar una realidad paralela, falsa y que acaba disputando el espacio, en el imaginario colectivo, a la realidad verdadera, rivalizando con el conocimiento experto y las informaciones veraces y que apelan a la razón y al espíritu crítico, y con las instituciones, medios y profesiones que en ellas se sustentan, como la ciencia, el periodismo o los tribunales de justicia.

Comunicación y cohesión social. La brecha informativa

La comunicación, que Michel de Montaigne consideraba como «una de las más bellas escuelas que existen» (2), tiene una función de cohesión, de creación de comunidad. Sin embargo, vivimos, en palabras de Byung-Chul Han, en una época en la que predomina una «comunicación sin comunidad» (3), que atomiza la sociedad y no contribuye a la creación de sentimientos comunitarios. Estos sentimientos, como la empatía, la compasión, la solidaridad o la responsabilidad social, son fundamentales en la prevención y la respuesta no farmacológica frente a emergencias sanitarias debidas a agentes infecciosos, como es la COVID-19.

Y es que, como nos recuerda Céline Gounder, el sentimiento de comunidad es fundamental para luchar contra la pandemia, porque contribuye a que la sociedad sea consciente de que las medidas de prevención son la norma social, y es más fácil que la gente haga algo si siente que todo el mundo lo está haciendo. Esta epidemióloga y experta en enfermedades infecciosas, que forma parte del grupo de expertos conformado por el presidente electo de Estados Unidos Joe Biden para ayudar en la respuesta a la pandemia de coronavirus, afirma que «una gran parte de la salud pública es comunicación» (4). Comunicación orientada a explicar a los ciudadanos las medidas de prevención y de salud pública, y a convencerles para que las pongan en práctica.

La ausencia de información y la desinformación, junto con la falta de formación, favorecen la irresponsabilidad y la imprudencia. El dilema entre la confianza en el conocimiento experto y científico, o alternativamente en las narrativas anti-expertos, anticientíficas, o negacionistas, puede minar la cohesión social. Cuando esos ‘virales’ a los que nos referíamos anteriormente saltan a la luz pública a través de los medios de comunicación de amplio espectro, pueden crear una brecha social entre los irresponsables e imprudentes y el resto de la población, y generar entre la ciudadanía responsable y prudente un sentimiento de decepción e indignación. Es lo que ocurre, por ejemplo, con las manifestaciones negacionistas de la COVID-19 y las fiestas ilegales e irresponsables que desprecian las más elementales precauciones sanitarias de protección frente al virus.

Pero no siempre la desinformación es una actitud, ya que no todos los ciudadanos tienen igual acceso a las fuentes de información. Se genera así una brecha informativa, que está estrechamente relacionada con otras brechas, como la educativa, la laboral o la de cuidados, que conjuntamente reducen la igualdad de oportunidades en el acceso a la información y el conocimiento. Personas cuyas responsabilidades laborales o familiares no les permiten disponer de tiempo para hacer una lectura reposada y atenta, o una escucha alerta de los medios de comunicación. O que, por limitaciones educativas, carecen del necesario nivel de comprensión lectora o de capacidad de análisis crítico de la información que reciben.

Esta brecha informativa juega a favor de las redes sociales, disponibles fácil y permanentemente a través de los ubicuos dispositivos electrónicos denominados ‘inteligentes’. La desinformación y la manipulación, señala Justin Rosenstein, «existían mucho antes de que aparecieran las redes sociales, pero la estructura de las redes y sus algoritmos las favorecen» (5).

En esta brecha informativa subyacen también factores de índole ideológico. La ideologización extrema afecta también a la capacidad de raciocinio y análisis crítico de la realidad, incluso en personas con un nivel de formación elevado.

Desinformación contra la democracia

En su reciente libro ‘Son molinos, no gigantes’ (6), Irene Lozano narra y analiza en profundidad cómo las redes sociales y la desinformación amenazan a la democracia actual, en un contexto de “crisis de la racionalidad y la comunicación”.

La desinformación, el engaño y la mentira nacen con la palabra, con el lenguaje, que, en palabras de José Antonio Marina, «sirve como sustituto de la experiencia, sin ninguna garantía» (7). Los contenidos electorales legítimos se ven eclipsados, como señala Justin Rosenstein, por las mentiras, el miedo y las teorías de la conspiración, viralizados gracias a los algoritmos y los incentivos de las redes sociales, que difunden con eficacia los mensajes populistas y dogmáticos que, por su simpleza e insistencia, calan fácilmente en personas que no disponen de los recursos o las capacidades a los que hemos hecho mención.

La construcción social de la realidad y el conocimiento se cimentan en una serie de creencias comunes, compartidas, que sustentan su valor de verdad. Algo tan evidente como el valor médico y sanitario de las vacunas, necesita no obstante recibir sustento, confianza y legitimidad por parte de la sociedad. El ecosistema de desinformación en el que nos encontramos, que difunde todo tipo de teorías conspirativas, es según Philip Ball uno de los factores involucrados en la desconfianza en la ciencia (8), y un entorno hostil para el conocimiento científico y para las democracias.

Los acontecimientos recientes nos recuerdan con crudeza que los resultados electorales democráticos, la voluntad de los pueblos expresada en las urnas, y la democracia misma, también tienen su legitimidad en peligro, y dependen estrechamente de ese sostén cultural común, de esa creencia compartida. La desinformación ha tenido un importante papel en la fragmentación de la sociedades británica y estadounidense, en relación con el Brexit y con los acontecimientos ocurridos durante el mandato del presidente Trump, que desembocaron en el cuestionamiento de la victoria electoral de Joe Biden en noviembre de 2020 y el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021.

Las narrativas dogmáticas y los mensajes populistas, autoritarios y fascistas simplificados, proponen interpretaciones y soluciones sencillas para problemas complejos, a través de contenidos simples y propagandísticos, fácilmente asimilables por quienes se instalan en esa comodidad del desistimiento informativo, de la renuncia a informarse y a interpretar críticamente la información recibida. Y compiten con provecho, en una situación de asimetría, con los medios de comunicación convencionales, no todos los cuales manifiestan capacidad de adaptación, de resiliencia evolutiva (9). Manuel Rivas va incluso más allá y afirma percibir que «la prensa convencional está fosilizada» (10).

Una resiliencia evolutiva de los medios de comunicación

La ciudadanía necesita claridad. Claridad en la toma de decisiones y en la comunicación de las mismas. Parafraseando a Nuval Yoah Harari, en este «mundo inundado de información irrelevante, la claridad es poder» (11). El papel de los medios de comunicación convencionales se antoja aquí y ahora primordial.

Estos medios afrontan sus propios dilemas o multilemas. Por un lado, a la hora de decidir sus estrategias de comunicación y líneas editoriales, en las que influyen diversidad de intereses: económicos, ideológicos, sociales, políticos… Intereses legítimos unos, otros espurios, honestos o indignos, que configuran la selección de contenidos y la asignación de tiempos y espacios. Un ejemplo es el dilema en torno a si debe o no concederse presencia informativa a aquellos discursos de ideología xenófoba, machista o que hacen apología de la violencia, del autoritarismo o del fascismo.

En este contexto, resulta inexcusable, desde un punto de vista democrático, que los medios de comunicación desechen la ideologización y contribuyan a velar por el debate democrático de calidad, sereno, sin lugar para la descalificación gratuita y para el engaño, la mentira y la manipulación burda y sin escrúpulos. Que huyan de convertirse en agentes perturbadores antes que en promotores de la información y el diálogo.

En su contribución a la lucha contra la pandemia, los medios de comunicación de masas suman, al reto habitual de seleccionar y contrastar la información, el de hacer llegar a la ciudadanía el conocimiento experto. Formatos informativos como las tertulias se enfrentan al desafío de complementar y equilibrar su plantilla de colaboradores habituales (poseedores de habilidades comunicativas, pero con las limitaciones inherentes a cualquier persona para opinar y profundizar con rigor y conocimiento en los diversos temas informativos), con la incorporación de expertos acreditados en los distintos temas. En este sentido, se enfrentan al reto de adaptarse evolutivamente.

La complejidad de los temas que afectan e interesan a la ciudadanía plantea plurilemas que requieren un abordaje desde visiones multidisciplinares e interdisciplinares. Valga el ejemplo de la valoración de las consecuencias de la campaña ‘Salvar la Navidad’ en defensa de la parte más crematística y consumista de estas fiestas, frente a la opción de establecer la prioridad en salvar el mayor número posible de vidas. Dicha valoración requiere de una estimación de los resultados que se habrían obtenido si se hubieran adoptado medidas de prevención más estrictas, y de una aproximación interdisciplinar que tenga en cuenta y relacione elementos sanitarios, epidemiológicos, científicos, económicos y sociales.


Jesús Rey es investigador en el Departamento de Ciencia, Tecnología y Sociedad del Instituto de Filosofía (IFS) del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), y socio fundacional y miembro de la Junta Directiva de la Asociación Española para el Avance de la Ciencia (AEAC).

Víctor Ladero es investigador en el Departamento de Tecnología y Biotecnología del Instituto de Productos Lácteos de Asturias (IPLA) del CSIC, y socio fundacional de la Asociación Española para el Avance de la Ciencia (AEAC).

Emilio Muñoz es investigador ad honorem en el Departamento de Ciencia, Tecnología y Sociedad del IFS-CSIC. Es socio promotor de la Asociación Española para el Avance de la Ciencia (AEAC) y miembro de su Consejo Consultivo.


Una versión de este artículo se publicó en el blog de la Asociación Española para el Avance de la Ciencia (AEAC)

Bibliografía
[[1]] Dani Rodrik. La paradoja de la globalización. Democracia y el futuro de la economía mundial. Barcelona: Antoni Bosch. 2012
[[2]] Michel de Montaigne. Los ensayos (según la edición de 1595 de Marie de Gournay). Libro I. Capítulo XVI: Un rasgo de ciertos embajadores. Barcelona: Acantilado. 2007.
[[3]] Byung-Chul Han. La desaparición de los rituales. Una topología del presente. Barcelona: Herder Editorial. 2019.
[[4]] Warren Cornwall. ‘It’s like politicizing toilet paper.’ A member of Biden’s COVID-19 panel surveys the task ahead. Science, 13 noviembre 2020. 
[[5]] Justin Rosenstein. Las redes sociales, amenaza para la democracia. El País, 27 octubre 2020. 
[[6]] Irene Lozano. Son molinos, no gigantes. Cómo la desinformación y las redes sociales amenazan a nuestra democracia. Barcelona: Península. 2020.
[[7]] José Antonio Marina. La inteligencia fracasada. Teoría y práctica de la estupidez. Barcelona: Anagrama. 2005.
[[8]] Laura G. Merino. Philip Ball: “No se trata de lo que la ciencia podría llegar a hacer, sino del contexto en que se desarrolla”. Telos, 18 diciembre 2020. 
[[9]] Jesús Rey Rocha, Emilio Muñoz Ruiz. La resiliencia, una esperanza de futuro. The Conversation, 10 enero 2021. 
[[10]] Daniel Salgado. Manuel Rivas, escritor: “La autonomía gallega está llena de okupas, gente que entró en una casa que desprecia”. elDiario.es, 21 noviembre 2020. 
[[11]] Yuval Noah Harari. 21 lecciones para el siglo XXI. Barcelona: Penguin Random House. 2018 (pág. 399)

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