La situación política y social que atraviesa Estados Unidos, con una gran polarización entre instituciones federales como el Tribunal Supremo con respecto al gobierno y entre los propios estados de mayoría republicana en relación con los demócratas, en una dinámica de confederalización, con grandes protestas cada cierto tiempo y en particular una importante reacción popular contra el racismo, son muy preocupantes y, además, emiten señales a diario de que el populismo ultra, que cuestiona los valores democráticos, condiciona todo el escenario.
Da la impresión permanente de que el país vive en una gran inestabilidad e incertidumbre. Ya antes de las elecciones presidenciales, en más de un artículo poníamos en duda que Trump (la propia Casa Blanca) y sus seguidores fueran a aceptar unos resultados adversos. Pero lo que sucedió después, con el asalto al Capitolio, y con el clima de división de la salida de la gran crisis provocada, ha superado con mucho todas las previsiones y ha producido una alarma considerable.
Lo más grave es que uno de los dos grandes partidos que tradicionalmente han sostenido la democracia americana, no un pequeño grupo de radicales, está entregándose a las ideas más antidemocráticas y a estas alturas sigue siendo rehén del presidente Trump.
Todo esto no es sino la continuación de un movimiento iniciado por Newt Gingrich, y continuado por el Tea Party, que ha terminado por colonizar una parte muy grande del Partido Republicano. A buen seguro, en los próximos meses seremos testigos de los grandes esfuerzos que va a hacer la otra parte de este partido para liberarse de la influencia del trumpismo.
Las recientes elecciones de mitad de mandato y la victoria demócrata en Georgia han dado a Biden una mayoría más cómoda en el Senado que la que tenía: 51 de los 100 senadores, con lo que ya no dependerá de que la vicepresidenta Kamala Harris tenga que emitir el voto de desempate. Paralelamente, reduce notablemente las posibilidades de Trump de cara a las presidenciales de 2024. No obstante, una gran preocupación sigue presente en el ambiente.
¿Qué ocurrirá si Trump se presenta y gana las primarias en estas circunstancias? Y, más grave ¿qué ocurrirá si Trump es el vencedor de las siguientes elecciones presidenciales? La pregunta revela el grado de desconfianza que ya hay en la estabilidad de la democracia de Estados Unidos.
Desde una aproximación al tema en términos comparativos globales, uno de los primeros elementos a reseñar es que, al calor de la que se afirma como tendencia predominante a la hora de clasificar los gobiernos en autocracias o democracias, hay que reconocer que una parte cada vez más importante del mundo está gobernada por las primeras, como demoduras o directamente como dictaduras.
Esta sería una breve descripción a trazo grueso de la situación. Paralelamente, muchas de las instituciones se han verticalizado por la tecnología digital, de modo que la revolución tecnológica tampoco revierte en los ciudadanos siguiendo un modelo social y político transparente y horizontal.
Y, aunque el problema no es por suerte el mismo, también en nuestras democracias europeas el populismo ultra ha ido ganando posiciones, primero en la política y en las redes sociales y luego como consecuencia de un acelerado proceso de blanqueo de la mano de la derecha, al frente del gobierno de Italia, como apoyo parlamentario en Suecia y como alternativa en Francia.
Es cierto que estas fuerzas, debido a la mayor fortaleza de nuestras democracias, están obligadas a moderarse cuando forman parte de gobiernos europeos, pero Europa no debería dejar de profundizar en la calidad de sus democracias y de sus servicios públicos, si no quiere seguir el camino de otros.
Uno de los ejemplos en relación con ese modus operandi de la ultraderecha y de su blanqueo por parte de sectores conservadores para facilitar el logro de mayorías de gobierno remite también a la actuación de la derecha en España. Hubo momentos en que el Partido Popular también jugó a no reconocer los resultados electorales cuando fue derrotado y, de hecho, un día sí y otro también sigue jugando a la deslegitimación del gobierno de coalición y de la mayoría de investidura del parlamento.
Algunas de las principales cuestiones que mejor definen nuestro tiempo, junto a la enorme desigualdad y el avance del populismo, son la revolución digital y la transición energética para hacer frente a la emergencia climática
Sin embargo, debido a la fortaleza de nuestras democracias en la UE y a pesar de las fuerzas del populismo ultra, esa manera de actuar no permite visibilizar hoy por hoy una amenaza como la que supuso el ataque al Capitolio y la negación de la derrota de Trump, aunque algunas actuaciones de bloqueo de la renovación y de patrimonialización del poder judicial y del Tribunal Constitucional, pretendan emular la estrategia de lawfare de los EEUU.
Tampoco se puede ignorar que uno de los flancos de nuestras democracias estaría en relación con que su fortaleza se puede ver mermada por la fuerza disruptiva de la revolución digital, que está operando en una triple vertiente: la primera, con graves consecuencias sobre el empleo, reemplazando a las personas en muchas de sus actuales tareas; la segunda, poniendo los medios para que los gobiernos vigilen a los ciudadanos como nunca antes; y la tercera, con su variante más avanzada, la inteligencia artificial, que puede operar por fuera de las leyes, escapando del control de las propias democracias.
Es un hecho, en definitiva, que algunas de las principales cuestiones que mejor definen nuestro tiempo, y que son objeto de análisis diario en los medios, junto a la enorme desigualdad y el avance del populismo como alternativa a la democracia, son la revolución digital y la transición energética para hacer frente a la emergencia climática.
Estos son retos fundamentales para la izquierda en su posición contra el avance de las posiciones ultras y en plena revolución tecnológica: cómo responder con ideas al neoliberalismo digital y al populismo negacionista del cambio climático y sus consecuencias, y hacerlo con políticas que coloquen en el centro a los colectivos más desfavorecidos, los llamados perdedores de la globalización, que pueden ser los mismos que los damnificados futuros de la robotización. Se trataría de que la izquierda fuese catalizadora de ambas cuestiones, y, utilizando un juego de palabras, lo hiciese acelerando la transición energética y, en cierta medida y de manera selectiva, regulando la revolución digital.
Una última consideración crítica sobre el papel de la izquierda apunta a que el cambio tecnológico de estas dos primeras décadas del siglo XXI no ha dado lugar todavía a suficientes estudios desde la izquierda, ni a sustanciales análisis ético-políticos, en relación con el cambio de época que ha traído consigo la revolución digital que, como vemos, podría contribuir a poner en un riesgo mayor a nuestras democracias.