viernes. 29.03.2024
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“Hay causas por las que vale la pena morir, pero ninguna por la cual matar”. Lo decía Albert Camus en sus tiempos de ensayista, ignorando que un siglo más tarde aún sería tema de debate. Cualquier noticia de temática violenta despierta sugerencias extremas en favor del bien, como encarcelar violadores de por vida, penar con la muerte a asesinos o martirizar ladrones. El ansia de venganza es difícil de reprimir, pero ¿tiene sentido llevarla a la práctica?

En términos de utilidad, un castigo extremo sirve como desahogo puntual, pero fracasa como sistema. El mejor ejemplo es la problemática de la violación. No se puede atribuir la pena máxima a un delito sexual, pues saldría igual de caro violar a una mujer que matarla. Una víctima viva puede denunciar, testificar o dejar pruebas, por lo que su muerte reduce riesgos y, en este contexto, no elevaría la condena.

Se requiere una Ley con medias tintas que limite las acciones de aquellos propensos a delinquir. En el caso del terrorista, ¿qué importaría matar a tres personas o a diez, si lo ejecutan de todas formas? En el del corrupto, ¿qué importa robar dos millones o doscientos, si irá preso de por vida? El límite entre una pena y otra superior es, precisamente, la barrera psicológica para que ciertos actos no vayan a más.

“Combatir el crimen con más crimen es como educar a un hijo a golpes y pretender que crezca pacífico”

Hay quien ve en el castigo cierta intención de ejemplaridad, siguiendo el estilo de la mafia italiana, que ejecutaba traidores como aviso al resto para prevenir agravios; pero el mundo funciona de otro modo. Ni la pena de muerte reduce la criminalidad en China o La India, ni los duros regímenes penitenciarios disminuyen la delincuencia de Rusia, ni la dictadura vuelve dócil a la gente en Cuba. Es inviable construir una sociedad cívica con actos incívicos, pues un pueblo que normalice la violencia como solución será más propenso a ejercerla.

Si bien muchos creen que el fin justifica el medio, pedir la cabeza de violadores u homicidas implicaría retroceder al ojo por ojo, común en civilizaciones antiguas y síntoma de barbarie. Las sociedades contemporáneas jamás podrán asentarse sobre dogmas similares, pues, de haber sido estos eficaces en primera instancia, aún seguirían vigentes.

Debemos anteponer la coherencia al ímpetu por más que lo emocional se disfrace de justo. Un Estado dispone de recursos suficientes para contener criminales y procurar su reinserción, por lo que ejecutarlos resulta injustificable bajo cualquier contexto. En definitiva, ni la venganza es un remedio, ni la violencia un método.

Disparos a ciegas