viernes. 29.03.2024
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En un país llamado España, en 1978, siete políticos de distintas ideologías se sentaron a la misma mesa y lo hicieron con denuedo, sin miedo, sin rencor, con elegancia y también con la esperanza de llegar a un acuerdo que abriera puertas de esperanza al futuro y las cerrara a un pasado de desquites y resarcimientos. El trabajo fue arduo y la paciencia inmensa ante la zozobra que imponían las profundas diferencias ideológicas que descollaban en quienes asumieron la tarea de consensuar una Constitución democrática que pusiera punto y final a una prolongada dictadura.

Transcurridas más de cuatro décadas, me he sentado en el rincón de pensar y he concluido lo ardua que hoy sería la tarea de encontrar un septeto similar, al menos si hubiera que buscarlo entre el elenco de políticos que actualmente ocupan cargos tanto en instituciones como en sus respectivos partidos. No dudo que en algún lugar habrá siete personas -sin duda muchísimas más- respetuosas, inteligentes, cultas, negociadoras y con capacidades próximas al talante de aquellos Padres de la Constitución. Pero no se me ocurre dónde encontrarlos. 

Se ha generalizado la convicción de que el nivel de los políticos actuales es muy bajo, y además se les afea que se hayan profesionalizado hasta límites innecesarios. No es infrecuente encontrar a hombres y mujeres de cualquier edad y extracción social que jamás han tenido un trabajo más allá de la política, una singularidad infrecuente en quienes hicieron posible la transición a la democracia y cuyos orígenes se encontraban tanto en el franquismo como en la oposición clandestina, el ámbito sindical, o bien en el exilio del que acababan de regresar.

Tiene su lógica que -como en cualquier otro trabajo- quienes se dedican a la res publicaaspiren a medrar y a promocionarse en su un mercado laboral muy singular en el que les emplea su partido y no los votantes. Sorprende el ambiente de corporativismo que une a los miembros de este selecto club más allá de sus diferencias ideológicas y del papel que deben interpretar según se lo exija el guión de las circunstancias. Algunos confieren a los políticos la condición de casta y les censuran que vivan en una realidad paralela a la del resto de los mortales y en la que la comunicación con sus votantes deja de ser fluida cada vez que finaliza una campaña electoral. Tal vez lo ideal sería que la dedicación a la política se limitara a prestar un servicio temporal, efímero y hasta altruista si así lo permitieran las circunstancias, pero no un modus vivendi vitalicio. Sin embargo, las utopías no se suelen llevar bien con la res publica.

Regresemos a la cuestión planteada en el titular y consideremos la tendencia natural de la memoria humana a enaltecer lo bueno del pasado. Aprovechemos y reflexionemos también acerca del mal momento que atraviesa la credibilidad que inspira la clase política actual. La condición del ser humano tiende a sobrevalorar el pasado y a recurrir a la nostalgia como salvaguarda de una realidad que a veces le es difícil de aceptar como sucede con el recelo y la desconfianza que los políticos despiertan en la población, un desencanto que empeoran los casos de corrupción que embarran la honestidad de quienes deberían ser unos intachables servidores públicos. 

Es difícil desprenderse del cliché de que «cualquier tiempo pasado fue mejor». Ante tal aseveración, se impone matizar qué entendemos por  mejorypor peor. Si como mejorinterpretamos la ausencia de partidismos extremos, fanatismo, codicia, individualismo y ansias desmesuradas de poder, probablemente estemos en lo cierto al afirmar que los políticos de la Transición fueron mejores que los actuales, al menos en lo que atañe al sentido del Estadoy a su capacidad negociadora para llegar a acuerdos priorizando el bienestar colectivo por encima de cualquier otro. Sin embargo, encomiar el pasado puede predisponernos a mitificar la realidad. Se impone pues ser objetivos al considerar que aquellos políticos de finales de los setenta y principios de los ochenta tuvieron que enfrentarse a situaciones excepcionales (un golpe de estado incluido), y lo hicieron con una precariedad de medios y una falta de preparación que a veces les obligó a improvisar debido a su inexperiencia. No sería justo ignorar la buena voluntadde aquellos hombres y mujeres recién incorporados a un sistema democrático, pero sólo la buena voluntad no es mérito suficiente para considerar mejoresa aquellos políticos. Los políticos de la transición  hicieron lo que pudieron para dejar atrás el franquismo e instaurar la democracia, pero en muchos aspectos adolecieron de preparación y capacidad de gestión por su inexperiencia, un hándicap que más que menoscabo les confirió grandeza, pero no más allá de lo que aconsejaría el rigor histórico. Sin embargo, y a pesar de la objetividad que he intentado imprimir a mi reflexión, prefiero mucho antes a aquellos políticos de una etapa en blanco y negro que viví con ilusión que no a los que en la actualidad nadie les saca los colores por mas que se les recrimina las barbaridades a las que nos tienes acostumbrados.

¿Eran mejores los políticos de la Transición que los actuales?