jueves. 28.03.2024
cuidadoras

La crisis sanitaria ha puesto aún más de manifiesto la sobrecarga de trabajo que soportan las mujeres y la pertinencia del debate, de nuevo, sobre la llamada crisis de los cuidados. Si en anteriores crisis, como la última de 2008, fue la mano de obra masculina la más afectada directamente, pues tocó a los sectores industriales y de la construcción -aunque posteriormente le llegó el turno también a las mujeres, de forma directa e indirecta- esta crisis sanitaria sí tiene, desde el primer momento, unos efectos directos sobre las mujeres, tanto por ser cuidadoras, puesto que ha aumentado tremendamente la necesidad de las personas de ser cuidadas, como por su situación de empleadas en sectores feminizados como la sanidad, la limpieza o el empleo doméstico.

Cuando hablamos de cuidados estamos refiriéndonos a todas aquellas actividades -trabajos- que son esenciales para el mantenimiento de la vida de las personas, de todo aquello que no puede dejar de hacerse, de eso que puede ocuparte todas las horas del día, que no tiene horarios, o mejor, cuyos horarios dependen de los de otras personas, de todo eso que es invisible, hasta que dejas de tenerlo resuelto. Es algo que nos afecta a todas las personas, porque todas necesitamos del cuidado de otras en algún momento de nuestra vida. Una cantidad ingente de trabajos, muchos de ellos pesados, repetitivos y poco alentadores, pero otros permiten el desarrollo de valores humanos muy positivos de solidaridad y apoyo mutuo, posibilitando la expresión de sentimientos y afectos que nadie debiera perderse.

Mª Ángeles Durán, con datos del INE, cifra en 28 millones de empleos a tiempo completo el trabajo no remunerado en los hogares de nuestro país, si lo trasladáramos al mercado laboral, aplicando la jornada estipulada para el sector servicios.

Responsabilidad de las mujeres

Son trabajos socialmente necesarios, si bien, se realizan en un contexto social y en un modelo de sociedad, donde el cuidado de la vida no es la prioridad, sino que lo es la producción de bienes en el mercado, siendo este el que marca los tiempos, las relaciones, el prestigio… y situando, por tanto, a quien lo realiza, las mujeres, en una clara discriminación social. Se trata de la división de trabajo según el sexo, base de la discriminación femenina.

Ciertamente, son trabajos asociados históricamente a las mujeres, siendo ellas las encargadas de mantener la vida y la reproducción, liberando a los hombres de estas tareas, para su dedicación a la esfera productiva. Una responsabilidad impuesta socialmente, que conlleva una dimensión moral: la del sentimiento de responsabilidad, del deber de su realización, lo que es especialmente importante cuando los cuidados se prestan en el entorno familiar-doméstico, vinculados con los afectos, dimensión moral que pesa casi exclusivamente sobre las mujeres, socializadas como han sido en la obligación del cuidado a los demás.

Las estadísticas nos hablan del mayor número de horas que las mujeres dedican a las actividades de cuidados que los hombres, de que son ellas mayoritariamente quienes cogen las excedencias y reducciones de jornada para cuidado de hijos o mayores, o de que la causa de los cuidados es la que hace que ellas sean las “inactivas” y las que ocupan el trabajo a tiempo parcial.

Esta responsabilidad femenina del trabajo de cuidados tiene claras repercusiones en la inserción laboral de las mujeres. Dificulta su acceso al trabajo remunerado, determina el tipo de ocupaciones en el mercado laboral a las que ellas, mayoritariamente, acceden -las relacionadas con los cuidados, menos consideradas social y económicamente-, obstaculiza su desarrollo y promoción profesional, quedando excluidas de los puestos de mayor responsabilidad en las empresas, y, en último caso, les supone una sobrecarga de trabajo que nos ha llevado a acuñar el término “doble jornada”, como definición de la situación de millones de mujeres en todo el mundo.

Cuando este trabajo de cuidados se externaliza, se sigue recurriendo a la contratación de mujeres, generalmente, inmigrantes, de países más pobres que el nuestro, a quienes se les ofrece un empleo precario y, en muchas ocasiones, sin derechos, dándose situaciones de abuso y desprotección.

En definitiva, cuando hablamos del trabajo de cuidados estamos hablando verdaderamente del núcleo duro de la discriminación de las mujeres, de algo cuya responsabilidad está en la base de la estructura social que divide el trabajo según el sexo y en la base de la discriminación social femenina.

Crisis de los cuidados, un viejo problema

No es la primera vez que hablamos de crisis de los cuidados: hace ya tiempo que quedó demostrada la falacia de las políticas de conciliación, que solo suponían el relegamiento de las mujeres del mercado laboral o la doble jornada de trabajo para ellas, o ambas malas soluciones.

Como sostiene Nancy Fraser, la crisis de los cuidados va con el propio sistema capitalista. La reproducción social es una de las condiciones que posibilitan la acumulación sostenida de capital, pero la tendencia del capitalismo a la acumulación ilimitada conduce a desestabilizar los procesos mismos de reproducción social sobre los cuales se asienta. Las empresas quieren trabajadores alimentados y descansados, a plena disposición para su total rendimiento laboral. Cuando eso lo garantizaban unas mujeres completamente separadas del mercado de trabajo y absolutamente entregadas al cuidado de la familia, no había problema, pero cuando eso no es así, la crisis es evidente.

Muchos son los cambios sociales que van articulándose desde los últimos años del siglo pasado en nuestro país, que refuerzan la consideración de que este sistema, además de injusto, se tambalea. La incorporación de las mujeres al mercado laboral, el envejecimiento de la población y el modelo de vida más urbano, entre otros, han conducido a esta crisis que ni los hombres ni nuestro escaso estado del bienestar han paliado.

La llegada de la pandemia y, con ella, el confinamiento, las personas contagiadas, el cierre de los centros educativos, los hospitales repletos, el teletrabajo… obligan más aún a las mujeres a incrementar su dedicación a la familia, siendo enfermeras, maestras, limpiadoras y teletrabajadoras. La pandemia ha dejado patente, entre otras muchas debilidades de nuestro sistema social, los pies de barro del sistema de dependencia en nuestro país, el escasísimo gasto público social, la tremenda insuficiencia de recursos en las residencias de mayores y, otra vez más, que sobre las mujeres recaen los trabajos más necesarios para la supervivencia humana.

Sobre ellas recae también el incremento del trabajo fuera de casa, dada la mayoritaria    presencia de las mujeres en sectores dedicados a cuidados: las mujeres son el 76,4% de las personas ocupadas en actividades sanitarias y de servicios sociales, el 84,7% de las ocupadas en asistencia en establecimientos residenciales y el 87,9% de las empleadas domésticas, por ejemplo (EPA 4ºT2020). Es decir, fundamentalmente ellas han sufrido las consecuencias de esta pandemia en términos de incremento de trabajo. Pero también han sufrido un mayor incremento del paro: casi 3 puntos más para ellas, casi 2 puntos más para ellos. Que 45.000 mujeres -frente a 16.000 hombres- se hayan incorporado este año al empleo en la rama sanitaria no ha servido para compensar el gran descenso del empleo femenino en otros sectores, principalmente en la hostelería.

Todo ello nos habla de la debilidad de nuestro estado del bienestar, que no ha sido capaz de atender a esta gran demanda de cuidados que ha originado la pandemia. Pero aún más, estamos ante una crisis que va más allá de los cuidados, pues pone en cuestión las bases mismas sobre las que se asienta este modelo social de capitalismo neoliberal patriarcal, que separa los ámbitos productivo y reproductivo, aprovechando para su beneficio el trabajo invisible e impagado de las mujeres en la esfera doméstica y que precariza las condiciones laborales de los sectores que se ocupan de los cuidados: frente al beneficio económico, las necesidades humanas no cuentan.

Una oportunidad para el cambio

El feminismo lleva años reclamando un sistema social que considere la vida en el centro. Es necesario, además, que consideremos a las personas como seres dependientes, vulnerables, que necesitan de cuidados en algún momento de su vida y que, por tanto, el cuidado es un asunto de responsabilidad social y ciudadana. Su resolución no puede recaer en exclusiva sobre las mujeres. Estos principios, que la actual crisis sanitaria se ha encargado de visibilizar y ratificar, deben marcarnos las alternativas sociales y las políticas públicas a acometer.

1. Es necesario repensar los cuidados como una responsabilidad moral y política del Estado, no de las familias -de las mujeres, en realidad-. Toda persona debe tener derecho a ser cuidada y a decidir cómo quiere serlo. Nuestro estado del bienestar debe ampliarse y mejorar en todos sus componentes y, en especial, debe constituir un sistema estatal de cuidados que contemple las necesidades de las personas a lo largo de su vida, desde la infancia, y tiene que cubrirlas de forma universal y en las mejores condiciones, adecuadas a su realidad y sus deseos, sin que el beneficio económico sea su objetivo. Este sistema debe incorporar la importante participación ciudadana en iniciativas comunitarias que se han desarrollado para la atención a múltiples situaciones de dependencia, uniendo lo público estatal con lo público común.

2. Se necesitan recursos económicos, una financiación pública suficiente, que debe conseguirse a través de una reforma fiscal profunda que anteponga los impuestos directos frente a los indirectos y los impuestos al capital frente a los del trabajo. Invertir en el llamado 4º pilar del estado del bienestar -ayudas a las familias, a la infancia y a la dependencia-, supone que, a la vez que se atiende el cuidado de las personas, se generan puestos de trabajo, se incrementa el bienestar de las familias, se reduce la pobreza y se reactiva la economía. Los incrementos para estas partidas, que han recogido los PGE para 2021, con ser importantes, no dejan de ser insuficientes, a no ser que se repitan los próximos años.

3. Hay que desterrar la visión empresarial sobre los trabajadores como personas sin responsabilidades de cuidados. Como primera medida, hay que derogar la reforma laboral de 2012, que perjudica a trabajadores y trabajadoras, dejándoles aún más a disposición de la empresa y limitando también las posibilidades de conciliación.

Es necesario avanzar en la reducción de la jornada laboral, en el incremento de los permisos remunerados para la conciliación, en la posibilidad de reducir la jornada de trabajo de forma especial y el establecimiento de horarios flexibles por necesidades de cuidado… Y todo ello mediante una regulación que fomente la implicación equilibrada de mujeres y hombres en su utilización. Para ello, además de la necesaria sensibilización social sobre el reparto igualitario del trabajo, es fundamental acabar con la brecha salarial y con la situación subordinada de las mujeres en el mercado laboral. Por otra parte, las trabajadoras de hogar deben tener los derechos que el Estatuto de los Trabajadores establece y deben perseguirse las situaciones de abuso, desprotección y vulneración de derechos que se dan en el sector.

4. Contra la división sexual del trabajo que discrimina a las mujeres, los hombres deben asumir su corresponsabilidad en las tareas familiares, domésticas y de cuidados. Su participación igualitaria en estas actividades posibilitará también que las mujeres se coloquen en mejores condiciones para su acceso, permanencia y promoción en el mercado laboral. Se trata de una cuestión de justicia y de reparto equilibrado del trabajo en los dos ámbitos, público y privado, pero se trata también del interés por que los hombres participen de esa dimensión emocional del trabajo de cuidados, que favorece el desarrollo de una afectividad y de unos valores sociales necesarios para la vida en común.

5. El sistema educativo puede y debe ejercer un papel importante en el fomento de la consideración de los cuidados como un derecho y un deber de todas las personas. La función transformadora de las relaciones sociales desiguales, que la legislación otorga a nuestro sistema educativo obliga al tratamiento crítico del actual reparto del trabajo en función del sexo, a la actividad favorable a la visibilización de las mujeres y sus aportaciones en todas las ramas del saber y no solo en el ámbito doméstico, a la práctica de tareas de autocuidado y cuidado a los demás, al fomento en todos los estudiantes de los valores que el estereotipo ha adjudicado a las mujeres en exclusiva, así como a la sensibilización sobre la importancia de la solidaridad con los demás, de tejer vínculos y relaciones en el espacio colectivo para colaborar en la cohesión social.

Carmen Heredero. Secretaría de la Mujer. CCOO Enseñanza.

Claves y propuestas sobre los cuidados