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El 1 de octubre conmemoramos el Día Internacional de las Personas de Edad. Hay mucho que celebrar en esto de que haya cada vez más personas mayores, hasta el punto de que los más de 760 millones de personas con más de 65 años se convertirán en 2050 en 1600 millones.
Con todo, el problema que afrontamos en nuestros días no es el de la cantidad de años que podremos cumplir, sino el de la calidad de esos años. Miro a mi alrededor y compruebo las dificultades con las que muchas personas mayores afrontan la vejez. Eso por no hablar de aquellas 7291 personas mayores que murieron en las residencias madrileñas, en los tiempos del COVID, sin recibir asistencia médica.
Más allá de esa sociedad de los cuidados de la que nos hablan, lo cierto es que nuestros mayores siguen manteniendo su compromiso con sus hijos, sus nietos y con la sociedad. Durante dos años he impartido un Taller de Escritura Creativa a mujeres mayores en el Centro de Educación de Personas Adultas (CEPA) de Parla.
Un centro que cumple 40 años y que lleva el nombre de aquel magnífico científico, vinculado para siempre a la Institución Libre de Enseñanza y premio Nobel en Fisiología y Medicina, Ramón y Cajal. Aquel premio le fue concedido precisamente por sus investigaciones sobre la degeneración y la capacidad de regeneración de nuestro sistema nervioso. Algo fundamental para la calidad de vida de las personas mayores.
Pues bien, este puñado de mujeres mayores, alguna con 87 años, aceptó un día el reto que les propuse para contribuir a la defensa de los árboles participando en el certamen de relatos cortos convocado por la asociación Moral y Acción Verde de la Cala del Moral, en el Rincón de la Victoria, cerca de Málaga.
Esa Asociación había convocado el certamen de relatos en numerosas plataformas de escritores, en centros educativos, para evitar que la Cala pierda su nombre a manos de políticos que talan moreras para plantar palmeras, mucho menos frondosas, mucho menos nuestras, mucho menos capaces de dar sombra acogedora a las gentes.
Las mujeres mayores, las abuelitas de Parla, cerraron sus ojos y volvieron a los días de su infancia, cuando recorrían las calles de sus pueblos, los caminos que llevaban a la ermita, para recuperar la Memoria de los árboles, que así terminó llamándose el cuento que fueron escribiendo frase a frase, recuerdo a recuerdo, entre mucho debate y jolgorio, como de niñas pequeñas.
El mejor homenaje que puedo rendir a las personas mayores es este cuento que ha terminado siendo incluido en un libro el que se recopilan algunos relatos premiados en el certamen:
La memoria de los árboles
Cuando yo era pequeña iba con mis amigas a la ermita. Allí se estaba muy fresquita por las tardes.
Por el camino comíamos algarrobas de los árboles. Nos sabían muy dulces en aquellas tardes de verano.
A miel nos sabían las habas de las acacias, que nos daban también pan y quesito.
Las moreras nos daban sus moras aunque nos gustaban más las que crecen en las zarzas.
Las higueras crecían en las huertas y nos daban primero las brevas en junio y luego los higos a mediados de agosto.
Los castaños nos daban sus castañas, que ahora son tan caras, metidas en sus erizos. Nuestros padres, con sus sartenes agujereadas al fuego nos preparaban las calvotás, las castañas asadas, que nos jugábamos a pares y nones.
Las encinas nos daban sus bellotas en el otoño, para engordar a los cerdos y también nos las comíamos.
Los nogales echaban las flores y luego maduraban las nueces, las partíamos y las comíamos.
Cuando entrábamos en los pinares cogíamos las piñas y las abríamos en la lumbre para que cayeran los piñones.
Los árboles piden agua. Donde hay árboles llueve más, porque atraen la humedad y la vida.
Sólo me atrevo a añadir,
Que sus nombres, que sus recuerdos, no se borren de la historia. Porque pocas veces alguien ama tanto la vida como ellas.