jueves. 25.04.2024
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El atrevimiento de aprobar en una ordenanza municipal de 1952 el uso del bikini en Benidorm, pudo llevar a su alcalde, Pedro Zaragoza, de 29 años, a la excomunión

La capacidad del ser humano para escandalizarse va rayana a veces con la estupidez. Hay cosas que no solamente le deberían escandalizar sino que debería aborrecer y condenar; sin embargo, las admira aun a sabiendas de que pueden acabar con su vida. Por el contrario, se escandaliza con algo que debería admirar por su significado natural, como es la muestra de la belleza. Eso sucedió con el invento de una prenda íntima, de poca tela, cuyo precio va inversamente proporcional a la cantidad de tela y a lo que su confección oculta o enseña. Se trata del traje de baño femenino de dos piezas que este mes de julio cumple 70 años. Se le bautizó como bikini, no precisamente porque se componga de dos partes, sino por otra cuestión que puso en peligro la humanidad por sus efectos devastadores. Tanto un invento, gracioso, como el otro, terrorífico, se pusieron de moda, éste para mal, el otro para bien; con ellos vivimos todavía hoy entre el miedo y la liberación. El ser humano pende de un hilo tan frágil como el que sujeta las dos piezas de un bikini. Quizá sea esta prenda símbolo de la existencia de la humanidad, algo diminuto y frágil perdido en la inmensidad del universo, y quizá su vida efímera sea como la del bikini, del cual en muchas zonas se prescinde de la pieza de arriba para quedar oculta únicamente aquella parte que se toma como sagrada y misteriosa. Del bikini se pasó en poco tiempo al top less, es decir, pechos al aire, que ya ni eso escandaliza al personal, conforme a estos tiempos en que el miedo no nos permite ni escandalizarnos. Si al sugerente vestidito, con el correr de los días, le han privado de la pieza superior, al otro invento, en lugar de privarle de algún elemento, como sería natural si el ingenio humano fuera humano, se le ha añadido más capacidad mortífera: pequeñas se han quedado las bombas atómicas que arrojaron los yanquis sobre Hiroshima y Nagasaki, comparadas con las que han venido detrás, un millón de veces más potentes.

Menciono ambos inventos porque, curiosidades y paradojas de la vida, los dos están relacionados. Se diferencian en que mientras uno, el bikini, se pretendía que fuera cuanto más pequeño, mejor y más caro, el otro, el de las explosiones nucleares, se pretendía que fueran más potentes y de mayor capacidad destructiva. El primero causó escándalos en la sociedad puritana, pero del segundo, terrible escándalo ecológico, nadie se escandaliza, se sigue permitiendo su amenaza de muerte y destrucción planetaria, no solamente de unas cuantas islas y unos cuantos millares de nativos, como fueron los habitantes del atolón de las islas Marshall, que dio nombre a la prenda femenina de baño: el Atolón Bikini, al noreste de Australia, en pleno Pacífico (otra paradoja, un nombre así para una acción así).  De 1946 a 1958, el gobierno de los Estados Unidos, en ese lugar del Pacífico, realizó casi 70 pruebas nucleares.

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La locura de la barbarie

Julio de 1946 fue el mes de la mayor cantidad de explosiones nucleares que ha habido en la Tierra. No se pueden denominar “experimentos”, fue la culminación del inicio de la locura de la barbarie, casi una explosión nuclear por semana, con  más megatones o mierdas de esas que un millar de bombas juntas de Hiroshima. Claro que la estupidez del hombre es capaz de estas cosas y muchas peores, como la ocurrencia a otro “iluminado”, hace una década, de volar la luna, a ver qué pasaba. Imbécil. Y gente así, domina y dirige el mundo. Imbéciles. Ellos. (Y nosotros que se lo consentimos. Menos mal que la “idea lunática” quedó en eso, en idea).

En 1946 la II Guerra Mundial cumplía casi un año de su terminación. Con la rendición de Japón ante el bombardeo atómico, el mundo quedó divido en dos bloques antagónicos, tanto ideológicos (comunismo-capitalismo) como armamentísticos (OTAN-Pacto de Varsovia). La URSS al Este, y los EEUU al Oeste; en medio, una Europa dividida y devastada. Era la paz de los muertos que se seguía armando para superar un bloque a otro. Comenzaba la guerra fría. La bipolaridad del miedo. 

Mientras a principios de julio se presentaba en sociedad esta escandalosa prenda de baño, que en nada se parecía a los antiguos trajes de nuestras abuelas, los Estados Unidos hacían detonar en el Atolón Bikini la bomba atómica “Able” (4ª detonación nuclear), y la primera bomba atómica después de los bombardeos de ambas ciudades japonesas de agosto de 1945. Le siguieron otras, como la “Baker” (la 5ª), algunas bajo el agua, contaminando una amplia extensión de océano y aniquilando a sus cuatro mil habitantes indígenas. Fue el primer desastre nuclear de dimensiones mucho más dañinas que las anteriores, incluidas las dos ciudades devastadas. La vegetación de esas islas desapareció así como la flora y fauna marinas.

En medio de esa “guerra fría” de explosiones nucleares, ocultadas a la opinión pública, ese mismo mes, se presentaba en sociedad un diminuto traje de baño que, por enseñar más de lo debido en aquella sociedad mojigata, ni las modelos más atrevidas se atrevían a mostrar. Hasta que llegó una señorita de buen ver, conocida en el Casino de París y en ambientes de salas de estriptis, dispuesta a lucirlo, aunque sin duda la mayoría de la gente, sobre todo hombres, no repararan en él sino en la escultura que lo sostenía. En cierto modo ella fue la que bautizó ese complemento femenino que resaltaba los complementos físicos al vaticinar que aquella prenda diminuta sería “un bombazo” escandaloso en la sociedad puritana, un bombazo tan grande como el de Bikini. Y entre las pruebas atómicas de los yanquis, y el atolón en forma de anillo, quedó así bautizada esa prenda tan pequeña que “debía pasar por dentro de un anillo de boda”, como decía su inventor, el ingeniero automovilista Louis Réard, diseñador francés de coches y trajes de baño. Así presentó su invento de dos piezas mucho más pequeño que los que se habían visto hasta entonces.

Los vestidos para el baño existen desde la remota antigüedad, incluso los trajes de dos piezas que tapaban solamente esas dos partes corporales de la anatomía femenina; se dieron a conocer en el antiguo Egipto y para los griegos eran de uso común en las mujeres. 

No tardó en ponerse de moda en el mundo, pese al puritanismo reinante (en España no llegó hasta bien entrados los sesenta con el turismo), y pese a que su coste era muy alto; dicen que en los primeros años su precio era equivalente a la tercera parte del sueldo mensual de una secretaria de dirección bilingüe. La razón no podía ser naturalmente la superficie de su tela, sino la calidad, se suponía que debía ajustarse al cuerpo y ser resistente al agua.

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El bikini más caro del mundo

Sea como fuere, el caso es que el bikini es palabra admitida ya por la Real Academia, que la define como una diminuta prenda de baño de dos piezas. Ha ido evolucionando, en precio y en hechuras, a veces es tan diminuto que más que tapar, destapa... Su precio, como digo, va inversamente proporcional a la tela empleada, quizá se deba a que valga más lo que enseña que lo que oculta. Quizá sea a la inversa, y sugiera ideas cuya realización no está al alcance de todos. Quizá ni eso, y lo que oculta sea un tesoro cuya propietaria no desea utilizar para complacer a quienes ella detesta... Todo puede valer; ya se sabe que la esencia se encuentra siempre en envases pequeños.

Hay bikinis que han alcanzado la asombrosa cifra de 22 millones de euros. Así, como lo leen: ¡22 millones de euros! Es el bikini más caro del mundo. Y también el más pequeño, minúsculo. Fue diseñado por Susan Rosen & Steintmetz Diamons, compuesto de tres piezas a base de diamantes de 150 quilates con forma de 'D', además de otros diamantes de 51 quilates con forma de pera y diamantes redondos de 15 quilates, acoplados en platino; un bikini único que la modelo Molly Sims mostró posando en una de las portadas de la revista 'Sports Illustrated', y por la que sacó su buenas dietas para seguir manteniéndose escultural.

Impacto de la moda y la moral

bikini3Fue un bombazo, tanto por la escandalera que formó, como por su rápida difusión por todas las playas de Europa, aunque en España tardó en llegar. El primer país donde se puso de moda, promovido por esculturales y jovencitas actrices, como Brigitte Bardot, fue Francia, cuna de revoluciones, libertades e igualdades. Con las poses sugerentes de la inmortal Marilyn Monroe, y otras estrellas cinematográficas, el bikini se instaló en todo el mundo. Nuestro país, como suele suceder, fue uno de los últimos en admitir esa moda; el bikini tardó años en verse, debido a la moral rígida y represiva de la dictadura franquista. Pero también la “reserva espiritual de occidente” cayó bajo las garras del desenfreno, empezando a dejar de ser reserva espiritual para convertirse en libertinaje corporal, cuando arribó por nuestras costas el turismo, que traía nuevas normas, mujeres desenfadadas, nuevas costumbres y libertad. Sobre todo libertad en la mujer, que hasta entonces vivía enclaustrada en la cocina, y salir a la playa ligera de ropa era poco menos que pecado. Y ¡cuidado con el pecado! Sobre todo el de escándalo, al que si se unía el sexual, provocación y atrevimiento, iban condenadas esas mujeres, ligeras de cascos y de ropa, derechitas al infierno, a quemarse vivas en cuerpo y alma en sus llamas, a falta de quemarse el cuerpo con el sol.

La primera ciudad española donde se permitió lucir el ombligo y el valle del pecho -por influencia del negocio del turismo y porque las suecas “pasaban” de moralinas y represiones, dicho sea con todas las letras-, la primera ciudad, destino internacional playero, donde se lucían el bikini y quienes lo llevaban, fue Benidorm. Le siguieron Marbella, que también empezaba a despuntar como destino más selecto, y Santander. Poco tardó la fiebre en extenderse por la Costa Brava (Salou, Cambrils), Costa del Sol, hasta inundar las arenas españolas de cabellos rubios y cuerpos morenos.

Sin duda, con tales influencias extranjeras, la mujer española fue cambiando, de vestido y de mentalidad, y adoptando esas modas que venían de fuera, como la minifalda, el minishort... hasta llegar al top less, o sea, pechos libres... Cayó la primera pieza de arriba del bikini, el sostén, para acabar cayendo también la de abajo, y asistir a playas nudistas... Y es que la “reserva espiritual de occidente” tenía una base ficticia, y en cuanto llegaron nuevas corrientes de aire, se desvaneció, como un castillo de arena en cuanto llega la ola. Esa ola, fue el turismo.

Ante el negocio más importante de la España de entonces, ni decretos, ni prohibiciones, ni morales, ni obispos, ni siquiera el tan arraigado nacionalcatolicismo, pudieron hacer nada sino levantar la mano y retirar la vara, y permitir que las mujeres lucieran sus hermosos cuerpos. Empezó en Benidorm, cuya batalla llevó al joven alcalde hasta el Pardo a pedir la intercesión del mismísimo Caudillo... No me lo invento. Es cierto. Tal atrevimiento de aprobar en una ordenanza municipal de 1952 el uso del bikini en Benidorm, pudo llevar a su alcalde, Pedro Zaragoza, de 29 años, a la excomunión, solicitada por dos ministros y el arzobispo de Valencia... Digno de un guión para una película de Alfredo Landa. El turismo pudo más que la política. Y que iglesia, que ya es decir. 

Del escándalo a la liberación