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AMBROSIUS - 29.04.2009

Volví de México el 11 de abril y el 17 del mismo mes me fui a Tokio, donde a los dos días empecé a sentir fiebre, fuertes dolores de espalda, piernas y brazos. El resto de la semana además de cansancio tuve escalofríos ocasionales. Todo esto se deba probablemente, o no, a la falta de sueño, a la acumulación de jet lag y a un ligero catarro.

Tengo una tía que una vez tuvo una garrapata, un bicho mucho más peligroso de lo que parece. El caso es que yo volví este lunes por la noche de Tokio con dos pequeños bultitos en el cuero cabelludo. Eché mano de mi mundo más cercano y me autodiagnostiqué, en un ejercicio de asombrosa imaginación, picadura de garrapata. De ahí mis fiebres japonesas, razoné.

A la mañana siguiente, martes, le conté todas estas cosas a mi médico de cabecera, quien tras ver algunas ronchas en mi espalda y escuchar atentamente lo que yo le contaba como una anécdota, es decir, mi viaje a México, decidió mandarme a urgencias para que me hicieran unos análisis.

El primer médico de urgencias me recibió con un punto de condescendencia como si yo fuera el típico paranoico asustado por las apocalípticas profecías de televisión, que no tienen nada mejor que hacer que colapsar las ya de por sí poco diáfanas urgencias. "Yo, doctor", quise contestarle, "he venido a hablar de mi garrapata".

Me mandó hacer unos nuevos análisis de sangre y me despachó con un "ya ha pasado demasiado tiempo desde que estuviste en México". Ahí hubiera acabado todo si no fuera por la enfermera que al sacarme sangre me preguntó qué me pasaba. Yo para entonces no tenía nada claro y le hablé de ciertas fiebres en Tokio la semana pasada y de mi viaje a México hace dos. Aquello fue como pisar el acelerador, aunque en un primer momento la cara de la enfermera marcaba "pause". Me miró muy sorprendida, balbuceó algo y rápidamente me calzó en la boca una mascarilla. Llamó al resto de sus compañeros que empezaron a preguntarme fechas de fiebres y fechas de viajes. Uno de ellos casi se desespera cuando empecé a hablarle de Tokio. Hicieron cuentas y dedujeron que mi primer acceso de fiebre tuvo lugar, por los pelos, dentro del plazo de incubación de 10 días. En aquel momento, aunque yo no lo supiera, acababan de activar el protocolo.

Dos chicos vestidos como cazadores de alienígenas me trasladaron en ambulancia al Hospital Carlos III. Yo con mascarilla, guantes azules, camisa de cuadros (soy de los que aún se viste de domingo para ir al médico) y revista de portada amarilla (un número atrasado de Etiqueta Negra que esa mañana me salvaría del aburrimiento).

Ya en el Hospital recibí el siguiente mensaje: "Tienes que quedarte cuarenta y ocho horas en el hospital, aislado en una habitación. No se pueden recibir visitas". Al ver mi rostro añadió: "Puedes irte, claro, pero yo entonces tendría que dar parte al juez".

Luego una enfermera con gafas de ventisca volvió a sacarme sangre, esta vez por el brazo izquierdo y me metió diferentes palillos por la nariz y por la garganta. "¿Puedo ir al baño?", pregunté. "No", me contestaron. Luego se ablandaron y sí me dejaron ir al servicio.

Al rato vino otra persona a buscarme para llevarme a la que sería a partir de entonces mi habitación. Por el camino iba advirtiendo al resto del personal de la llegada del apestado. Tuve que esperar un rato en el ascensor mientras él, con medio cuerpo asomado al pasillo, les hacía gestos. Vi una pequeña biblioteca donde cacé al azar un par de títulos de Vázquez Montalbán. Pregunté si podía leer algunos de esos libros, pero me dijeron que no, "porque después de eso habría que tirarlos". Pedí cambio de un euro para ver la televisión de mi cuarto y me dijeron que no, porque no podían aceptar mis monedas.

Pero no puedo quejarme. Tengo una habitación para mí solo con vistas a las nuevas Torres de Plaza Castilla. El atardecer es precioso; las enfermeras, ruidosas y maternales.

En el baño hay un cartel que reza: "Uso exclusivo de pacientes", apreciación inútil en una habitación que no admite visitas y a donde sólo entran, muy de vez en cuando, envueltas en mascarillas y gafas, mis simpáticas enfermeras que me traen comida, Tamiflu, Xumadol y filetes rusos con tomate que me recuerdan a mi infancia. Además, no me riñen cada vez que soy incapaz de leer el termómetro, obligándolas a vestirse de nuevo para entrar en mi habitación. Parte de ayer, 37,7 grados. Hoy, 37.

Por fin llega el paquete de supervivencia de mi novia, a quien no puedo ver. Libros, revistas, cómics, una radio y, desconozco si por azar o por ironía, una camiseta en donde puede leerse en letras rojas sobre fondo gris: México Destroyers.

Antes de dormir me llega un sms de una amiga: "Dice Gabilondo que la gripe ha llegado a Asia".

Yo no he sido.

De cómo estoy atrapado en un hospital tras viajar a México