viernes. 19.04.2024
procesion 1970
Procesión 1970. Archivo Regional de Madrid.

Estaba a punto de llegar a la iglesia en lo más alto del pueblo. Misa de doce, con sus niños, el marido iba detrás, despreocupado, ajeno, esperando encontrar algún amigo con el que pegar la hebra. Se detuvo, inquieta miró hacia atrás, esperando al hombre. Se me ha olvidado el velo –dijo visiblemente alterada-. Dejó a los niños con el padre y corrió hacia abajo, por una calle que parecía una rambla, sin pavimento, sin nada a que asirse, con tacones. Llegaremos tarde a misa, no sé cómo no te has dado cuenta antes. Apenas tardó diez minutos, los suficientes para que el cura hubiese empezado la ceremonia, los necesarios para que los feligreses puntuales oyesen el chirrido de la puerta y torciesen la cabeza hacia atrás, hacia ella con su velo, hacia los niños que ya estaban deseando irse. El marido, con el pitillo en la mano, esperaba en las escaleras, riendo junto a otros en la misma situación.

Paseo por la calle Mayor, el bolso en un brazo, el otro cogido al del hombre. Paradas con conocidos, saludos, preguntas rituales, fútbol, toros, obras que no se hacían nunca y algún comentario jocoso sobre un funcionario perezoso que habría la ventanilla de 11 a 12, pasando el resto de la jornada laboral cumpliendo los obligados preceptos de visitar las estaciones etílicas necesarias antes de regresar a casa, si es que la cosa no se alargaba por obligaciones ineludibles y patrióticas.

Al día siguiente, lunes, el mercado semanal llena las calles del pueblo. No queda dinero, dame algo para la compra. Siempre pidiendo, es que no te queda algo de lo que te di hace nada. Hace nada fue el lunes pasado y de esa miseria hemos comido, he vestido a tus tres hijos, pagado el agua, el saco de arroz y la leche. Siempre pidiendo, toma y no lo gastes todo. Aunque tenía dinero propio, ella no podía ir al banco, primero porque necesitaba la autorización del marido para extraer cualquier cantidad por mínima que fuese, segundo porque las señoras no iban a los bancos, estaba mal visto y podrían tomarla por una cualquiera, sí como a aquella vecina guapetona que tenía un marido putero que nunca llegaba a casa antes de las cuatro de la mañana, hasta arriba de whisky malo, chulo, orgulloso de su hombría, diestro en abofetear a su esposa cada vez que osaba pedirle explicaciones. Tuvo un amigo, aunque la cosa no pasó de ahí. Un día el macho le dijo que estaría fuera de casa un par de días, cosa que aprovechó ella para preparar una cena con el forastero. Feijóo tenía quince años, Abascal acababa de nacer. A las once de la noche, el marido abrió la puerta, le acompañaban media docena de buenos amigos que harían las veces de testigos. Enfurecido, el macho destrozó muebles, jarrones, vajilla y cuanto encontró a su paso. El forastero despareció sin saber cómo, ella recibió una tremenda paliza ante los testigos y fue expulsada de la casa con lo puesto. Él continuó trabajando en el banco, saliendo de cristiano en las fiestas patronales, tomando combinados en el café más concurrido del pueblo. Ella se largó del pueblo, con sus padres, para evitar la vergüenza, la deshonra y el castigo: “El hombre que matara a su esposa sorprendida en adulterio –decía el Código Penal franquista- sufrirá pena de destierro y será eximido de castigo si sólo le causa lesiones”. De ella nunca más se supo, él continuó su vida engalanado con la gesta del macho que aumentaba el prestigio social.

Semana Santa. Los colores maravillosos de la primavera se funden en negro. No hay opciones. Cuando no es una procesión es otra. Hombres, casi todo son hombres menos alguna mujer que a cara descubierta arrastra un madero, encapuchados, suenan tambores y cornetas con aires militares. Jesús ensangrentado, su madre apuñalada, llora desesperada. No hay luz en el pueblo, las pocas peras que alumbraban las calles principales están apagadas. Velas y cirios, silencio y miedo. La tierra tiembla, al televisor recién comprado le han puesto una capucha negra para que se sepa que estamos de luto. Se guarda ayuno, ni los críos pueden comer aunque de vez en cuando un alma caritativa les pasa unos trozos de longaniza a escondidas. No hay cine, los bares están cerrados, la guardia civil custodia las imágenes dando a la escena un aire entre surrealista y escatológico. Grupos de mujeres se reúnen para rezar el rosario mientras cosen o lían las madejas de lana. Por magnífica que surja la mañana, el luto lo impregna todo mientras los curas, que han ido preparando para la conmemoración durante todo el trimestre, presiden las procesiones de las que los niños esperan sacar algún caramelo. ¡Qué inmensa tristeza! ¡Qué desolación! ¡Qué desesperación! Autoridades civiles, militares, judiciales y eclesiásticas acompañan a las imágenes, acuden a los oficios interminables. El tiempo no corre. Ellos, los que trabajan en las huertas, no pueden seguir el luto con el rigor exigido, han de bajar a regar, a excavar, a dar de comer a los animales, luego suben, se asean y si lo permite el cansancio salen a ver a los santos de palo, que decía el protofascista Eugenio D’Ors.

Es abril, toca limpieza general. La casa se pone patas arriba, se corren muebles, se sacuden mantas, se apalean alfombras, se saca la cocina, se friega el cobre, se lavan sábanas, manteles, cortinas, blanquean paredes. Las mujeres no paran mientras los hijos presionan. En la mayoría de casas no hay lavadoras. El agua viene cuando quiere, lo mismo que la luz. A menudo hay que ir a la acequia. Llega la noche liberadora y el sueño se esfuma de tanto cansancio. Se come, alguien dice que los civiles se han llevado a un muchacho porque han encontrado en su casa libros prohibidos. Aquí no se habla de política, algo habrán hecho, silencio de nuevo aunque dios ya resucitó. No os metáis en líos, a la gente que hace lo que está mandado nunca le pasa nada. Pero es que lo conozco y es muy buena persona. ¿Qué te he dicho? No se habla de política, a nosotros la política no nos interesa. En una casa reposa la Virgen de Fátima. Esta tarde irán a verla y a acompañarla a su nuevo hogar en procesión cantando “Entre todas las mujeres, entre todas las mujeres y bendito sea el fruto de tu vientre amén Jesús…”. Luego la visita a casa de la madrina. Meriendan. Se oyen pasos en el piso de arriba al que nunca dejan subir. ¿Qué es eso, quién hay ahí? Ahí no hay nadie, será un gato. Vuelven a oírse los pasos lentos, suaves, quietos. Sí, ahí hay alguien, yo lo he oído. Que no, que no hay nadie. ¿Y si es el Lute? Los niños se estremecen ante el nombre que la televisión presenta como el primer enemigo de España después de los comunistas. Silencio de nuevo. Se van. Al cabo del tiempo, pasados los años, los niños que ya no lo eran supieron que aquellas pisadas que oyeron tantas veces en el piso de arriba de la casa de la madrina no eran del Lute sino de un hombre que fue condenado a muerte, que le conmutaron la pena por la de confinamiento y pasó toda su vida escondido en las habitaciones de arriba, sin pisar la calle, sin hablar con nadie, esperando cada día la llegada de su hija con la comida y el tabaco. Qué tiempo tan feliz. Aquellos maravillosos años de la Gallina Ciega que magistralmente contó uno de nuestros más grandes escritores, hoy olvidado, postergado, Max Aub en La Gallina Ciega.

Los felices años de Abascal y Feijóo