jueves. 25.04.2024
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Desde que el hombre “puso nombre a los animales” se ha mantenido una concepción supremacista muy basada en lo que las religiones determinan sobre nuestro lugar en el universo. En este sentido, ninguna marca grandes diferencias y todas, que yo conozca, colocan al hombre en la cima, en la cúspide y culminación de ese proceso cuyo fin último es la creación de “un ser superior” al resto de las criaturas. 

El hombre es la creación máxima, el perfecto exponente del genio creador de Dios: el no va más. Fruto de la aceptación de esta máxima, nos colocamos al margen de las leyes que rigen el mundo natural pues lo nuestro es otra cosa, nada que ver con esos bichos de los que nos alimentamos, a los que cazamos, protegemos o utilizamos para nuestro beneficio como corresponde al papel asignado de “ser superior”, del amo de la creación. Podemos causar extinciones, modificar genéticas, crear monstruosos animales convertidos en factorías productoras de leche o carne, cambiar caracteres o causar verdaderas calamidades mediante la introducción de especies en ecosistemas desprotegidos. Todo nos ha sido permitido y el ser humano ejerce el omnímodo poder sobre el orden natural desde la superioridad del que se sabe al margen y distinto.

Por fortuna, la sensatez se va imponiendo y hoy sabemos que el hombre es uno más entre muchos: ni mejor ni más perfecto o evolucionado que otros seres vivos que consiguieron su adaptación hace muchos eones y lo hicieron tan bien que no tuvieron que cambiar ni un poco su diseño para seguir dominando sus nichos sin alteración ninguna. No somos mejores que un simple virus, que un tiburón con 250 millones de años de historia a cuestas o que cualquier ameba intestinal o la novedosa naturaleza de las mitocondrias: reciente descubrimiento de simbiosis beneficiosa para tantos organismos.

Un humano no vacunado es peligroso, tan peligroso como una vaca con glosopeda, un cerdo con peste africana o un perro con rabia, sin discusión alguna

Es cierto que para algunos fanáticos religiosos, el ser humano es distinto y destinatario exclusivo del favor divino, pero como con esos no se puede razonar, los dejo al margen de este escrito: no me ocupan ni me preocupan. Me dirijo ahora a los sensatos que saben que algo se mueve y que, como es normal y asumido desde Darwin, somos uno más, una especie más con mucho éxito que comparte con el resto de familias, géneros, filums y especies, tanto las reglas de la evolución como la fisiología que nos hace vulnerables ante las enfermedades, infecciones y epidemias que azotan por igual a unos y otros. 

Somos un bicho más sujeto a la transmisión de enfermedades y somos mucho más vulnerables que ninguna otra especie en el ámbito natural por varios motivos: en primer lugar, somos muchos, muchísimos y cubrimos el mundo entero. En segundo lugar, somos hiperactivos y capaces de trasladarnos de un extremo del mundo a otro en pocas horas llevando nuestros miasmas con nosotros en un proceso de dispersión caótico e incontrolable. Tercero: fruto de esas debilidades, nuestra especie se ha visto azotada por epidemias de proporciones bíblicas más de una vez: desde las pestes asiáticas que despoblaron Europa a la casi extinción de poblaciones enteras en América a cargo de la viruela, que arrasó al 90% de los pobladores en muchas zonas, antaño prósperas y muy pobladas, antes de que llegara ese virus hoy extinguido a manos del humano.

Gracias a esas desastrosas experiencias, le dimos al magín y descubrimos algo mágico: las vacunas. Este avance queda reflejado en la evolución del número de humanos que hemos conseguido infestar el planeta como una erupción de sarna molesta y contaminante:

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Pero esa explosión demográfica no sólo afecta al hombre: con nosotros han crecido las poblaciones de vacas, cerdos, perros, gatos y otros animales que se han beneficiado -de forma obligatoria- de la expansión de las vacunas. Para ellos si legislamos la obligación, pues sabemos que tanto el negocio como nuestra salud están en juego, de manera que no entiendo cómo, con la que hoy está cayendo y con la falta que hace proteger al uno y a la otra, andamos con disquisiciones bizantinas sobre la libertad individual de vacunarse o de no hacerlo.

Un humano no vacunado es peligroso, tan peligroso como una vaca con glosopeda, un cerdo con peste africana o un perro con rabia, sin discusión alguna. La libertad de ese individuo descerebrado no puede, de ninguna manera, ser más importante que el bien común de la protección de la vida y la salud del colectivo. Es obvio.

Conclusión: vacunación obligatoria sí o sí y si alguien no vacunado de forma voluntaria cae enfermo y requiere hospitalización, se le cobra la factura y se le pone una buena multa. A matarlo como un perro rabioso no deberíamos llegar, que nosotros somos más sensibles, humanos, solidarios y éticos que ese tal imbécil.

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Una falsa posición