jueves. 18.04.2024

Se cumple un año de la carta solemne con el sonoro y franciscano título de Fratelli tutti que escribió el Papa Francisco y cuya plena vigencia trasciende nuestro tiempo porque se proyecta hacia la historia universal del ser humano.

Y cuyo destinatario debía que tener un buzón con forma de corazón porque apelaba a la fraternidad y a la amistad social -es de tradición revolucionaria la llamada a la fraternidad-.

En realidad no compuso un texto epistolar dirigido al orbe cristiano, le salió un poema en prosa como un fogonazo para encandilamiento de la humanidad geométrica. La poesía se circunscribe a un tiempo original y mítico que nada tiene que ver con el tiempo lineal, sucesivo y progresivo de la Historia, el de los amos y los esclavos, el de los vencedores y los vencidos; el de los administradores y los administrados.

Octavio Paz, un poeta universal, sostenía que de las tres palabras cardinales de la democracia moderna, libertad, igualdad y fraternidad, la más importante de las tres es la última.

Jorge Mario Bergoglio dejó entrever -no es la primera vez- que convertir la religión en una manifestación festivalera y mitinera, en un macroconcierto/homilía, o en la previa de un partido de fútbol en los aledaños de un estadio parece una aberrante contradicción. Estatuirse la creencia en un entretenimiento o en un remanso institucional con flamear de banderitas y con viejas palabras bienintencionadas proyectadas por los vatios en escenarios mastodónticos desemboca en un ejercicio de propaganda tan ruidoso como vacuo.

La primera secularización nace en campo propio por mímesis de lo banal y lo mundanal. El cristianismo, como código moral, actitud filosófica y sensibilidad vital, se fundamenta y sustenta en el triunfo del espíritu a contracorriente material e ideológica y pese a las penalidades y el desarraigo. Es una victoria, pero no gratuita.

Una consecuencia definitiva con una causa justa. Es una satisfacción interior, pero no una felicidad a mansalva, a secas e infantiloide cuando pasa el Papamóvil vitoreado y jaleado por la masa un luminoso domingo burgués.

El día del Señor y de los señores. Y eso es lo que deseaban los hombres que fuera antes de la aparición del Cristo: clamor y luz en la batalla desigual del amor y no un espectáculo de sonido y luz con mucho amor verbalizado.

Pecamos de gula verbal. Verbos volátiles a granel y escasez de carnadura y materialidad. Sobran cantores fraternales y aprendices de poeta y hacen falta gestores, hacedores, dadores; valientes, que construyan un mundo más justo y habitable. Sus predecesores inmediatos fueron altos burócratas de la jerarquía, alejados del fango de la tierra y soñadores de unos cielos limpios y bruñidos.

Los querubines son espíritus celestes caracterizados por la plenitud de ciencia con que ven y contemplan la belleza divina. Ratzinger, querubín anciano y ermitaño intelectual de Dios, llamaba a las puertas del Cielo, no sé si con éxito, en las tardes bellas y plácidas del Palacio de Castel Gandolfo, cuando él mismo, tranquilo y solitario, tocaba al piano piezas de Mozart.

En tanto que Karol Wojtyla, viajero y fiestero de Dios, congregó a las muchedumbres cantarinas a las puertas eternas de la Gloria al conjuro de alegres canciones y bailes. Francisco, directo y sin complejos como el de Asís, ha tirado por la calle de en medio, que no viene en el callejero del Vaticano, y se ha sacado de un bolsillo el silencio estremecedor de las víctimas y los oprimidos y los ha expuesto en la plaza pública y los ha embutido en una encíclica.

Y se ha metido en el otro bolsillo al pueblo sufriente que no tiene muchas ganas de cantar y bailar, al de la vieja buena nueva. A la otredad menospreciada y ninguneada que pide agasajo y fraternidad desde la noche de los tiempos. Praxis frente a liturgia. Mensaje de carne y hueso desvestido de folclor y teología. 

Fratelli tutti