jueves. 28.03.2024
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Una niña en un curso de formación de AFCF. Nuakchott, Mauritania. (Tierra de Hombres)
  • Todos los días una niña se despierta en la casa de una familia que no es la suya y comienza su interminable jornada laboral: cocinar, lavar, planchar, cuidar de otros niños y niñas.
  • Tina, Aminetu y Josefina trabajan en Paraguay, Mauritania y Perú para cambiar esta realidad.
  • Este reportaje ha sido elaborado en el marco del II curso "Comunicación con enfoque de derechos, herramientas para un periodismo más humano", organizado por Periodismo Humano y el Institut de Drets Humans de Catalunya (IDHC).

La historia de la Cenicienta sin final feliz es tremendamente real para más de 17 millones de niños y niñas en todo el mundo. En vez de ir a la escuela y jugar, viven y trabajan para una familia que no es la suya. Son invisibles e inaccesibles y están ocultos.

El trabajo doméstico infantil tiene el rostro de una niña. Es el sector, por encima de cualquier otro, en el que hay más niñas menores de 16 años empleadas. En demasiadas ocasiones trabajan bajo condiciones de explotación y sufren abusos físicos, psicológicos, sexuales y negligencia. De manera reiterada se violan muchos de sus derechos recogidos en la Convención sobre los Derechos del Niño y la Niña. Muchas pierden los lazos con su familia y pasan a depender de sus empleadores.

Esta forma de explotación afecta al modelo psicológico que los niños y niñas interiorizan en esta etapa tan importante de la vida. Javier Romeo, psicólogo infantil, explica que vivir y trabajar para otra familia tiene consecuencias negativas sobre el afecto y el apego. “Quienes me tendrían que proteger, me están explotando. ¿Qué entorno de seguridad se crea? Con 8 o 10 años es algo muy complicado de manejar”, explica. Además, si la vinculación que se establece es de dominación-sumisión, “al ser considerado como inferior, es más fácil que el niño o la niña pueda sufrir cualquier tipo de violencia, como malos tratos o abuso sexual”.

Criaditas en Paraguay

En Paraguay, 46.993 niños y niñas –el 2,5%–, se dedican al criadazgo, término que se utiliza para los menores de edad que viven y trabajan en la casa de otra familia. Ser una criadita no es lo mismo que ser empleada doméstica, no reciben remuneración ni tienen vacaciones.

Tina Alvarenga recuerda que la primera vez que montó en avión fue a los diez años, cuando dejó su pueblo natal para trabajar como criadita en Asunción. No sabe cuál es la razón por la que sus padres tomaron esa decisión, nunca le hizo esa pregunta a su madre. A pesar de que tanto ella como todos sus hermanos iban a la escuela y de que en el pueblo había educación secundaria y primaria, la mandaron a vivir con una pareja que tenía tres hijos que ya no estaban en la casa. Cada día se levantaba a las cinco de la mañana para preparar el mate para el señor de la casa y limpiar la calle antes de ir al colegio. No tenía que cocinar ni lavar la ropa de la familia puesto que había una empleada doméstica que se encargaba de esas cosas, por lo que dedicaba su tiempo a limpiar la casa y a cuidar de la abuela de la familia.

Tuvo relativamente suerte puesto que por lo menos pudo continuar sus estudios, pero nunca fue un miembro más de la familia. “En mi caso había una diferencia clara. En una época la hija de unos amigos de ellos vino a vivir a la casa y ella era la señorita. Yo tenía más acceso a la biblioteca de la casa que a la heladera para comer algo”.  No le dejaban hablar su lengua materna, el guaraní y, a excepción de con otras empleadas domésticas, nunca lo hablaba. No podía ver mucho a sus padres, “la señora decía que no quería que volviera a tomar los malos hábitos y costumbres de mi familia”.

No vivió una adolescencia normal, no podía socializar, no tenía tiempo para ir a actividades extraescolares y no tenía ropa bonita con la que poder acudir a fiestas. También recuerda haber sufrido acoso en la escuela por sus facciones indígenas.

Tina actualmente es una activista en la lucha contra esta práctica. “En investigaciones hemos visto que lo que más duele es el trato, la discriminación y el lugar que uno ocupa en la casa. No sos un empleado porque no recibes remuneración. Dicen que eres medio su hijo pero no te tratan como a un hijo porque te explotan, te discriminan y  con frecuencia te maltratan. En algunos casos las criaditas han sido un elemento lúdico o de iniciación sexual del hijo del patrón o su objeto. Eso marca mucho la diferencia entre un hijo y un criadito”.

En enero de 2016, Paraguay, que durante años había cerrado los ojos frente a esta realidad, se vio obligado a abrirlos de golpe cuando Carolina Marín, una criadita de 14 años, murió como consecuencia de los golpes propinados por la pareja para la que trabajaba.

Diputados del Partido Colorado –de tendencia conservadora– han alegado que el criadazgo no puede prohibirse porque permite que muchos niños y niñas tengan acceso a la educación. Sin embargo, Tina sostiene que esa afirmación podía ser válida en el pasado, pero que actualmente el acceso a la educación ha aumentado de manera considerable en el país. “Estoy convencida de que ningún niño o niña –y lo considero injusto– tiene que pasar por esta situación para acceder a un derecho fundamental como es el derecho a la educación. A ningún niño le debería costar sacrificio, trabajo, explotación o discriminación disfrutar de un derecho básico”.

Petites bonnes en África

Al otro lado del Atlántico, en los países francófonos de África, a las niñas trabajadoras domésticas se las conoce como petites bonnes. “Cuando las niñas empiezan a trabajar en una casa su futuro ya ha terminado, no pueden pensar en otra cosa”, comenta Nagi, trabajadora social.

Djeinaba tiene 17 años y vive en Nuadibú, la capital económica de Mauritania, donde trabaja como empleada doméstica externa por lo que recibe 30 ouguiyas al día, el equivalente a unos 0,87 euros. Ella está a las puertas de la mayoría de edad, pero la Asociación de Mujeres Cabeza de Familia de Mauritania (AFCF) se ha encontrado con casos de niños y niñas de cuatro, cinco o seis años que trabajaban en el servicio domésticos.

Aminetou Mint El Mokhtar, defensora de los derechos humanos y Presidenta de AFCF, explica que las causas que empujan a las familias a dejar que sus hijas trabajen desde tan pequeñas son la pobreza y la precariedad en la que viven. Muchos niños y niñas no van al colegio ni están registrados, carecen de lo más básico: un acta de nacimiento. Mauritania fue el último país en abolir la esclavitud, aunque su desaparición real sigue siendo una de las tareas pendientes del país, que sigue persiguiendo a aquellos activistas que promueven su desaparición. El trabajo infantil doméstico todavía se reserva a niñas esclavas o descendientes de esclavas, puesto que la esclavitud se transmite únicamente a través de la madre.

Algunas trabajan como externas, pero la situación es aún más difícil cuando son internas, “muchas sufren explotación, son las primeras que se levantan y las últimas que se acuestan, con salarios muy pequeños”, dice Aminetu. En ocasiones estas niñas son acusadas de robo, “los empleadores acumulan varios salarios diciendo que les pagarán el día que vuelvan a sus casas y cuando han acumulado muchos las acusaban de robo y así no las pagan”. Otras niñas son víctimas de violencia sexual.

El trabajo de la AFCF consiste en identificar a las niñas que trabajan como empleadas domésticas. Si tienen menos de 14 años hablan con sus familias para explicarles que sus hijas tienen que ir a la escuela. Si son más mayores se aseguran de que tengan acceso a un nivel mínimo de alfabetización y a cursos de formación profesional, como costura o peluquería, para que puedan acceder a otro tipo de trabajo, más seguro y con mejores condiciones laborales. También se aseguran de que tengan acceso a la salud y dan créditos a algunas familias.

Las niñas trabajadoras domésticas en Perú

Josefina Condori comenzó a trabajar en el servicio doméstico a los ocho años, tras el fallecimiento de su padre, primero en la casa de un familiar en Lima, y después en otras. Cuando dejó su hogar se le mezclaron sentimientos contradictorios, de ilusión por las oportunidades que creía que se le abrían, pero también de tristeza por dejar atrás su familia y su comunidad. “No era el Lima que yo soñé”, dice.  Mientras los niños de la casa iban al colegio, ella se quedaba limpiando. Recuerda la soledad y las burlas de la gente por no hablar castellano. Olvidó su lengua materna y al volver a su casa en su Puno natal años después no se podía comunicar con su madre.

En Lima conoció a la italiana Vittoria Savio que trabajaba con empleadas del hogar, y juntas fundaron en 1994 el Centro Yanapakusun para ayudar a niñas trabajadoras domésticas en Cusco. La mayoría de estas niñas proceden de comunidades alto andinas, eminentemente agrícolas, y al llegar a la ciudad pierden el contacto con el contexto en el que han crecido. Se acercan a estas niñas buscándolas en las plazas los domingos, en los mercados, en las escuelas nocturnas o en los lugares donde esperan al camión de la basura cada noche. Crearon el Hogar Caith que acoge a varias chicas y además trabajan en las comunidades campesinas intentando sensibilizar a las familias para que sus hijos e hijas no migren siendo demasiado pequeños a las ciudades.

Para la autogestión de sus proyectos han creado Ayparinakusunchis, una agencia que proporciona servicios turísticos responsables y que tiene un hospedaje junto al Hogar, lo que permite a los visitantes conocer el proyecto.

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Hogar Caith del Centro Yapanakusun. Cusco, Perú (Sara García de Blas)

El trabajo infantil doméstico, una de las peores formas de trabajo infantil

Aunque el trabajo infantil doméstico no se señala específicamente en el Convenio 182 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) como una de las peores formas de trabajo infantil, sí que podría considerarse como tal debido a que en ocasiones las condiciones en las que tiene lugar dañan la salud, seguridad y desarrollo de los niños y niñas, y porque en algunos contextos es equiparable a la esclavitud. Y, de acuerdo con el Convenio 138 de la OIT, la edad mínima para realizar un trabajo peligroso es de 18 años. Tanto Mauritania como Paraguay y Perú han ratificado ambos convenios.

Sin embargo, ni Mauritania ni Perú han ratificado el Convenio 189 sobre las trabajadoras y los trabajadores domésticos. Este Convenio establece que los Estados que lo ratifiquen deben establecer una edad mínima para las personas trabajadoras domésticas, que en ningún momento debe ser inferior a las establecidas en los Convenios 138 y 182 ni a la edad mínima estipulada en la legislación nacional para los trabajadores en general. Este trabajo nunca debe privar a los trabajadores domésticos menores de 18 años de la escolaridad obligatoria.

La nueva Agenda Global de Desarrollo, aprobada por Naciones Unidas en la Cumbre de Nueva York en septiembre de 2015, recoge entre sus objetivos la erradicación inmediata de las peores formas de trabajo infantil y, como tarde en 2025, todas las formas de trabajo infantil.

La realidad de estas niñas trabajadoras domésticas no queda reducida a estos tres países, sino que está presente en todo el mundo. La Comisión de Expertos en Aplicación de Convenios y Recomendaciones de la OIT ha denunciado en varias ocasiones que la práctica de las restavek en Haití es comparable a la esclavitud y que estas niñas son “objeto de explotación en condiciones semejantes al trabajo forzoso”. A una situación similar se encuentran las niñas Kamalari en Nepal.

Estas tres mujeres, Tina, Aminetu y Josefina –residentes en tres países distintos, Paraguay, Mauritania y Perú–, levantan su voz contra esta injusticia y trabajan para dar una oportunidad a los sueños de todas estas niñas.

Artículo escrito por Sara García de Blas originalmente publicado en Periodismo Humano protegido por una licencia CC BY-NC-ND 2.5 ES

La historia real de millones de Cenicientas