viernes. 19.04.2024
pandemia
Foto: EFE

A estas alturas, después de más de un año de pandemia, a la hora de hacer balance no es aventurado decir que el virus va siempre por delante, dejando dudas más que razonables sobre nuestra capacidad para dar una respuesta coordinada y efectiva, ya sea, en nuestro caso, del gobierno central o de las comunidades autónomas.

Sabemos que la propagación del virus no sólo es un fenómeno viral, sino que se inscribe en unas determinadas coordenadas políticas, socioeconómicas e ideológicas. Sabemos también, desde sus inicios, que la asistencia sanitaria no influye en la propagación del virus: ni la asistencia primaria, ni siquiera el número de UCIs, como confirman países con sistemas sanitarios muy débiles que han capeado la pandemia bastante mejor que el nuestro. Si bien, está muy claro que, una vez que la enfermedad se desarrolla, la fortaleza de la sanidad pública es crítica, en contraste con el rol subsidiario y marginal que ha mostrado la medicina privada que, por otra parte, y paradójicamente, obtiene beneficios en forma de derivación de pacientes, ante la ocupación del sector público por el Covid.

Hemos aprendido, asimismo, que el virus tiene evidentes raíces etiológicas, como el cambio climático, la quiebra de la biodiversidad o el modelo industrial agro-alimentario, aunque este análisis está interesado y totalmente fuera del foco político, y tenemos, por otra parte, suficiente conocimiento sobre cuáles son los factores que condicionan la propagación del virus y, en consecuencia, la pandemia: unos son propios de la lógica epidémica, como la movilidad, la interacción social o las condiciones socio-demográficas; otros dependen de los comportamientos individuales y las estrategias de autoprotección: distancia social, higiene, mascarilla; pero ofrece pocas dudas identificar que el factor principal corresponde a la gobernanza de la transmisión de la infección. Es decir, a las decisiones políticas. Para expertos salubristas como Michael Baker y Martin Mckee, se trata de la variable clave.

Las decisiones políticas son pues estratégicas y, en gran medida, explican la desigual expansión del SARS-CoV-2. Cierto es que el virus no respeta fronteras y circula por todo el mundo, pero su impacto es muy diferente en unos países que en otros, tanto en la salud como en la economía, y lo mismo se puede decir con respecto a su desigual distribución por clases sociales, penalizando a los más vulnerables y concentrando dramáticamente la mortalidad en las residencias de ancianos, desde su condición de nicho de negocio privado o de desidia negligente por parte de la sociedad y las administraciones públicas. La noción de sindemia está plenamente justificada y vigente.

Una gobernanza deficiente, por tanto, redundará en más contagios, mayor mortalidad, más confinamientos y más severos, y finalmente mayor devastación económica, con una importante morbilidad y mortalidad adicional no-Covid. Y un primer condicionante es el contexto político en el que se desarrolla la gestión, y que, en nuestro país, no es exagerado calificar de caótico: la oposición intentó utilizar la pandemia para hacer caer al gobierno, algo realmente insólito, mientras que los gobiernos, central y autonómicos, parecen empecinados en atribuirse mutuamente culpas y responsabilidades, poniendo una vez más de manifiesto que tenemos un marco muy deficiente de arquitectura territorial: descentralizado no debería ser sinónimo de des-coordinado.

Más allá de nuestra singularidad, llama poderosamente la atención el éxito de las políticas de salud pública en determinados países (Corea del Sur, Nueva Zelanda, Taiwan, Singapur, Australia y otros) con estrategias de erradicación del virus (“covid cero”), probablemente alertados y entrenados por epidemias previas (SARS, NiPAH...). Aunque quizás mejor que caracterizar estas estrategias como de “erradicación” (eliminación absoluta) es más más apropiada la denominación de “supresión máxima de la transmisión”, un enfoque de intervención integral de probada eficacia, que implementa las medidas habituales de salud pública (no inventan nada), pero que establecen la diferencia en la determinación política de interrumpir al máximo posible la transmisión del virus y, de esta forma, convertir el contagio en residual.

La estrategia de “supresión máxima” está bien documentada, requiere unos servicios de salud pública y sistemas de información robustos, precocidad e inmediatez en la detección, niveles de alerta según el momento epidémico, trazado exhaustivo, apoyos públicos y garantías de aislamientos y cuarentenas, y la máxima implicación y colaboración de la ciudadanía. Es de utilidad, asimismo, disponer de una aplicación digital para trazar la movilidad, supervisar los infectados en tiempo real y penalizar a los que incumplen.

Países como España y la mayoría del mundo Occidental, han renunciado al “covid cero” y adoptado una estrategia de “mitigación” con el declarado propósito de tratar de evitar el colapso del sistema sanitario

Sin embargo, países como España y la mayoría del mundo Occidental, han renunciado al “covid cero” y adoptado una estrategia de “mitigación” con el declarado propósito de tratar de evitar el colapso del sistema sanitario. La estrategia implementa los confinamientos en fases tardías - con transmisión muy alta - y en cuanto se doblega la curva a determinados niveles de incidencia acumulada, se reanudan las actividades empresariales y sociales, aceptando la persistencia de la transmisión baja, es decir, la cronificación de la infección. El resultado es que a la larga se inducen mayores restricciones, más confinamientos y un mayor impacto socio-económico y psico-social, con la consiguiente perdida de confianza de la población. Y así vamos, de oleada en oleada, y la siguiente ya será la cuarta.

Esta incoherencia se explica no sólo por deficiencias estructurales de los servicios de salud publica, vigilancia epidemiológica y los sistemas de información, sino porque nuestros gobiernos parecen estar especialmente preocupados por la impopularidad de las medidas restrictivas y las presiones comerciales y empresariales, y porque, en realidad, la economía manda sobre la salud y todo indica que las multinacionales utilizan el colapso como una ventana de oportunidad: se elimina a los más débiles (pequeñas y medianas empresas) y ganan los poderosos. Amazon, Google, Facebook o las Farmacéuticas multiplican sus beneficios, Iberdrola declara ganancias rércord de 3.611 millones € y “el IBEX 35 logra salvar el año”. La gran paradoja es que, en última instancia, la estrategia de mitigación acaba generando un efecto boomerang mucho más dañino, para la salud, la economía y el sufrimiento de la población.

En todo caso, aunque la “máxima supresión” y la “mitigación”, son formas claramente diferenciadas de gobernanza, dentro de cada una de estas estrategias hay una enorme heterogeneidad: No se hace lo mismo en Japón que en Corea de Sur o en Nueva Zelanda, al igual que hay divergencias en la implementación de las políticas, entre España y Alemania, o referido a las Comunidades Autónomas, entre Asturias, Murcia o Extremadura, de una parte, y la Comunidad de Madrid, por otra.

En todo caso, desafortunadamente en el mundo occidental, una buena parte de las decisiones políticas, pese a su trascendencia, tienen cierto carácter populista, sin que ningún gobierno (más allá de procesos electorales puntuales) haya sido objeto de evaluación y, menos aún, de rendición de cuentas, como correspondería exigir por la gravedad de los hechos, en base al concepto de “responsabilidad de proteger” (“responsability to protect”) del estado, establecido por las Naciones Unidas: la soberanía estatal no sólo confiere derechos, sino también responsabilidades.

De todo esto se habla poco, porque el protagonismo se ha trasladado a las medidas de salud pública de naturaleza tecnológica y fundamentalmente las vacunas, a las que nos acogemos como salvaguardia y solución definitiva, pese a que se mantienen muchos interrogantes, entre otras que las patentes dejan fuera a 140 países que a fecha de hoy todavía no han puesto ni una sola vacuna.

No cabe duda que las esperanzas depositadas en las vacunas son legítimas, positivas y fundadas, el menos en lo que se refiere a la gravedad de la enfermedad; pero siempre que se entienda que no son la panacea de todos nuestros males. A la vista están los países que –sin vacunas– prácticamente han llegado a la supresión del virus dentro de sus propios confines.

El entusiasmo por la ciencia y la tecnología - compartido por los gobiernos y los medios de comunicación, por la derecha y la izquierda -, es en buena medida el resultado del “optimismo o utopismo tecnológico”, una suerte de pensamiento único, dominante en nuestras sociedades, que considera a la ciencia neutral, por encima de las ideologías y ajena a la duda y a la crítica. Pero es evidente que la ciencia sólo puede avanzar y renovarse a través del debate y la controversia, y apoyar la ciencia, y con ella a las vacunas, es asumir la disidencia y las críticas razonadas, lejos de la unanimidad, propia del cientificismo, el dogma o la religión.

En todo caso, la realidad nos sitúa ante una más que probable cuarta ola, con repetición de la crisis sanitaria, económica y social, y el riesgo de posibles variantes más peligrosas del virus o de nuevos patógenos. Algo distinto habrá que hacer, en vez de reiterar políticas que han demostrado su incapacidad e incoherencia. Aún al contrario, la pandemia nos está reclamando convergencia y responsabilidad a las fuerzas políticas y a toda la sociedad civil, para alcanzar el más amplio acuerdo posible y respaldar una gobernanza eficaz y solidaria, en correspondencia con el enorme reto sanitario, social y económico, al que nos enfrentamos. Y la gobernanza tiene que estar íntimamente vinculada a estrategias de participación ciudadana y comunicación para generar seguridad, solidaridad y confianza, desde la información veraz y la transparencia en la relación entre ciencia, política y ciudadanía, con políticas que van más allá de la seguridad individual (autoprotección), la obediencia (cumplimiento) o la responsabilidad moral (portarse bien). Las sociedades que debaten, aprenden y cooperan se hacen más fuertes y tienen mayor capacidad para afrontar las crisis. Es decir, necesitamos un acuerdo político y social que nos asegure una correcta gobernanza de la pandemia por Covid 19.

Federación de Asociaciones para la Defensa de la Sanidad Pública

La gobernanza de la pandemia