lunes. 29.04.2024
futbol

Los medios de comunicación y el dinero han conseguido que el fútbol femenino esté en boca de todos. No es para menos. Un grupo de muchachas tenaces han conseguido en menos de ocho años situarse en la cima mundial de ese deporte. Da igual que ganen la final o la pierdan. Lo que han hecho en un ámbito absolutamente masculino, de una competitividad brutal, es una gesta que merece la admiración de todos.

Pero antes de que llegase esta eclosión mediática del fútbol jugado por mujeres, el éxito había llegado en balonmano, baloncesto, atletismo, badminton, tenis, piragüismo, gimnasia, judo, waterpolo o natación. Lo mismo se puede decir del deporte masculino desde que en 1987 se aprobó el plan ADO de cara a las olimpiadas de Barcelona de 1992. A partir de ahí, el deporte español en general, que era birrioso pero con excepciones individuales sobresalientes, pasó a situarse entre los primeros del mundo tanto en competiciones por equipos como en las personales. Campeones del mundo en baloncesto, fútbol, waterpolo, balonmano, golf, tenis, diversas pruebas de atletismo jalonan un historial de más de treinta años en los que nuestro país ha logrado convertirse en una potencia mundial que si bien no se refleja en el medallero de las olimpiadas por la cantidad de competiciones minoritarias admitidas, sí lo hace en los deportes más seguidos y populares del planeta. Y eso no ha sucedido por arte de magia, por premio divino o por la alineación propicia de los astros, sino que es el resultado de fuertes inversiones en la preparación de los deportistas, de una magnífica planificación para obtener los resultados deseados y de una atención mediática que supera con mucho a la prestada a cualquier otro ámbito del desenvolvimiento humano. Vivimos en la sociedad del entretenimiento, también en la sociedad de la competitividad, ambas cuestiones han sido determinantes a la hora de invertir y atender al deporte.

La competitividad en una de las piedras angulares del sistema capitalista, quedar por encima de los demás es el rasgo más destacado del comportamiento humano

El entretenimiento tiene enganchadas a millones de personas a los medios y redes sociales pendientes del resultado del deportista de turno, personas que perciben sus triunfos y fracasos como propios, que son felices cuando la victoria está de su lado y que se mustian cuando sucede la derrota. Por una parte es el fruto de una sociedad alienada que cura sus frustraciones con los triunfos de sus ídolos; por otro, es un escape natural a una vida generalmente monótona y poco gratificante: Identificarse con un equipo, con un deportista, fijar la satisfacción personal más plena en quienes día a día ascienden a lo más alto del escalafón es una forma espiritual de felicidad en la que el protagonista se lleva el dinero y los laureles y el seguidor la alegría y el gozo de una victoria que no habría sido posible sin su apoyo incondicional. En el otro lado de la cuestión, está la competencia, la competitividad, hay que sacrificarse, que esforzarse hasta el límite para estar entre los mejores aunque en el camino caigan miles de aspirantes, aunque para la victoria haya que dejarse la salud y el futuro vital. No hay más que ver las barbaridades que ha hecho Rafa Nadal, lisiado en todas las articulaciones de su cuerpo, para llegar a la cima y mantenerse en ella. La competitividad en una de las piedras angulares del sistema capitalista, quedar por encima de los demás es el rasgo más destacado del comportamiento humano desde que se inventaron las religiones y se dijo que unos irían arriba y otros abajo. Frente a la competitividad, que lleva consigo la depredación, la explotación y la exclusión, está la cooperación, que no genera víctimas y propicia los mayores triunfos sociales. Pero no hemos llegado a esa etapa que supondrá el mayor salto evolutivo de la Humanidad, ese momento en el que se corra y se juegue por placer atendiendo al que no puede más, ese territorio en el que investigadores de todos los países se ayuden para encontrar remedio eficaz a una enfermedad y no para obtener una patente, ese lugar en el que el triunfo personal será aquel que contribuya más al bienestar social.

Entre tanto, sabemos que el deporte victorioso entretiene, eleva el ánimo de los ciudadanos y pone a los países en la primera página mediática global, es, por tanto, un excelente medio de publicidad patriótica. Sin embargo, contribuye poco al incremento del PIB, al desarrollo del espíritu crítico y creativo, a cimentar las bases del progreso material y espiritual. Eso corresponde a la sociedad del conocimiento en los países avanzados.

Los equipos de fútbol de primera división gastarán este año en torno a cuatro mil millones de euros, la mitad el Barcelona y el Real Madrid. La mayor parte del presupuesto se emplea en pagar a jugadores supermillonarios, destinándose muy poco dinero al resto de los trabajadores o a la creación de empleo. Es decir, los grandes equipos de fútbol gastan cantidades astronómicas de dinero en pagar a unos cuantos trabajadores para que entren en la casta del lujo y el despilfarro. Mientras esto sucede en un ámbito dedicado exclusivamente al entretenimiento, al ocio, al juego, el total de las universidades públicas españolas gastaron el año pasado menos de cinco mil millones de euros, lo que indica que se gasta tanto en Rodrigo, Vinicius, Gabi o Pedri como en la formación de todos los universitarios españoles, que, se quiera o no, serán los encargados de dirigir el país, de inventar, de gestionar y de procurar una sociedad mejor para todos.

La comparación es vergonzosa y sonrojante, más si tenemos en cuenta lo que cada uno de esos colectivos aportan al país o la importancia de su actividad. Es probable que muchos piensen que una cosa no tiene nada que ver con la otra puesto que los equipos de fútbol son entidades privadas que se nutren de las aportaciones de sus socios, cosa que no es enteramente cierta ya que obtienen multitud de ayudas, privilegios y prebendas de las entidades públicas y en sus palcos presidenciales se atan muchas contratas y subcontratas. Además, aunque fuese así, muestra sin duda alguna cuál es el orden de prioridades. Los planes para fomentar el deporte de élite han tenido un éxito rotundo, tanto que han situado a nuestro país en los primeros lugares del mundo. Por el contrario, pese a los incrementos de los últimos años, los presupuestos para universidades e investigación siguen siendo raquíticos si los comparamos con países como Canadá, Estados Unidos, Alemania o Suecia. Es evidente que llegado el momento podríamos prescindir del gasto en fútbol y otros deportes porque en ello no nos va la vida, pero está claro que si no somos capaces de invertir más en conocimiento que en darle patadas o manotazos a una pelota iremos quedándonos atrás, un poco más cada año hasta hacer inviable nuestra supervivencia como país desarrollado. El conocimiento, la investigación y la cultura necesitan un plan ADO, una planificación tan perfectamente diseñada como la que en su tiempo se aplicó a los deportes, en la seguridad de que si se hace con el mismo empeño nos deparará en pocos años más satisfacciones que las muchas que nos han dado las competiciones deportivas.

Deporte y conocimiento