miércoles. 24.04.2024
obispo-Munilla

He dejado pasar el tiempo por ver si, en este intervalo, el obispo de San Sebastián, José Ignacio Munilla, opinaría sobre la catástrofe en La Palma. Pues un acontecimiento de estas características, donde la relación Tragedia, Naturaleza y Providencia divina, ha constituido siempre una trilateral que difícilmente un obispo ha dejado pasar sin justificarla teológica o metafísicamente hablando, perorando sobre la pregunta tan eterna como inútil: “¿Cómo es posible que Dios permita semejantes catástrofes, donde muere tanta gente inocente?”. Pues muy sencillo. Porque Dios no existe.

Cuando sucedió la devastación de Haití causada por la violencia del huracán Katrina, en enero de 2010, Munilla, en el programa de “La Ventana'' de la Cadena Ser, sostuvo: “Creemos firmemente en que el mal no tiene la última palabra en que Dios nos ofrece una felicidad eterna y creo que existen males mayores, aunque parezca fuerte lo que voy a decir. Existen males mayores que los que esos pobres de Haití están sufriendo estos días.” (15.1.2010). Luego, añadió: “Nos lamentamos mucho por los pobres de Haití, pero igual también deberíamos (…) llorar por nuestra pobre situación espiritual, por nuestra concepción materialista de la vida. Quizás es un mal más grande el que nosotros estamos padeciendo que el que los inocentes están sufriendo.”

Lo dicho tener una concepción materialista de la vida es muchísimo peor que la destrucción de miles de vidas.

El obispo integrista no utilizó, entonces, la tan fácil como risible teoría de los pecados de los hombres como causa de los castigos que Dios tiene a bien enviarnos por el conducto de la naturaleza. Para Munilla quienes merecían un castigo mucho más cruel que morir por un terremoto serían esos españoles engolfados en el materialismo y atonía espiritual, que los hace pecadores a los ojos del obispo y a los de Dios y, por tanto, de estar en posesión de un mal mucho peor que morir bajo los escombros de un terremoto. Y, ¿qué culpa tenían los desgraciados de Haití de que los millonarios de este mundo -aquí habría que citar a las diez fortunas más ricas del cosmos, ¿no?-, viviesen engolfados en permanente pecado mortal? ¿Por qué tenían que pagar los desgraciados de Haití con un huracán la vida engolfada y pecaminosa de los ricos de este mundo? ¿Acaso ya no la sufrían en su vida cotidiana? ¿Y Dios debía permitirlo?

Dijo e Munilla que “existen males mayores”, refiriéndose a otro tipo de mal, al “pecado de quienes viven en países ricos y son cómplices de una opulencia insolidaria hacia los pobres”. Hablaba en un plano teológico. Pero, dijera el obispo donostiarra lo que dijo, lo sucedido en La Palma parece más lógico que haya sucedido, teológicamente hablando, que lo pasado en Haití. A fin de cuentas, el nivel de renta per cápita, y por tanto de insolidaridad, de los palmeños, será superior a los paisanos de Haití. Pues, según Munilla, a mayor renta per cápita, mayor será el egoísmo de la sociedad. Lo que dicho así, no se entiende bien cómo tales devastaciones no suceden en la capital donostiarra.

¿Por qué en el caso de Haití, Munilla se explayó tan a gusto y en el caso del volcán de la Palma no ha dicho ni mú? ¿Acaso ha cambiado de parecer teológico y su interpretación providencialista de las hecatombes ya no es la misma? He revisado sus intervenciones en Radio María-Sexto Continente, de San Sebastián, donde se despepita a gusto contra cualquier planteamiento progresista, ya no laico, sino, incluso, religioso, y no he visto una mención a tales hechos.

¿Y qué han dicho quienes sí han hablando de la tragedia? El primero en hacerlo ha sido el obispo de Tenerife, nacido en La Palma, Bernardo Álvarez. Este obispo fue aquel que engañó a la Consejería de Sanidad de Canarias para poder vacunarse contra la covid el 13 de enero, pese a que no figuraba entre los grupos prioritarios de riesgo fijados por el Ministerio y la Consejería de Sanidad. Tanto él como el Obispado aseguraron, para justificar su vacunación, que residía en el centro de mayores, lo que era mentira. También se saltaron el obligado protocolo de vacunación, el obispo de la diócesis de Orihuela-Alicante y el obispo de Mallorca, Sebastiá Taltavull. Que se salten el protocolo los políticos está muy mal, pero que lo hagan los obispos que, para colmo, han puesto en manos de la Providencia la salvación de sus almas y que es la materia inconsútil que según ellos importa de verdad salvar, y no la tibia, el hígado o los pulmones, es muy feo detalle y, sin duda, ponen en un brete la fe de su feligresía. Si un obispo pone en Dios la salvación de su alma y, de forma paralela, la de su aparato digestivo y pulmonar, ¿a qué viene mentir para ponerse una vulgar vacuna que no tiene ningún poder frente a la voluntad de la Providencia?

Mucho pregonar la fe en Dios, toda la fe en Dios, y llega el volcán de la Palma y van los obispos, al frente de ellos Bernardo Álvarez, y en una carta a sus feligreses se apresuran a “agradecer la labor de los científicos que han permitido prevenir los riesgos en esta crisis volcánica; a la vez que han agradecido a las autoridades, fuerzas y cuerpos de seguridad, protección civil y a la ciudadanía en general, el acompañamiento a los damnificados”. ¡Qué bonito! Pero, ¿qué les pasa a los obispos canarios? ¿Dónde ha quedado Dios en la devastación producida por el volcán, dejando a los científicos la labor de explicar el origen de una catástrofe sin parangón en la isla? ¿Acaso su aparición no estaba programada en los planes salvíficos o terroríficos de Dios?

Resulta increíble esta bajada de casullas, digo de fe, que, incluso, los episcopales sigan diciendo que “están viviendo estos días tras la erupción del volcán con dolor e impotencia ya que ante la fuerza de la naturaleza y, más concretamente, ante el rugir de la tierra, sentimos la impotencia al comprobar nuestra pequeñez, incapaz de parar una colada de lava destructora”.

Ante tales premisas, cualquier persona, ajena a credos metafísicos y teológicos, permanecería en silencio monacal resignándose a esperar que el citado volcán dejara de rugir motu proprio. Al fin y al cabo, como han explicado muy bien los vulcanólogos y sismólogos, el volcán tiene su ciclo de vida y de muerte. Y no hay nada ni nadie que lo pueda detener, excepto su propia inercia.

Pero, si es así, y así parecían entenderlo los obispos en su primera manifestación, ¿cómo es posible que inviten a sus feligreses “a acudir a los santuarios marianos y a los templos de las patronas de cada Isla, pidiéndole a Nuestra Señora, que proteja al pueblo de La Palma del volcán frente sus efectos devastadores”. Lo lógico hubiese sido escribir cartas de agradecimiento a los científicos que, de forma racional y sensata, han explicado qué sucede con un volcán desbocado y qué comportamiento hay que tener frente a él para salvar el pellejo.

¿A qué viene, por parte de los obispos, agradecer a la ciencia si, en cuanto tienen la menor ocasión, “pidieron la intervención de Dios para que nos ayude a todos a saber estar en esta tragedia, poniendo de nuestra parte lo que somos, y sabemos”.

Pero ¿qué intervención ni qué leches? Dados los conocimientos teológicos de los obispos acerca de la Providencia y Sabiduría Infinita de Dios, ¿no deberían haberse adelantado a implorar a esta Sabiduría pidiéndole que no desatara la ira del volcán contra los isleños? ¿Tantos eran los pecados los isleños que no han podido aplacar la ira de Dios? ¿Ni siquiera había entre ellos un solo hombre justo?

Dicen estos obispos tienen un conocimiento íntimo de la voluntad de Dios. Rouco Varela se hartó de apelar a ese conocimiento, ya no digamos el que tenían los obispos que apoyaron el golpismo franquista, pero está claro que no tienen repajolera idea de dicha voluntad divina. Al menor descuido, Dios se la mete doblada con tsunamis, terremotos y volcanes. Los obispos deberían dejar de presumir ipso facto de conocer dicha voluntad y de ser sus representantes aquí en la tierra. Porque, si lo son, ¿acaso no deberían apechugar con los desperfectos que genera su intervención destructora? Eso es lo que hacen, al menos, los representantes responsables.

Lo quieran o no lo quieran, a los obispos se les ve el plumero de la desfachatez a la mínima de cambio. Imponen la realidad de Dios a toda explicación científica asegurando que “gracias a nuestra fe, los creyentes, nos apoyamos en Dios y os animamos a abrir nuestros corazones a Dios y pedirle que, con su fuerza poderosa, actúe en nuestra historia y nos libre de todo mal”. Pero es evidente que ese Dios no nos libra de ninguna hecatombe proveniente de la naturaleza que, por lo que se sabe, sigue su movimiento per se, acuciado, eso sí, por los desmanes ecológicos del ser humano.

Si los obispos no creyeran que el fin del rugir del volcán no dependiera de la voluntad de Dios, no se entendería su penúltima invocación: “En estos momentos dramáticos, ante la situación que se está viviendo en la Isla de La Palma, revivimos nuestra confianza en Dios, le hacemos presente nuestros sentimientos, le manifestamos nuestro deseo de que esta erupción volcánica acabe pronto y le pedimos que no se produzcan más daños”.

Si Dios tiene en su poder cortar de cuajo dicha erupción volcánica, ¿a qué apelar a los conocimientos científicos?

La ciencia sigue siendo para los obispos un bien menor, siempre por debajo en importancia que la fe, a pesar de que haya obispos, como el de Tenerife, que prefiere más la vacuna contra la Covid que el rezo de un credo. No es el único, pero ya se sabe que la excepción está para poner a prueba la regla y no su confirmación.

El lenguaje de la iglesia sigue siendo tan retorcido como en tiempos de Tertuliano. De hecho, el final del discurso de los obispos canarios tendrá esta forma enrevesada: “En todos esos momentos difíciles se manifiesta la realidad de un pueblo que no se deja engañar por la presunción de quienes se creen que todo lo pueden y ante estas catástrofes y males naturales, les lleva a unirse en oración y súplicas al Señor, contando con la intercesión de nuestra Madre, la Virgen María”.

Por si no se entiende bien. La culpa de la devastación de la Palma la tienen quienes se creen por encima de Dios. Al final, descubrimos la causa por la que Munilla no ha dicho ni pío. ¿Para qué? Sus homólogos canarios han dicho lo mismo que él piensa. Lo que significaría que desde Katrina hasta La Palma la Iglesia sigue en el dique dogmático de su teología providencialista, sin atreverse jamás a culpar con nombres y apellidos quienes son esos materialistas y pecadores que ponen a Dios hecho un basilisco y pasa lo que pasa. Y, bueno, si los obispos conocen tan bien la voluntad de Dios, no estaría de más que avisaran unos meses antes cuál será la próxima hecatombe que la naturaleza, por culpa de esos materialistas de mierda, tendrá a bien divino regalarnos. ¿O no estaría mejor que la Iglesia denunciara públicamente a esos ricachones pecadores del mundo que tanto ofenden a Dios? Seguro que disponen de una buena lista, como testaferros de la voluntad divina.

Y ya puestos, ¿acaso la COVID no forma parte de los planes de la Providencia? ¿Acaso no nos la he enviado como plaga para que tomemos conciencia del materialismo en que estamos engolfados? Y si los obispos dicen que “nada pasa sin la voluntad de Dios, ni siquiera la caída de una hoja de un cerezo”. Pues eso.

¿Dónde está el obispo Munilla?